El elemento
KEN ROBINSON
Título original: The Element
Descubrir tu pasión lo cambia
todo
con LOU ARONICA
Traducción de Mercedes García
Garmilla
Para mis hermanos, Ethel Lena,
Keith, Derek, Ian, John y Neil; para nuestros extraordinarios padres, Ethel y
Jim; para mi hijo James y mi hija Kate, y para mi alma gemela, Terry.
Este libro es para vosotros. Por vuestros
muchos talentos y por el infinito amor y risas que ponemos en la vida del otro.
Con vosotros y con los que amáis, estoy de verdad en mi Elemento.
Índice general
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
El Elemento
Pensar de forma diferente
Más allá de la imaginación
En la zona
Encontrar tu tribu
¿Qué pensarán los demás?
¿Te sientes afortunado?
Que alguien me ayude
¿Demasiado tarde?
A cualquier precio
Conseguir el objetivo
EPÍLOGO
Agradecimientos
Dicen que hace falta todo un
pueblo para educar a un niño. Paja hacer un libro como este hace falta una
pequeña metrópoli. Sé que tengo que decir que no puedo dar las gracias a todo
el mundo, y de verdad no puedo. Sin embargo, debo nombrar a algunas personas
como reconocimiento por su ayuda inestimable.
Primero y, ante todo, a mi mujer
y compañera, Terry. Sencillamente, este libro no estaría en tus manos si no
fuera por ella. Su origen se debe a un comentario que hice a la ligera durante
una conferencia hace unos años. Acababa de explicar la historia de Gillian
Lynne, que abre el primer capítulo de este libro, y se me ocurrió decir que
algún día escribiría un libro sobre ese tipo de historias. Desde entonces he
aprendido a no decir estas cosas en voz alta delante de Terry. Me preguntó
cuándo tenía pensado escribirlo. «Pronto —dije—, sin duda alguna pronto.» Al
cabo de unos meses, lo empezó ella: redactó la propuesta, trabajó las ideas,
realizó algunas de las primeras entrevistas y luego encontró al agente, Peter
Miller, que ayudaría a que el libro se hiciera realidad. Con unos cimientos tan
sólidos, y las rutas de escape tan firmemente cerradas, al final mantuve mi
palabra y continué con el libro.
Quiero dar las gracias a Peter
Miller, nuestro agente literario, por su extraordinario trabajo y, no en menor
medida, por reunir- nos a Lou Aro nica y a mí. Viajo mucho —demasiado, en
realidad—, y para escribir un libro como este hace falta tiempo, energía y
colaboración. Lou fue el compañero ideal. Es un verdadero profesional: sabio,
juicioso, imaginativo y paciente. Fue el núcleo tranquilo del proyecto mientras
yo daba vueltas alrededor de la tierra y enviaba notas, borradores y dudas
desde aeropuertos y habitaciones de hotel. También conseguimos ponernos de
acuerdo sobre las diferencias, a menudo cómicas, entre el inglés británico y el
estadounidense. Gracias, Lou.
Mi hijo James renunció a su
valioso y último verano de estudiante para enfrascarse en la lectura de archivos,
periódicos y sitios de internet verificando datos, fechas y conceptos. Luego
discutió conmigo casi cada una de las ideas del libro hasta dejarme agotado.
Nancy Alíen trabajó durante varios meses en la investigación con un plazo de
entrega cada vez más ajustado. Mi hermana Kate y Nick Egan colaboraron de forma
maravillosamente creativa para elaborar la excepcional página web donde se
muestra todo el trabajo que estamos llevando a cabo. Nuestra ayudante, Andrea
Hanna, trabajó sin descanso para coordinar la mirada de partes en movimiento de
un proyecto como este. No lo habríamos conseguido sin ella.
A medida que el libro iba tomando
forma, fuimos muy afortunados al contar con los consejos de nuestra editora,
Kathryn Court, de Viking Penguin. Su amable forma de presionarnos también
garantizó que terminásemos el libro en un tiempo aceptable.
Por último, tengo que dar las
gracias a todas aquellas personas cuyas historias iluminan este libro. Muchas
de ellas dedicaron horas valiosas de sus ajetreadas vidas a hablar, libre y
apasionadamente, sobre las experiencias e ideas que forman el núcleo de El
Elemento. Muchas más me enviaron cartas y e -mails conmovedores. Sus historias
muestran que los temas de este libro ocupan el centro de nuestra vida. Quiero
dar las gracias a todas ellas.
Por supuesto, es habitual decir
que, aparte de todas las buenas aportaciones de otras personas, cualquier error
del libro es solo responsabilidad mía* Esto parece un poco severo conmigo
mismo, pero supongo que es cierto.
Introducción
Hace unos años oí una historia
maravillosa que me gusta mucho explicar. Una maestra de primaria estaba dando
una clase de dibujo a un grupo de niños de seis años de edad. Al fondo del aula
se sentaba una niña que no solía prestar demasiada atención; pero en la clase
de dibujo sí lo hacía. Durante más de veinte minutos la niña permaneció sentada
ante una hoja de papel, completamente absorta en lo que estaba haciendo. A la
maestra aquello le pareció fascinante. Al final le preguntó qué estaba
dibujando. Sin levantar la vista, la niña contestó: «Estoy dibujando a Dios».
Sorprendida, la maestra dijo: «Pero nadie sabe qué aspecto tiene Dios».
La niña respondió: «Lo sabrán
enseguida». Me encanta esta historia porque nos recuerda que los niños tienen
una confianza asombrosa en su imaginación. La mayoría perdemos esta confianza a
medida que crecemos, pero pregunta a los niños de una clase de primaria quiénes
consideran que tienen imaginación y todos levantarán la mano. Pregunta lo mismo
en una clase de universitarios y verás que la mayoría no lo hace. Estoy
convencido de que todos nacemos con grandes talentos naturales, y que a medida
que pasamos más tiempo en el mundo perdemos el contacto con muchos de ellos.
Irónicamente, la educación es una de las principales razones por las que esto
ocurre. El resultado es que hay demasiada gente que nunca conecta con sus
verdaderos talentos naturales y, por tanto, no es consciente de lo que en
realidad es capaz de hacer.
En este sentido, no saben quiénes
son en el fondo.
Viajo mucho y me relaciono con
personas de todas partes del mundo. Trabajo con instituciones educativas, con
empresas y con organizaciones sin ánimo de lucro. En todas partes me encuentro
con estudiantes que se preguntan qué harán en el futuro y que no saben por dónde
empezar. Encuentro a padres preocupados que intentan orientarlos, aunque a
menudo lo que hacen es alejarlos de sus verdaderas aptitudes porque dan por
sentado que para alcanzar el éxito sus hijos tienen que seguir caminos
convencionales. Me reúno con empresarios que ponen el máximo empeño en entender
y aprovechar mejor las cualidades de sus empleados. Con el tiempo he perdido la
cuenta del número de personas que he llegado a conocer, que carecen de una
verdadera percepción de sus talentos individuales y lo que les apasiona. No
disfrutan de lo que hacen, pero tampoco tienen idea de lo que les satisfaría.
Por otra parte, también me
encuentro con personas que tienen mucho éxito en diversos campos, que les
apasiona lo que hacen y que no pueden imaginarse haciendo otra cosa. Creo que
sus historias tienen algo importante que enseñarnos sobre la naturaleza de la
capacidad humana y de la realización personal. A través de mi participación en
actos a lo largo del mundo he comprobado que —al menos tanto como las estadísticas
y las opiniones de los expertos— historias reales como estas pueden
transmitirnos la necesidad de pensar de forma diferente en nosotros mismos y en
lo que estamos haciendo con nuestra vida, en cómo estamos educando a nuestros
hijos y cómo gestionamos nuestros intereses colectivos.
Este libro contiene una amplia
muestra de historias que cuentan las trayectorias creativas de personas muy
diferentes. Muchas de ellas fueron entrevistadas especialmente para él. Estas
personas explican cómo reconocieron sus talentos únicos y lo bien que se ganan
la vida haciendo aquello que les apasiona. Lo sorprendente es que a menudo sus
trayectorias no son lineales. Están llenas de imprevistos, giros y sorpresas. A
menudo, las personas a las que entrevisté para este libro dijeron que en
nuestras conversaciones salían ideas y experiencias de las que nunca habían
hablado con nadie de esta manera. El momento del reconocimiento. La evolución
de sus talentos. El estímulo o los obstáculos de la familia, los amigos y los profesores.
Aquello que les hizo seguir adelante y enfrentarse a las dificultades.
Sin embargo, sus historias no son
un cuento de hadas. Todas estas personas han tenido una vida complicada y llena
de retos. Sus trayectorias personales no han sido fáciles ni sencillas, han
sufrido fracasos y celebrado éxitos. Ninguna tiene una vida «perfecta». Pero
todas experimentan regularmente momentos que parecen perfectos. A menudo sus
historias son fascinantes.
Pero en realidad este libro no
trata de ellas.
Trata de ti.
Mi objetivo al escribirlo es
ofrecer una visión amplia de la habilidad y creatividad humanas y de los
beneficios que supone conectar correctamente con nuestros talentos e
inclinaciones individuales. Este libro trata de temas que tienen una
importancia fundamental en nuestra vida y en la vida de nuestros hijos, de
nuestros alumnos y de las personas con las que trabajamos. Utilizo el término
«Elemento» para el lugar donde convergen las cosas que nos gusta hacer y las
cosas que se nos dan especialmente bien. Creo que es imprescindible que cada
uno de nosotros encuentre su propio Elemento, no solo porque nos sentiremos más
realiza- dos, sino porque, a medida que el mundo evoluciona, el futuro de
nuestras comunidades e instituciones dependerá de ello.
El mundo nunca había cambiado tan
rápido como ahora. Nuestra mayor esperanza de cara al futuro es desarrollar un
nuevo paradigma de la capacidad para llegar a una nueva dimensión de la
existencia humana. Necesitamos propagar una nueva apreciación de la importancia
de cultivar el talento y comprender que este se expresa de forma diferente en
cada individuo. Tenemos que crear marcos —en las escuelas, en los centros de
trabajo y en los estamentos públicos— en los que cada persona se sienta
inspirada para crecer creativamente. Necesitamos asegurarnos de que todas las
personas tienen la oportunidad de hacer lo necesario para descubrir el Elemento
por sí mismas y a su modo.
Este libro es un homenaje a la
impresionante variedad de habilidades y pasiones humanas y a nuestro extraordinario
potencial de crecimiento y desarrollo. También pretende analizar las
condiciones en que las habilidades humanas florecen o se desvanecen. Trata de
cómo podemos comprometernos a fondo con el presente y de la única forma posible
de prepararnos para un futuro completamente desconocido.
Para sacar el mejor partido de
nosotros mismos y, cada uno, de los demás, tenemos que abrazar con urgencia una
concepción más rica de las capacidades humanas. Necesitamos abrazar el
Elemento.
Gillian solo tenía ocho años,
pero su futuro ya estaba en peligro. Sus tareas escolares eran un desastre, al
menos según sus profesores. Entregaba los deberes tarde, su caligrafía era
horrible y aprobaba a duras penas. No solo eso, además causaba grandes
molestias al resto de los alumnos: se movía nerviosa haciendo ruido, miraba por
la ventana —lo que obligaba al profesor a interrumpir la clase para que Gillian
volviera a prestar atención—, o tenía comportamientos que molestaban a sus
compañeros. A ella todo esto no le preocupaba — estaba acostumbrada a que los
que encarnaban la autoridad le llamaran la atención, y no tenía la sensación de
actuar de forma incorrecta—, pero sus profesores estaban muy preocupados. Hasta
tal punto que un día decidieron dirigirse a sus padres.
El Elemento
El colegio creyó que Gillian
tenía dificultades de aprendizaje y que tal vez fuese más apropiado para ella
acudir a un centro para niños con necesidades especiales. Todo esto sucedía en
los años treinta. Creo que en la actualidad dirían que sufría un trastorno por
déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y le recetarían Ritalin o algo
parecido. Pero en los años treinta todavía no se había diagnosticado el TDAH.
Esa enfermedad no se conocía y las personas que la padecían no sabían, por
tanto, que estaban enfermas.
Los padres de Gillian recibieron
la carta del colegio con gran preocupación y se pusieron en marcha. La madre de
Gillian le puso su mejor vestido y sus mejores zapatos, le hizo dos coletas y,
temiendo lo peor, la llevó al psicólogo para que la evaluara.
Aún hoy Gillian recuerda que la
hicieron pasar a una amplia habitación con estanterías de madera de roble
llenas de libros encuadernados en piel. De pie, junto a un gran escritorio, se
encontraba un hombre imponente que llevaba una chaqueta de tweed. Llevó a
Gillian hasta el otro extremo de la habitación y le pidió que se sentara en un
enorme sofá de piel. Los pies de Gillian apenas tocaban el suelo; estaba tensa.
Nerviosa por la impresión que pudiera causar, se sentó sobre las manos para dejar
de moverlas.
El psicólogo regresó a su
escritorio y durante los siguientes veinte minutos le preguntó a la madre de
Gillian acerca de los contratiempos en el colegio y los problemas que decían
que estaba causando. Aunque no dirigió ninguna de estas preguntas a Gillian, no
dejó de observarla con atención en todo momento. Esto hizo que Gillian se
sintiera incómoda y confusa. Incluso a tan tierna edad supo que ese hombre
desempeñaría un papel importante en su vida. Sabía lo que significaba ir a una
«escuela especial» y no quería saber nada de ellas. Creía sinceramente que no
tenía ningún problema, pero al parecer todo el mundo opinaba lo contrario. Y
viendo cómo su madre contestaba a las preguntas, era posible que incluso ella
lo creyera.
«Puede que tengan razón», pensó
Gillian.
Finalmente, la madre de Gillian y
el psicólogo dejaron de hablar. El hombre se levantó del escritorio, caminó hacia el sofá y se sentó al lado de la pequeña.
—Gillian, has tenido mucha
paciencia y te doy las gracias por ello —dijo—, pero me temo que tendrás que
seguir teniendo paciencia durante un ratito más. Ahora necesito hablar con tu
madre en privado. Vamos a salir unos minutos. No te preocupes, no tardaremos.
Gillian asintió, intranquila, y
los dos adultos la dejaron allí sentada, sola. Pero antes de marcharse de la
habitación, el psicólogo se reclinó sobre el escritorio y encendió la radio.
En cuanto salieron y llegaron al
pasillo, el doctor le dijo a la madre de Gillian:
—Quédese aquí un momento y
observe lo que hace.
Se quedaron de pie al lado de una
ventana de la habitación que daba al pasillo, desde donde Gillian no podía
verles. Casi de inmediato, Gillian se levantó y comenzó a moverse por toda la
estancia siguiendo el ritmo de la música. Los dos adultos la observaron en
silencio durante unos minutos, deslumbrados por la gracia de la niña.
Cualquiera se habría dado cuenta de que había algo natural —incluso primigenio—
en los movimientos de Gillian. Y cualquiera se habría percatado de la expresión
de absoluto placer de su cara.
Por fin, el psicólogo se volvió
hacia la madre de Gillian y dijo: —Señora Lynne, Gillian no está enferma. Es
bailarina. Llévela a una escuela de danza.
Le pregunté a Gillian qué pasó a
continuación. Me explicó que su madre hizo lo que le habían recomendado. «Me
resulta imposible expresar lo maravilloso que fue —me contó—. Entré en esa
habitación llena de gente como yo. Personas que no podían permanecer sentadas
sin moverse. Personas que tenían que moverse para poder pensar.»
Iba a la escuela de danza una vez
por semana y practicaba todos los días en casa. Con el tiempo, hizo una prueba
para el Royal Ballet School de Londres y la aceptaron. Siguió adelante hasta
ingresar en la Royal Ballet Company, donde llegó a ser solista y actuó por todo
el mundo. Cuando esta parte de su carrera terminó, Gillian formó su propia
compañía de teatro musical y produjo una serie de espectáculos en Londres y en
Nueva York que tuvieron mucho éxito. Con el tiempo, conoció a Andrew Lloyd
Webber y crearon juntos algunas de las más célebres producciones musicales para
teatro de todos los tiempos, entre ellas Cats y El fantasma de la ópera.
La pequeña Gillian, la niña cuyo
futuro estaba en peligro, llegó a ser conocida en todo el mundo como Gillian
Lynne, una de las coreógrafas de mayor éxito de nuestro tiempo, alguien que ha
hecho disfrutar a millones de personas y que ha ganado millones de dólares. Y
eso ocurrió porque hubo una persona que la miró profundamente a los ojos:
alguien que ya había visto antes a niños como ella y que sabía interpretar los
síntomas. Cualquier otra persona le habría recetado un medicamento y le habría
dicho que tenía que calmarse. Pero Gillian no era una niña problemática. No
necesitaba acudir a ninguna escuela especial.
Solo necesitaba ser quien era
realmente.
A diferencia de Gillian, a Matt
siempre le fue bien en el colegio: sacaba unas notas aceptables y aprobaba
todos los exámenes importantes. Sin embargo, se aburría mortalmente. Para distraerse,
comenzó a dibujar durante las clases. «Me pasaba el tiempo dibujando —me
contó—, y acabé siendo tan bueno que podía hacerlo sin mirar el papel; así la
maestra pensaba que estaba prestando atención.» La clase de arte le brindó la
oportunidad de desarrollar su pasión sin miedos. «Estábamos pintando en libros
de colorear y pensé: “Nunca consigo pintar sin salirme de la línea. ¡Bueno, no
me importa!”.» Esto cambió cuando empezó la escuela secundaria. «En la clase de
arte los niños se quedaban sentados sin hacer nada, el profesor se aburría y
nadie utilizaba los materiales de dibujo. Así que hacía tantos como podía:
treinta en una sola clase. Observaba cada dibujo una vez terminado para ver a
qué se parecía, y entonces le ponía título. Delfín con algasy ¡muy bien! ¡El
siguiente! Recuerdo haber hecho montones de dibujos, hasta que se dieron cuenta
de que estaba gastando demasiado papel y me pidieron que lo dejara. Sentía la
emoción de crear algo. A medida que mi destreza técnica mejoraba, me resultaba
estimulante decir: “Vaya, esto se parece un poco a lo que tiene que parecerse”.
Por entonces me di cuenta de que mi estilo no estaba progresando demasiado y
empecé a concentrarme en las historietas y en los chistes. Me parecía más
divertido.»
Matt Groening, conocido en todo
el mundo por ser el creador de Los Simpsons, encontró su verdadera inspiración
en la obra de otros artistas cuyos dibujos no tenían mucha calidad técnica pero
que sabían combinar su estilo personal con una narración ingeniosa. «Lo que me
dio esperanzas fue saber que había otras personas que no sabían dibujar y que
vivían de ello, como James Thurber. También John Lennon fue muy importan te
para mí. Sus libros, In His Own Write y A Spaniard in the Works, están líenos
de dibujos horribles pero divertidos, poemas en prosa e historias locas. Pasé
por una etapa en la que intenté imitar a John Lennon. Robert Crumb también me
influyó muchísimo.»
Sus profesores y sus padres
—incluso su padre, que era dibujante y director de cine— intentaron convencerle
para que hiciera otra cosa. Le aconsejaron que fuera a la universidad y que se
labrase una profesión más seria. De hecho, hasta que entró en la universidad
(un centro poco convencional, sin calificaciones ni obligación de asistir a
clase), solo un profesor le había motivado. «Mi profesora de primero guardó
algunos de los dibujos que hice en clase. Los conservó durante años. Aquello me
emocionó pues por allí pasaban cientos de chavales. Se llama Elizabeth Hoover.
Puse su nombre a uno de los personajes de Los Simpsons.»
La desaprobación de quienes
encarnaban la autoridad no lo desanimó porque en su interior Matt sabía qué era
lo que en realidad le motivaba.
«De niño, cuando jugábamos a
inventar historias utilizando pequeñas figuritas (dinosaurios y cosas por el
estilo) ya sabía que pasaría el resto de mi vida haciendo aquello. Veía a los
adultos dirigirse hacia los edificios de oficinas con sus maletines en la mano
y pensaba que yo no podría hacerlo, que lo que yo quería hacer era aquello.
Estaba rodeado de otros chavales que pensaban igual que yo, pero poco a poco
cada uno se fue por su lado y se volvieron más serios. Para mí todo consistía
en jugar y en contar historias.
«Conocía las etapas por las que
se suponía que tenía que pasar: ir a la escuela secundaria, ir a la
universidad, licenciarme y luego salir al mundo y conseguir trabajo. Sabía que
en mi caso no iba a ser así, que no iba a salir bien. Sabía que yo me pasaría
la vida dibujando.
«En el colegio hice amigos que
tenían los mismos intereses que yo. Salíamos juntos, dibujábamos cómics y luego
los llevábamos al colegio para enseñárnoslos. A medida que fuimos creciendo y
nos volvimos más ambiciosos, comenzamos a hacer películas. Era estupendo.
En parte, esta actividad nos
permitía olvidarnos de nuestra timidez. En lugar de pasarnos el fin de semana
en casa, salíamos y hacíamos películas. En lugar de ir los viernes por la noche
a ver el partido de fútbol, íbamos a la universidad local y veíamos películas
underground.
«Decidí que intentaría vivir de
mi ingenio. Y debo decir que no pensé que fuera a salir bien. Creía que
acabaría teniendo un trabajo de mala muerte y haciendo algo que odiaría. Me
veía trabajando en un almacén de neumáticos. No tengo ni idea de por qué.
Pensaba que me pasaría el día haciendo rodar neumáticos y que dibujaría cómics
durante el descanso.»
Las cosas acabaron siendo
bastante diferentes. Matt se trasladó a Los Ángeles. Con el tiempo consiguió
publicar su tira cómica Life in Hell en L.A. Weekly, y comenzó a hacerse un
nombre. Esto desembocó en una proposición de la Fox: crear pequeños segmentos
animados para The Tracey Ullman Show. Mientras negociaba con la cadena
televisiva creó Los Simpsons. Antes de la reunión no tenía ni la más remota
idea de lo que iba a hacer. El espacio televisivo evolucionó hasta convertirse
en un programa de media hora que lleva diecinueve años emitiéndose en la Fox
todos los domingos por la noche. Además, ha dado lugar a películas, cómics,
juguetes e innumerables derivados. En otras palabras, en un imperio de la
cultura pop.
No obstante, nada de esto habría
ocurrido si Matt Groening hubiera seguido los consejos de aquellos que le
decían que tenía que dedicarse a una carrera «de verdad».
No a todas las personas que han
tenido éxito les desagradaba el colegio ni les fue mal en los estudios. Paul
era un estudiante de secundaria que sacaba muy buenas notas cuando entró por
primera vez en la sala de conferencias de la Universidad de Chicago. No sabía
que esta universidad era una de las principales instituciones del mundo en el
estudio de las ciencias económicas. Lo único que le importaba era que estaba
cerca de su casa. Minutos más tarde, había «vuelto a nacer», tal como escribió
en un artículo. «La conferencia de ese día se centraba en la teoría de Maithus,
según la cual la población crecía de forma geométrica, mientras que los
recursos lo hacían de forma aritmética, lo que provocaría crisis de
subsistencia y el manteniento de los salarios en un nivel próximo a esta.
Entender aquella simple ecuación diferencial era tan fácil que supuse
(erróneamente) que me estaba perdiendo algo misteriosamente complejo.»
La vida como economista del
doctor Paul Samuelson comenzó en ese momento. Se trata de una vida que él
describe como «pura diversión»: fue profesor en el Instituto Tecnológico de
Massachusetts (MIT), presidente de la International Economic Association, ha
escrito varias obras (incluido el libro sobre economía más vendido de todos los
tiempos) y cientos de artículos, ha tenido una influencia significativa en
política, y en 1970 se convirtió en el primer estadounidense que ganó el premio
Nobel de Economía.
«Cuando era joven se me daban
bien los problemas de lógica y la solución de los acertijos de los tests de
coeficiente intelectual. Así que, si la economía estaba hecha para mí, también
puede decirse que yo estaba hecho para la economía. No hay que subestimar la
importancia vital de encontrar pronto el trabajo al que quieres dedicarte. Esto
hace posible que los alumnos que no rindan al nivel exigido puedan convertirse
en guerreros felices.»
Tres historias un mensaje
Gillian Lynne, Matt Groening y
Paul Samuelson son tres personas distintas con historias diferentes. Lo que los
une es un mensaje sin lugar a dudas convincente: los tres alcanzaron el éxito y
la satisfacción personal tras descubrir aquello que, de forma natural, se les
da bien y les entusiasma. Llamo a las historias como las suyas «historias
epifánicas» porque tienden a implicar cierto grado de revelación, un punto de
inflexión entre un antes y un después. Estas epifanías cambiaron completamente
sus vidas, les marcaron una dirección y un objetivo, y los transformaron como
nada lo había hecho antes.
Tanto ellos como las otras
personas que conocerás en este libro han encontrado su lugar. Han descubierto
su Elemento: allí donde confluyen las cosas que te encanta hacer y las que se
te dan bien. El Elemento es una manera diferente de delimitar nuestro
potencial. Se manifiesta de distinta forma en cada persona, pero los
componentes del Elemento son universales.
Lynne, Groening y Samuelson han
conseguido muchas cosas en su vida. Pero no son los únicos capaces de lograrlo.
Lo que los hace especiales es que han descubierto lo que les encanta hacer y
están haciéndolo. Han encontrado su Elemento. Según mi propia experiencia, la
mayoría de las personas no lo han descubierto.
Encontrar el Elemento es imprescindible
para el bienestar y el éxito a largo plazo y, por consiguiente, para la solidez
de nuestras instituciones y la efectividad de nuestros sistemas educativos.
Creo firmemente que cuando
alguien encuentra su Elemento, adquiere el potencial para alcanzar mayores
logros y satisfacciones. Con ello no quiero decir que haya una bailarina, un
dibujante de cómics o un premio Nobel de Economía en cada uno de nosotros. Lo
que digo es que todos tenemos habilidades e inclinaciones que pueden servirnos
de estímulo para alcanzar mucho más de lo que imaginamos. Entender esto lo
cambia todo. También nos ofrece la mejor, y quizá única, posibilidad de
conseguir el auténtico y perdurable éxito en un futuro muy incierto.
Estar en nuestro Elemento depende
de que descubramos cuáles son nuestras habilidades y pasiones personales. ¿Por
qué la mayoría de las personas no lo han hecho? Una de las razones más
importantes es que la mayoría de la gente tiene una percepción muy limitada de
sus propias capacidades naturales. Esto es así en varios sentidos.
La primera limitación está en
nuestra comprensión del alcance de nuestras posibilidades. Todos nacemos con
una capacidad extraordinaria para la imaginación, la inteligencia, las
emociones, la intuición, la espiritualidad y con conciencia física y sensorial.
En la mayoría de los casos solo utilizamos una mínima parte de estas
facultades, y algunas personas no las aprovechan en absoluto. Hay mucha gente
que no ha descubierto su Elemento porque no conoce sus propias capacidades.
La segunda limitación está en
nuestra comprensión de cómo todas estas capacidades se relacionan entre sí de
forma integral. Por lo general, creemos que nuestra mente, nuestro cuerpo y los
sentimientos y las relaciones con los demás funcionan de manera independiente,
como sistemas separados. Muchas personas no han encontrado su Elemento porque
no han entendido su carácter orgánico.
La tercera limitación está en
nuestra escasa comprensión del potencial que tenemos para crecer y cambiar.
Generalmente, la gente parece creer que la vida es lineal, que nuestras
capacidades menguan a medida que nos hacemos mayores y que las oportunidades
que desaprovechamos las perdimos para siempre. Muchas personas no han
encontrado su Elemento porque no comprenden su permanente potencial para
renovarse.
Nuestros coetáneos, nuestra
cultura y las expectativas que tenemos de nosotros mismos pueden agravar esta
visión limitada de nuestras capacidades. Sin embargo, uno de los factores más
importantes para todo el mundo es la educación.
No todos estamos cortados por el
mismo patrón.
A algunas de las personas más
geniales y creativas que conozco no les fue bien en el colegio. Muchas de ellas
no descubrieron lo que podían llegar a hacer —y quiénes eran en realidad— hasta
que dejaron el colegio y superaron la educación que habían recibido.
Nací en Liverpool, Inglaterra, y
en la década de los sesenta iba al Liverpool Collegiate. Al otro lado de la
ciudad se encontraba el Liverpool Institute. Uno de sus alumnos era Paul
McCartney.
Paul pasó la mayor parte del
tiempo que estuvo en el Liverpool Institute haciendo el tonto. En lugar de
estudiar cuando llegaba a casa, dedicaba la mayoría de las horas a escuchar
rock y aprender a tocar la guitarra. Resultó que aquella fue una elección muy
inteligente, especialmente cuando conoció a John Lennon en una fiesta del
colegio, en otra parte de la ciudad. A cada uno le impresionó el otro, y con el
tiempo decidieron formar un grupo musical, con George Harrison y, más tarde,
Ringo Starr, llamado los Beatles. Fue una gran idea.
Hacia mediados de los ochenta,
tanto el Liverpool Collegiate como el Liverpool Institute habían cerrado. Los
edificios seguían ahí, pero vacíos y abandonados. Desde entonces, ambos han
vuelto a cobrar vida de maneras muy diferentes. Los promotores inmobiliarios
conviertieron mi vieja escuela en apartamentos de lujo; un gran cambio, ya que
el Collegiate no tenía nada de lujoso cuando yo estudiaba ahí. El Liverpool
Institute se ha convertido en el Liverpool Institute for Performing Arts
(LIPA), uno de los principales centros de Europa para la formación profesional
en bellas artes. Su presidente de honor es sir Paul McCartney. Las viejas y
polvorientas aulas en las que pasó su adolescencia fantaseando acogen a
estudiantes de todas partes del mundo que hacen lo que él soñaba hacer, música,
así como a aquellos que están aprendiendo a salir a escena en campos muy
diferentes.
Yo desempeñé un pequeño papel al
comienzo de la creación del LIPA, y en su décimo aniversario la escuela me
concedió un galardón. Volví a Liverpool para recibir el premio de manos de sir
Paul en la ceremonia de graduación anual. Di una conferencia a los alumnos
diplomados sobre algunas de las ideas de este libro: la necesidad de descubrir
tus intereses y talentos, así como el hecho de que a menudo la educación no
solo no te ayuda a descubrirlas sinos que muchas veces tiene el efecto
contrario.
Sir Paul también habló ese día, y
respondió directamente a lo que yo acababa de decir. Explicó que él siempre
había amado la música, pero que en el colegio nunca disfrutó de las clases de
esta materia. Sus profesores creían que podían conseguir que los chavales
llegasen a apreciarla haciéndoles escuchar discos viejos y rayados de música
clásica. A sir Paul aquello le parecía tan aburrido como el resto de las
clases.
Me contó que durante toda su
educación nadie reparó en que tenía talento para la música. Incluso llegó a
solicitar su ingreso en el coro de la catedral de Liverpool y no lo aceptaron.
Le dijeron que no cantaba suficientemente bien. ¿De verdad? ¿Cómo era de bueno
ese coro? ¿Hasta qué punto puede ser bueno un coro? Irónicamente, el mismo coro
que rechazó al joven McCartney acabó llevando a escena dos de sus
composiciones, McCartney no es la única persona cuyas habilidades pasaron inadvertidas
en la escuela. Al parecer, a Elvis Presley no lo dejaron formar parte del coro
de su colegio. Dijeron que su voz estropearía el sonido. Al igual que el coro
de la catedral de Liverpool, el del colegio tenía un nivel que mantener. Todos
sabemos lo lejísimos que llegó el coro después de quitarse de encima a Elvis.
Hace unos años participé, junto a
John Cleese de los Monty Python, en una serie de encuentros sobre la
creatividad- Le pregunté a John por su educación. Al parecer, en el colegio era
bueno en todo menos en comedia, la materia que al final dio forma a su vida.
Dijo que en el trayecto desde la guardería hasta Cambridge ninguno de sus
profesores se dio cuenta de que tenía sentido del humor. Ahora son muchas las
personas que piensan lo contrario.
Si estos fuesen casos aislados,
no tendría mucho sentido mencionarlos. Pero no lo son. A muchas de las personas
que encontrarás en este libro, o no Ies fue demasiado bien en el colegio, o no
les gustaba estar allí. Por supuesto, son al menos tantas como a las que les va
bien en la escuela y les encanta lo que el sistema educativo les ofrece. Pero
demasiada gente se gradúa, o lo deja antes, insegura de sus verdaderas
aptitudes y de la dirección que debe tomar. Son demasiados los que tienen la
sensación de que las escuelas no valoran las cosas en que son buenos, y
demasiados los que creen que no son buenos en nada.
He pasado la mayor parte de mi
vida trabajando en y en torno a la educación, y no creo que esto sea culpa de
los profesores. Es evidente que algunos deberían estar haciendo otra cosa y lo
más lejos posible de las mentes jóvenes. Pero hay muchos profesores muy buenos,
y no pocos brillantes.
La mayoría de nosotros, si
volvemos la vista atrás, podemos decir que determinado profesor nos motivó y
cambió nuestra vida. Esos profesores eran excelentes y llegaron a nosotros, a
pesar de la cultura básica y los parámetros de la educación pública. Este tipo
de cultura plantea importantes problemas, y apenas veo mejoras. La realidad es
que en muchos sistemas educativos los problemas se están agudizando, Y esto es
así en casi todas partes.
Cuando mi familia y yo nos
trasladamos a Estados Unidos, nuestros dos hijos, James y Kate, ingresaron en
una escuela de secundaria en Los Ángeles. En ciertos aspectos, el sistema era
muy diferente del que conocíamos en el Reino Unido. Por ejemplo, los niños
tuvieron que estudiar algunas asignaturas que nunca habían estudiado, como la
historia de Estados Unidos. En Gran Bretaña no se suele enseñar la historia de
Estados Unidos. La suprimimos. Nuestra política es la de correr un tupido velo
sobre tan lamentable episodio. Llegamos a Estados Unidos cuatro días antes del
día de la Independencia, justo a tiempo de ver cómo celebraban la expulsión de
los británicos del país. Ahora que ya hace varios años que vivimos en este país
y sabemos qué esperar, solemos pasar el día de la Independencia en casa con las
persianas bajadas mirando viejas fotografías de la reina.
En otros sentidos, sin embargo,
el sistema educativo estadounidense es muy parecido al del Reino Unido y al de
la mayoría de los lugares del mundo. En particular destacan tres
características. La primera es la obsesión por ciertas habilidades. Sé que las
aptitudes académicas son muy importantes, pero los sistemas escolares valoran
mucho ciertos tipos de análisis y razonamiento críticos, en especial las
palabras y los números. Por muy importantes que sean estas aptitudes, la
inteligencia humana es mucho más que eso. Abordaré este asunto con detalle en
el siguiente capítulo.
La segunda característica es la
jerarquía de las materias. En lo más alto se encuentran las matemáticas, las
ciencias y las lenguas. En medio están las humanidades. En la parte inferior se
sitúa el arte. Dentro de las artes aparece otra jerarquía: normalmente la música
y las artes visuales tienen mayor estatus que el teatro y la danza. De hecho,
cada vez son más las escuelas que suprimen las artes de los planes de estudio.
Una escuela de secundaria enorme puede tener un solo profesor de artes
plásticas, y en la escuela de primaria los niños dedican muy poco tiempo a
pintar y dibujar.
La tercera característica es la
creciente dependencia de determinados tipos de evaluación. En todas partes se
somete a los niños a una presión enorme para que cumplan los niveles cada vez
más altos de una reducida serie de pruebas estandarizadas.
¿Por qué son así los sistemas
escolares? Las razones son culturales e históricas. De nuevo, abordaremos este
tema con más detalle en un capítulo posterior, donde explicaré lo que me parece
que tenemos que hacer para transformar la educación. La cuestión es que la
mayoría de los sistemas educativos de masas se crearon hace relativamente poco,
en los siglos XVIII y xix, y se diseñaron para responder a los intereses
económicos de aquellos tiempos, marcados por la Revolución Industrial en Europa
y en Norteamérica. Las competencias en matemáticas, ciencias y lenguas eran
imprescindibles en las economías industriales. La cultura académica en la
universidad, propensa a dejar a un lado cualquier tipo de actividad que
implique el alma, el cuerpo, los sentidos y buena parte del cerebro, también ha
ejercido gran influencia en la educación.
La consecuencia es que en todas
partes los sistemas escolares nos inculcan una visión muy reduccionista de lo
que es la inteligencia y la capacidad personal, y sobrevaloran determinadas
clases de talentos y habilidades. Al hacerlo, descuidan otras igual de
importantes y desdeñan su importancia para mejorar nuestras vidas, en el plano
individual y en el colectivo.
Esta aproximación a la educación,
estratificada e igual para todos, margina a aquellas personas que no están
preparadas por naturaleza para aprender en ese marco.
Muy pocas escuelas del mundo, y
aún menos sistemas escolares, enseñan danza a diario, como sí hacen con las
matemáticas, como materia de su plan de estudios. Sin embargo, sabemos que
muchos estudiantes solo se sienten interesados cuando utilizan su cuerpo. Así,
Gillian Lynne me contó que una vez que descubrió el baile le fue mucho mejor en
todas las asignaturas. Era una de esas personas que tenían que «moverse para
pensar». Desgraciadamente, la mayoría de los niños no tienen a nadie que
desempeñe el papel que el psicólogo tuvo en la vida de Gillian, y más aún en la
actualidad. Cuando un niño es demasiado nervioso e inquieto, le recetan algo y
le piden que se tranquilice.
Además, los sistemas actuales
fijan límites estrictos sobre cómo han de enseñar los profesores y cómo tienen
que aprender los alumnos. La habilidad pedagógica es muy importante, pero
también lo es aceptar otros modos de pensar. A las personas que piensan
visualmente tal vez les encante determinado tema o asignatura, pero no se darán
cuenta de ello si sus profesores solo se los presentan de forma no visual. Sin
embargo, nuestros sistemas educativos animan cada vez más a que los profesores
enseñen a los estudiantes con un estilo uniforme. Para apreciar las
implicaciones de las historias epifánicas contadas aquí, es más, para que
busquemos las nuestras, necesitamos reconsiderar radicalmente nuestro enfoque
de la inteligencia.
Este planteamiento de la
educación coarta asimismo una de las habilidades que necesitan más los jóvenes
para abrirse paso en el cada vez más exigente mundo del siglo xxi: el
pensamiento creativo. Nuestros sistemas educativos valoran mucho conocer la
respuesta a una pregunta. Con programas como No Dejar Atrás a Ningún Niño (un
programa estadounidense que busca incrementar el rendimiento de las escuelas
públicas del país haciendo que alcancen determinados niveles de excelencia) y su
insistencia en que ios niños de todas partes de Estados Unidos estén cortados
por el mismo patrón, estamos dando más importancia que nunca a la conformidad y
a encontrar las respuestas «correctas».
Todos los niños empiezan el
colegio con una imaginación brillante, una mente fértil y buena disposición a
correr el riesgo de expresar lo que piensan. Cuando mi hijo tenía cuatro años,
el centro de preescolar en el que estudiaba puso en escena una representación
de la historia de la Natividad. Durante la función, hubo un momento maravilloso
en el que tres pequeños salieron al escenario disfrazados de los Reyes Magos
con sus regalos de oro, incienso y mirra. Creo que al segundo niño le faltó un
poco de sangre fría y se salió del guion. El tercer niño tuvo que improvisar
una frase que no había aprendido, o a la que no había prestado demasiada
atención durante los ensayos, dado que solo tenía cuatro años. El primer niño
dijo: «Te traigo oro». El segundo dijo: «Te traigo mirra».
El tercer niño dijo: «Frank envió
esto».
¿Quién creéis que era Frank?. ¿El
decimotercer apóstol? ¿El libro perdido de Frank?
Lo que me encantó de la situación
fue lo que ilustraba: que a los críos no les preocupa demasiado si se equivocan
o no. Si no están demasiado seguros sobre qué hacer en una situación
determinada, simplemente inventan algo a ver qué pasa. Con esto no pretendo
decir que equivocarse sea lo mismo que ser creativo. A veces, equivocarse
significa simplemente equivocarse. Pero si no estás preparado para equivocarte,
nunca se te ocurrirá nada original.
Hay un defecto de base en la
forma en que los políticos estadounidenses han interpretado la idea de «volver
a los orígenes» para mejorar la calidad de los estándares educativos.
Consideran que volver a los principios básicos es un modo de reforzar los
criterios educativos de la época de la Revolución Industrial: la jerarquía de
las materias. Parecen creer que, si alimentan a nuestros hijos con un menú
único en todo el Estado de lectura, escritura y aritmética, seremos más
competitivos frente al resto del mundo y estaremos más preparados con vistas al
futuro.
Lo desastrosamente erróneo de
este planteamiento es que infravalora gravemente la capacidad humana. Damos una
importancia enorme a los exámenes estandarizados, recortamos la financiación de
aquellos programas que consideramos «secundarios», y luego nos preguntamos por
qué nuestros hijos parecen poco imaginativos y faltos de inspiración. De este
modo, nuestro actual sistema educativo agota sistemáticamente la creatividad de
los niños.
La mayoría de los estudiantes
nunca llegan a explorar todas sus capacidades e intereses. Aquellos cuya mente
funciona de forma diferente —y son muchos, puede que incluso la mayoría— pueden
sentirse totalmente ajenos a la cultura educacional. Por eso a muchas de las
personas que han triunfado en la vida no les fue bien en el colegio. Se supone
que la educación es el sistema que debe desarrollar nuestras habilidades
naturales y capacitarnos para que nos abramos paso en la vida. En lugar de eso,
está refrenando las habilidades y los talentos naturales de demasiados
estudiantes y minando su motivación para aprender. Hay algo muy irónico en todo
esto.
La razón por la que muchos
sistemas escolares han tomado esta dirección es que al parecer los políticos
creen que es fundamental para el crecimiento económico y la competitividad, así
como para que los estudiantes consigan un empleo. Pero el hecho es que en el
siglo xxi los empleos y la competitividad dependen totalmente de esas
cualidades que los sistemas escolares se están viendo obligados a reducir y que
este libro preconiza. Todas las empresas afirman que necesitan personas
creativas y capaces de pensar por sí mismas, pero esta afirmación no se refiere
solo al mundo empresarial. Significa que buscan gente cuya vida tenga un
objetivo y un significado dentro y fuera del trabajo.
La idea de volver a los orígenes
no está mal en sí misma. Yo también creo que es necesario que nuestros niños
vuelvan a los orígenes. Sin embargo, si de verdad vamos a hacerlo, debemos recorrer
todo el camino de vuelta. Tenemos que reconsiderar la naturaleza básica de la
habilidad humana y los objetivos fundamentales de la educación actual.
Hubo un tiempo en el que reinaba
la máquina de vapor. Era potente, eficaz y mucho más eficiente que el sistema
de propulsión que se utilizaba hasta entonces. Pero con el tiempo dejó de
responder a las nuevas necesidades de la gente y el motor de combustión interna
se ofreció como nuevo paradigma. En muchos sentidos, nuestro actual sistema
educativo es como la máquina de vapor, y resulta que se está quedando sin vapor
bastante pronto.
Pero los problemas que desvela el
envejecimiento del sistema educativo no terminan cuando dejamos el colegio,
sino que se reproducen en las instituciones públicas y en las empresas, y el
ciclo se repite una y otra vez. Como sabe cualquier persona del mundo
empresarial, es muy fácil que te «encasillen» pronto en tu profesión. Cuando
esto pasa, es extremadamente difícil sacar el mejor partido de tus otros y
quizá más auténticos talentos. Si el mundo empresarial ve en ti un financiero,
te será difícil encontrar un empleo en la parte creativa del negocio. Esto
puede arreglarse si tanto nosotros como las instituciones en que nos
desenvolvemos pensamos y actuamos de manera diferente. De hecho, es fundamental
que lo hagamos.
El ritmo del cambio
Los niños que comiencen este año
el colegio se jubilarán en 2070. Nadie tiene ni idea de cómo será el mundo
dentro de diez años, y mucho menos en 2070. Hay dos impulsores principales del
cambio: la tecnología y la demografía.
La tecnología, en especial la
tecnología digital, está progresando a tal ritmo que la mayoría de las personas
no alcanzan a comprenderla. Asimismo, está contribuyendo a abrir lo que algunos
expertos consideran la mayor brecha generacional desde el rock and roll. Los
que tenemos más de treinta años nacimos antes de que comenzara realmente la
revolución digital. Hemos aprendido a utilizar la tecnología digital —
ordenadores portátiles, cámaras, ayudas personales digitales, internet— siendo
adultos, y ha sido algo así como aprender una lengua extranjera. La mayoría nos
desenvolvemos bien, y algunos incluso son expertos. Escribimos e-mails y
utilizamos el PowerPoint, navegamos por internet y sentimos que estamos a la
vanguardia. Pero comparados con la mayoría de las personas de menos de treinta
años, y desde luego con los que tienen menos de veinte, somos meros
aficionados. Las personas de esa edad nacieron después de que comenzara la
revolución digital-Aprendieron a hablar en digital como lengua materna.
Cuando mi hijo James hacía los
deberes del colegio, solía tener cinco o seis ventanas abiertas en el
ordenador, el Instant Messenger parpadeaba continuamente, su teléfono móvil
sonaba a cada momento, y él descargaba música y miraba la televisión por encima
del hombro. No sé si hacía los deberes, pero, hasta donde yo alcanzaba a ver,
estaba dirigiendo un imperio, así que no me preocupaba demasiado,
Pero los niños más pequeños están
creciendo rodeados de una tecnología aún más avanzada y ya están superando a
los adolescentes de su generación. Y esta revolución no ha terminado. De hecho,
apenas acaba de empezar.
Algunas personas apuntan que en
un futuro muy cercano la capacidad de los ordenadores portátiles será igual a
la del cerebro humano.
¿Cómo te sentirás cuando des una
instrucción a tu ordenador y este te pregunte si sabes lo que estás haciendo?
Tal vez dentro de poco veamos la unión entre los sistemas de información y el
conocimiento humano. Piensa en el impacto que las tecnologías digitales,
relativamente simples, han tenido, en los últimos veinte años, en el trabajo
que hacemos y en cómo lo hacemos —y en su impacto en las economías nacionales—,
y ahora imagina los cambios que están por venir. No te preocupes si no puedes
predecirlos: nadie puede.
Añade a esto el impacto del
crecimiento demográfico. La población mundial se ha multiplicado por dos en los
últimos treinta años, de tres a seis mil millones de personas. Puede que hacia
mediados de siglo se llegue a los nueve mil millones. Estas personas utilizarán
tecnologías que todavía tienen que inventarse, de maneras que no podemos llegar
a imaginar y en trabajos que aún no existen.
Estas fuerzas impulsoras
culturales y tecnológicas están produciendo una revolución en las economías mundiales
y acrecentando la diversidad y complejidad en nuestra vida diaria, en especial
la de los jóvenes. El hecho es que estamos viviendo una época de cambio global
sin precedentes. Podemos identificar las tendencias con vistas al futuro, pero
hacer predicciones exactas es prácticamente imposible.
Para mí, uno de los libros
formativos de los años setenta fue El shock del futuro1 de Alvin To ffler. En
este libro, Toffler analiza los impactos de los cambios sociales y
tecnológicos. Uno de los inesperados placeres y privilegios de vivir en Los
Angeles es que mi mujer y yo hayamos podido hacernos amigos de Alvin y su
mujer, Heidi. Durante una cena con ellos, les preguntamos si compartían nuestra
opinión de que no hay precedentes históricos para los rápidos cambios que se
están produciendo en el mundo. Ambos se mostraron de acuerdo en que ningún otro
período en la historia de la humanidad podía compararse en grado, velocidad y
complejidad global con los cambios y desafíos a los que nos enfrentamos.
¿Quién podría haber sospechado, a
finales de los años noventa, cuál sería el clima político del mundo diez años
más tarde, el impacto primordial que tendría internet, hasta qué punto se
globalizaría el comercio, las diversas y espectaculares formas que utilizarían
nuestros hijos para comunicarse? Puede que alguno de nosotros hubiese llegado a
predecir una o incluso dos de estas cosas. Pero ¿todas? Muy pocos tienen esa
capacidad. Sin embargo, estos cambios han modificado nuestra manera de
comportarnos.
Y los cambios se están
acelerando.
Y no podemos decir cuánto.
Lo que sabemos es que ciertas
tendencias indican que el mundo cambiará de un modo atrayente y perturbador.
China, Rusia, India, Brasil y algunos otros países tendrán un papel
predominante en la economía mundial. Sabemos que la población continuará
creciendo en progresión acelerada. Sabemos que la tecnología abrirá nuevos
horizontes, y que ese desarrollo se manifestará en nuestras casas y en nuestras
oficinas a una velocidad sorprendente.
Esta combinación de las cosas que
sabemos — que cada vez hay más países y más gente que participa en el juego, y
que la tecnología está cambiándolo mientras hablamos— nos lleva a una
conclusión ineludible: no podemos saber cómo será el futuro.
El único modo de prepararse para
él es sacar el máximo provecho de nosotros mismos, en la convicción de que al
hacerlo seremos todo lo flexibles y productivos que podamos llegar a ser.
Muchas de las personas con las que te encontrarás en este libro no siguieron
sus inclinaciones solo por la promesa de tener una nómina. Se dedicaron a ellas
porque no podían imaginarse haciendo otra cosa. Encontraron aquello para lo que
estaban hechos e invirtieron un tiempo y un esfuerzo considerables para dominar
los cambios en estas profesiones. Si mañana el mundo se volviera del revés,
descubrirían la forma de utilizar sus habilidades para acomodarse a estos
cambios. Encontrarían el modo de seguir haciendo aquellas cosas que les llevan
a estar en su Elemento porque tienen una comprensión orgánica de cómo adaptar
sus aptitudes a un nuevo entorno.
Muchas personas dejan a un lado
su vocación y se dedican a cosas que no les interesan en aras de la seguridad
económica. Sin embargo, el hecho es que el trabajo que aceptaste debido a que
«paga las facturas» podría trasladar su sede a otro país en la próxima década.
Si no has aprendido a pensar de forma creativa y a explorar tu verdadera
capacidad, ¿qué harás entonces?
Mejor dicho, ¿qué harán nuestros
hijos si continuamos preparándolos para la vida siguiendo los modelos antiguos
de educación? Es muy probable que nuestros hijos tengan múltiples profesiones
—no solo múltiples trabajos — a lo largo de su vida laboral. Está claro que
muchos de ellos tendrán empleos que todavía no podemos llegar a imaginar. Así
pues, ¿no es obligación nuestra animarlos a explorar tantos caminos como les
sea posible para que descubran sus verdaderas capacidades e inclinaciones?
Ya que lo único que sabemos del
futuro es que será diferente, sería inteligente por nuestra parte que
hiciéramos eso mismo. Si vamos a afrontar esos desafíos, debemos pensar de
manera muy distinta acerca de los recursos humanos y sobre cómo desarrollarlos.
Necesitamos abrazar el Elemento.
¿Qué es el Elemento?
El Elemento es el punto de
encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales.
Descubrirás que las personas que has conocido en este capítulo y la mayoría de
las personas de las páginas siguientes tienen en común que hacen lo que les
gusta y al hacerlo se sienten realmente ellos mismos: les parece que el tiempo
transcurre de manera diferente y se sienten más vivos, más centrados y llenos
de vida que en cualquier otro momento.
El hecho de estar en su Elemento
los lleva más allá de las experiencias comunes de disfrute y felicidad. No
estamos hablando simplemente de la risa, de los buenos momentos, de puestas de
sol y fiestas. Cuando las personas están en su Elemento establecen contacto con
algo fundamental para su sentido de la identidad, sus objetivos y su bienestar.
Experimentan una revelación, perciben quiénes son realmente y qué deben hacer
con su vida. Esta es la razón por la que muchas de las personas de este libro
describen el encuentro de su Elemento como una epifanía.
¿Cómo encontraremos el Elemento
dentro de nosotros mismos y en los demás? No existe una fórmula rígida. El
Elemento es distinto en cada persona. Esa es la cuestión. Y no estamos
limitados a un solo Elemento. Algunas personas sienten la misma inclinación por
una o más actividades y todas se les dan igual de bien. Otras tienen una sola
vocación y una habilidad que les satisface mucho más que cualquier otra cosa.
En esto no hay normas. Pero hay, por así decirlo, aspectos del Elemento que
proporcionan un marco para reflexionar y saber qué buscar y qué hacer.
El Elemento tiene dos características
principales, y hay dos condiciones para estar en él. Las características son:
capacidad y vocación. Las condiciones son: actitud y oportunidad. La secuencia
es más o menos así: lo entiendo; me encanta; lo quiero; ¿dónde está?
Lo entiendo
Capacidad es la facilidad natural
para hacer una cosa; es una percepción intuitiva o una comprensión de qué es
algo, cómo funciona y cómo utilizarlo. Gillian Lynne tenía una gracia natural
para el baile; Matt Groening, para contar historias, y Paul Samuelson, para la
economía y las matemáticas. Nuestras capacidades son muy personales. Pueden
servir para actividades generales, como las matemáticas, la música, el deporte,
la poesía o la teoría política. También pueden ser muy específicas: no la
música en general, sino el jazz o el rap. No los instrumentos de viento en
general, sino la flauta. No la ciencia, sino la bioquímica. No el atletismo,
sino el salto de longitud.
A lo largo de este libro
encontrarás a personas con una profunda comprensión natural sobre todo tipo de
cosas. No son buenas en todo, sino en algo en particular. Paul Samuelson es por
naturaleza bueno en matemáticas. Otros no lo son.
Resulta que yo soy de los
últimos. En el colegio nunca fui demasiado bueno en matemáticas, y estuve
encantado de dejarlas atrás al terminar la escuela. Cuando tuve a mis hijos,
las matemáticas se alzaron de nuevo como ese monstruo de las películas que
pensabas que había muerto. Uno de los peligros de ser padre es que tienes que
ayudar a tus hijos a hacer los deberes. Puedes engañarlos durante un tiempo,
pero en lo más profundo de tu alma sabes que el momento de la verdad está
cerca.
Mi hija Kate creía que yo lo
sabía todo hasta que tuvo doce años. Y a mí me encantaba fomentar que lo
creyera. Cuando era pequeña, me pedía ayuda si se quedaba atascada con un
problema de inglés o de matemáticas. Yo, con una sonrisa confiada, levantaba la
vista de lo que estuviese haciendo, le rodeaba los hombros con un brazo y decía
algo así como: «Bien, veamos qué tenemos aquí»; fingía compartir su dificultad
para que ella no se sintiera mal por el hecho de no haberlo entendido. Entonces
ella me miraba con adoración mientras yo pasaba rápidamente y sin esfuerzo,
como un dios de las matemáticas, por la tabla de multiplicar del cuatro y por
una simple resta.
Un día, cuando Kate tenía catorce
años, llegó a casa con una hoja llena de ecuaciones de segundo grado y sentí el
conocido sudor frío. Al llegar a este punto, recurrí el método de «aprender
descubriendo». Dije: «Kate, no tiene ningún sentido que te diga la solución. No
es así como se aprende. Tienes que resolverlas tú sola. Estaré fuera tomando un
gin-tonic. Y, por cierto, tampoco tiene ningún sentido que me muestres las
soluciones cuando hayas terminado. Para eso están los profesores».
A la semana siguiente me trajo a
casa una tira cómica que había encontrado en una revista. Me dijo: «Esto es
para ti». La tira mostraba a un padre ayudando a hacer los deberes a su hija.
En la primera viñeta, el hombre se inclinaba sobre el hombro de la niña y decía:
«¿Qué tienes que hacer?». La chica contestaba: «Tengo que buscar el mínimo
común denominador». El padre preguntaba: «¿Todavía lo están buscando? Ya
estaban haciéndolo cuando yo iba al colegio». Sé cómo se sentía.
Sin embargo, para algunas
personas las matemáticas son tan bellas y atractivas como la poesía y la música
lo son para otras. Encontrar y desarrollar nuestras fuerzas creativas es parte
fundamental para llegar a ser quienes realmente somos. No sabremos lo que
podemos llegar a ser hasta que no sepamos lo que somos capaces de hacer.
Me encanta
Estar en tu Elemento no es solo
una cuestión de capacidad natural. Conozco a muchas personas que por naturaleza
son muy buenas en algo pero que no sienten que ese algo sea la vocación de su
vida. Para estar en tu Elemento necesitas algo más: apasionarte. Las personas
que están en su Elemento encuentran gran deleite y placer en lo que hacen.
Mi hermano Ian es músico. Toca la
batería, el piano y el bajo. Años atrás formaba parte de un grupo de música de
Liverpool en el que tocaba un teclista de gran talento llamado Charles. Después
de uno de los conciertos le dije a Charles que me parecía que esa noche había
tocado especialmente bien. Luego le dije que me encantaría ser capaz de tocar
los teclados así. «No, no es cierto», me respondió. Sorprendido, insistí en que
de verdad me encantaría. «No — dijo—, lo que quieres decir es que te gusta la
idea de tocar los teclados. Si te encantase, lo estarías haciendo.» Me explicó
que para tocar tan bien como lo había hecho, practicaba unas tres o cuatro
horas diarias, aparte de las actuaciones. Lo hacía desde que tenía siete años.
De repente, tocar los teclados
tan bien como lo hacía Charles ya no me pareció tan atractivo. Le pregunté cómo
conseguía mantener ese nivel de disciplina. Me dijo: «Porque me encanta». No
podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa.
Lo quiero
Actitud es la perspectiva
personal que tenemos de nosotros mismos y de nuestras circunstancias: el ángulo
desde el que miramos las cosas, nuestra disposición; es un punto de vista
emocional. Muchas cosas afectan a nuestras actitudes, entre ellas nuestro
carácter, nuestro espíritu, nuestra autoestima, las percepciones de los que nos
rodean y las expectativas que tienen puestas en nosotros. Un indicativo
interesante de nuestra actitud básica es el papel que consideramos que
desempeña la suerte en nuestra vida.
A menudo las personas que aman lo
que hacen se describen a sí mismas como afortunadas. Las personas que creen que
no han logrado el éxito en su vida a menudo dicen que han tenido mala suerte.
Los accidentes y lo aleatorio tienen su parte en la vida de todo el mundo. Pero
tener suerte o no depende de algo más que la mera casualidad. Con frecuencia,
las personas que han triunfado comparten actitudes parecidas, como la
perseverancia, la confianza en sí mismos, el optimismo, la ambición y el sentimiento
de frustración. La forma de percibir nuestras circunstancias, así como la de
crear y aceptar las oportunidades depende en gran medida de lo que esperamos de
nosotros mismos.
¿Dónde está?
Si no se dan las oportunidades
adecuadas es posible que nunca llegues a saber cuáles son tus aptitudes o hasta
dónde podrían llevarte. No hay muchos jinetes de potros salvajes en la
Antártida, ni muchos buscadores de perlas en el Sahara. Las aptitudes no llegan
a hacerse patentes a menos que tengamos la oportunidad de utilizarlas. La
consecuencia, desde luego, es que puede que nunca descubramos nuestro verdadero
Elemento. Depende mucho de las oportunidades que tenemos, de las que creamos, de
si las aprovechamos y de cómo lo hacemos.
A menudo, estar en tu Elemento
significa relacionarte con otras personas que compartan las mismas aficiones y
tengan el sentido común de comprometerse. En la práctica, esto significa tratar
de encontrar oportunidades que te permitan explorar tu aptitud en campos
diferentes.
No es extraño que necesitemos que
otras personas nos ayuden a reconocer nuestros verdaderos talentos. Con
frecuencia ayudamos a los demás a descubrir los suyos.
En este libro exploraremos con detalle
los principales componentes del Elemento. Analizaremos las particularidades de
personas que han encontrado su parte del Elemento, nos fijaremos en las
circunstancias y en las condiciones que llevan a las personas a acercarse a él,
e identificaremos los obstáculos que hacen que sea más difícil hallarlo.
Conoceremos a personas que han encontrado su propio camino, otras que están
preparando el terreno, organizaciones que enseñan el camino e instituciones que
van en la dirección equivocada.
Mi aspiración con este libro es
deslindar conceptos que tal vez hayas intuido e inspirarte para que encuentres
el Elemento y para que ayudes a otras personas a encontrarlo. Lo que espero que
encuentres aquí es una nueva forma de considerar tu potencial y el de aquellos
que te rodean.
Mick Fleetwood es uno de los
baterías de rock más famosos y consumados del mundo. Su grupo, Fleetwood Mac,
ha vendido decenas de millones de discos y los críticos de rock consideran que
sus álbumes Fleetwood Mac y Rumours son obras maestras. A pesar de eso, cuando
Mick Fleetwood estaba en el colegio, todo indicaba que no era demasiado
inteligente, al menos según los criterios que nosotros convencionalmente
aceptamos.
Pensar de forma diferente
—Yo era un desastre en lo que se
refiere a los trabajos de clase, y nadie sabía por qué —me contó—. En el
colegio tenía problemas de aprendizaje, y todavía los tengo. Era totalmente
incapaz de entender las matemáticas. Incapaz. Ahora mismo pasaría grandes
apuros si tuviese que recitar el abecedario hacia atrás. Tendría suerte si
lograse hacerlo rápidamente hacia delante sin equivocarme. Si alguien me
preguntase: «¿Qué letra va antes de esta?», me darían sudores.
Estuvo en un internado en
Inglaterra y la experiencia le resultó profundamente frustrante. «Tenía grandes
amigos, pero no era feliz. Me sentía excluido. Sufría. No sabía qué quería
llegar a ser porque era un completo fracaso en cualquier cosa estrictamente
teórica, y no tenía ningún otro punto de referencia.»
Afortunadamente para Mick (y para
cualquiera que más tarde comprara sus álbumes o fuese a sus conciertos),
provenía de una familia capaz de ver más allá de los límites de lo que
enseñaban y evaluaban en las escuelas. Su padre era piloto de combate de la
Royal Air Force (RAF) británica, pero cuando dejó el servicio decidió dedicarse
a su verdadera pasión, la escritura. Para cumplir su sueño, se instaló con su
familia en una barcaza en el río Támesis, en Kent, donde vivieron tres años. La
hermana de Mick, Sally, se trasladó a Londres para hacerse escultora, y su
hermana Susan hizo carrera en el teatro. Dentro de la familia Fleetwood todos
entendían que el esplendor del éxito podía llegar de formas diferentes y que no
ser muy bueno en matemáticas, o incapaz de recitar el abecedario hacia atrás,
difícilmente condenaba a nadie a llevar una vida insignificante.
Y Mick podía tocar la batería.
«Probablemente tocar el piano sea un indicio mucho más impresionante de que ahí
pueda haber creatividad —me dijo—. Yo lo único que quería era darle palizas a
la batería o a los cojines de las sillas. Eso no parece demasiado creativo. Es
casi como “Bueno, cualquiera puede hacer eso. No hace falta ser muy listo”.
Pero comencé a tocar la batería y aquello me cambió la vida.»
El momento epifánico de Mick —el
punto en el que «tocar la batería» se convirtió en la ambición que conformaría
su vida— llegó cuando siendo un chaval visitó a su hermana en Londres y fue a
«un sitio pequeño en Chelsea en el que actuaba un pianista. Había gente tocando
lo que, ahora lo sé, era música de Miles Davis y fumando Gitanes. Los observé y
comencé a ver el principio de ese otro mundo; la atmósfera me absorbió. Me
sentí cómodo y libre. Ese era mi sueño. De vuelta al colegio, me aferré a esas
imágenes para salir de aquel mundo. Ni siquiera sabía si podría tocar con otra
gente, pero aquella visión me permitía escapar de la pesadilla de la puñetera
vida escolar. Yo le ponía mucho empeño en mi interior, pero a la vez era
increíblemente infeliz porque todo en el colegio me indicaba que era un inútil según
la norma».
El rendimiento de Mick en el
colegio confundía a sus profesores. Sabían que era brillante, pero sus notas
indicaban lo contrario. Y si las notas decían lo contrario, poco podían hacer.
La experiencia resultó muy frustrante para el chico que soñaba con tocar la
batería. Finalmente, al llegar a la adolescencia decidió que ya había tenido
suficiente. «Un día salí del colegio y me senté en el suelo debajo de un árbol
enorme. No soy una persona religiosa, pero con lágrimas en los ojos le dije a Dios
que no quería seguir más tiempo en ese lugar. Quería vivir en Londres y tocar
en un club de jazz. Era algo completamente ingenuo y ridículo, pero me hice a
mí mismo la firme promesa de ser batería.»
Los padres de Mick entendieron
que la escuela no era el lugar adecuado para alguien con el tipo de
inteligencia de Mick. A los dieciséis años les dijo que quería dejar el colegio
y ellos, en lugar de insistir en que siguiera adelante hasta su graduación, le
metieron en un tren rumbo a Londres con una batería y le dejaron que
persiguiera sus sueños.
Lo que vino después fue una serie
de «oportunidades» que tal vez nunca habrían llegado si Mick se hubiese quedado
en el colegio. Un día, mientras practicaba con la batería en el garaje, el
vecino de Mick, un teclista llamado Peter Bardens, llamó a su puerta. Mick
pensó que Bardens iba a pedirle que dejara de armar tanto ruido, pero en lugar
de eso le invitó a tocar con él en un concierto que iba a dar en un club
juvenil local. Esto llevó a Mick al corazón de la escena musical londinense a
principios de los años sesenta. «De niño nunca me sentía realizado, pero
entonces empecé a recibir señales de que estaba bien ser quien era y hacer lo
que estaba haciendo.»
Su amigo Peter Green le propuso
como batería sustituto de los Bluesbreakers de John Mayall, un grupo del que en
diferentes momentos formaron parte Eric Clapton; Jack Bruce, de Cream, y Mick
Taylor, de los Rolling Stones. Más tarde, junto con Green y otro ex alumno de
los Bluesbrakers, John McVie, formó Fleetwood Mac. El resto es la historia de
álbumes multiplatinos y de estadios con las entradas agotadas. Pero incluso
siendo uno de los baterías más famosos del mundo, el análisis que Mick hace de
su talento natural sigue llevando la marca de sus experiencias en el colegio:
«Mi estilo carece de estructura matemática. Me quedaría completamente
paralizado si alguien me preguntase: “¿Sabes lo que es un compás cuatro octavos?”.
Los músicos con los que trabajo saben que en realidad soy como un niño. Si me
dicen: “Ya sabes, en el estribillo, en el segundo compás. Yo respondo: “No lo
sé”, porque no veo la diferencia entre un estribillo y una estrofa. Los
reconoceré si tocas la canción, porque entonces podré escuchar la letra».
Para Mick Fleetwood, alejarse del
colegio y de los exámenes, que solo juzgaban una variedad muy limitada de tipos
de inteligencia, fue el camino hacia el éxito. «Mis padres vieron que sin duda
la luz que iluminaba a esta pequeña y divertida criatura no eran los estudios.»
Esto sucedió porque entendió de forma innata que tenía grandes aptitudes para
algo que la nota de un examen nunca habría reflejado. Ocurrió porque eligió no
aceptar que era «inútil según la norma».
Darlo todo por hecho
Uno de los principios clave del
Elemento es que tenemos que cuestionar aquello que damos por sentado acerca de
nuestras habilidades y de las habilidades de otra gente. No es tan fácil como
parece. Parte del problema a la hora de identificar las cosas que damos por
sentado es que no sabemos cuáles son, precisamente porque las damos por hecho.
Se convierten en suposiciones que no cuestionamos, en parte del tejido de
nuestro razonamiento. No las cuestionamos porque las vemos como fundamentales,
como parte integral de nuestra vida. Como el aire. Como la gravedad. Como la
televisiva Oprah Winfrey.
Un buen ejemplo de algo que mucha
gente da por sentado sin darse cuenta es el número de sentidos que tenemos. A
veces, cuando hablo en público, propongo a la audiencia un sencillo ejercicio
para ilustrar este punto. Les pregunto cuántos sentidos creen que tienen. La
mayoría de la gente contestará que cinco: gusto, tacto, olfato, vista y oído.
Algunos dirán que hay un sexto sentido: la intuición. Es raro que alguien
proponga alguno más.
Sin embargo, hay una gran
diferencia entre los primeros cinco sentidos y el último. Los primeros están
relacionados con un determinado órgano: la nariz con el olfato, los ojos con la
vista, las orejas con el oído, etc. Si uno de esos órganos sufre algún tipo de
lesión, ese sentido quedará deteriorado. No está claro qué hace la intuición.
Es un tipo de sentido alucinante que al parecer está más presente en las
mujeres. Así, la mayoría de la gente con la que he hablado a lo largo de los
años presupone que tenemos cinco sentidos «fuertes» y uno «alucinante».
La antropóloga Kathryn Linn
Geurts explica en un libro fascinante, titulado Culture and the Senses, su
trabajo con el pueblo Anlo-Ewe del sudeste de Ghana. Debo decir que siento
cierta debilidad por los grupos étnicos marginados de la actualidad. Parece como
si los antropólogos siempre estuviesen acechándolos, como si su unidad familiar
media comprendiera tres hijos y un antropólogo que se sienta con ellos y les
pregunta qué están desayunando. Aun así, el estudio de Geurts fue revelador.
Una de las cosas que aprendió
sobre los Anlo-Ewe es que no piensan acerca de los sentidos como lo hacemos
nosotros. En primer lugar, nunca se les había ocurrido contarlos. El concepto
en sí mismo les parecía irrelevante. Además, cuando Geurts enumeró los cinco
sentidos que nosotros damos por seguros, ellos le preguntaron acerca del otro.
El principal. No se referían a un sentido «alucinante». Ni a un sentido
secundario que hubiera sobrevivido entre los Anlo- Ewe pero que nosotros
hubiésemos perdido. Se referían a un sentido que todos tenemos y que es
fundamental para desenvolvernos en el mundo: el sentido del equilibrio.
Los fluidos y los huesos de
nuestro oído interno median en el sentido del equilibrio. Basta que pienses en
el impacto que tu vida sufriría si tu sentido del equilibrio se dañara —debido
a una enfermedad o al alcohol— para que te hagas una idea de lo importante que
es en nuestra existencia diaria. A pesar de todo, casi nadie lo incluye en la
lista de los sentidos. No es que la mayoría carezca del sentido del equilibrio,
sino que se ha acostumbrado tanto a la idea de que tenemos cinco sentidos (y
puede que uno alucinante) que ha dejado de pensar en ello. Se ha convertido en
una cuestión de sentido común. Simplemente se da por sentado.
Uno de los enemigos de la creatividad
y la innovación, en particular en relación con nuestro propio crecimiento, es
el sentido común. El dramaturgo Bertolt Brecht dijo que cuando algo nos parece
lo más evidente del mundo no hacemos ningún esfuerzo por entenderlo.
Si no supusiste de inmediato que
el otro sentido era el del equilibrio, no te lleves un mal rato. El hecho es
que la mayoría de la gente con la que hablo tampoco lo adivina. Aun así, este
sentido es, como mínimo, tan importante como los cinco que damos por sabidos. Y
no es el único que olvidamos tomar en consideración.
Los psicólogos están en buena
parte de acuerdo en que además de los cinco sentidos que todos conocemos hay
cuatro más. El primero es nuestro sentido de la temperatura (termocepción). Se
trata de un sentido diferente al del tacto. No necesitamos tocar algo para
sentir frío o calor. Este sentido es fundamental, pues los seres humanos solo
podemos sobrevivir dentro de una banda de temperatura relativamente estrecha.
Esta es una de las razones por la que llevamos ropa. Una de ellas.
Otro es el sentido del dolor
(nocicepción). En general, hoy día los científicos están de acuerdo en que se
trata de un sistema sensorial diferente al del tacto o al de la temperatura.
También parece haber sistemas separados que registran si el dolor se origina en
el interior o en el exterior de nuestro cuerpo. El siguiente es el sentido
vestibular (equilibriocepción), que incluye núestro sentido del equilibrio y la
aceleración. Y por último está el sentido kinestésico (propriocepción), que nos
proporciona información acerca de dónde están nuestras extremidades y el resto
de nuestro cuerpo en el espacio y en relación con los demás. Este sentido es
fundamental para levantarnos, caminar y regresar de nuevo al punto inical. El
sentido de la intuición no parece dar la talla para la mayoría de los
psicólogos. Volveré a ello más tarde.
Todos ellos contribuyen a la
sensación que tenemos de formar parte del mundo y a nuestra habilidad para
desenvolvernos en él. Incluso en determinadas personas hay ciertas variaciones
anómalas: algunas experimentan un fenómeno conocido como sinestesia, en el que
sus sentidos parecen entremezclarse o superponerse; puede que vean sonidos y
escuchen colores. Se trata de anomalías que parecen poner en cuestión aún más
la concepción ordinaria que tenemos de los cinco sentidos. Pero ilustran lo
profundamente que nuestros sentidos, por muchos que tengamos y sin importar
cómo funcionan, afectan a nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos.
No obstante, muchos de nosotros no los conocemos o nunca hemos pensado en
ellos.
No todos damos por hecho nuestro
sentido del equilibrio o cualquier otro sentido. Pensemos, por ejemplo, en
Bart. Cuando era un bebé, en Morton Grove, Illinois, Bart no era especialmente
activo. Pero aproximadamente a los seis años comenzó a hacer algo fuera de lo
común: podía caminar sobre las manos casi tan bien como con los pies. No era
una habilidad lo que se dice elegante, pero le procuró muchas sonrisas,
carcajadas y aprobación por parte de su familia. Siempre que iban visitas a su
casa, y en las fiestas familiares, la gente incitaba a Bart para que realizara
su peculiar ejercicio. Sin que se lo pidieran dos veces —al fin y al cabo,
disfrutaba tanto haciéndolo como de la atención que le prestaban — se echaba
sobre las manos, lanzaba las piernas al aire y se balanceaba con orgullo de un
sitio a otro cabeza abajo. Más adelante, llegó a entrenarse para conseguir
subir y bajar escaleras sobre las manos.
Claro, que esto no tenía
demasiada aplicación práctica. Después de todo, la habilidad para caminar sobre
las manos no le ayudaría a sacar mejores notas en los exámenes ni era algo que
pudiese comercializar de alguna forma. Sin embargo, hizo maravillas en cuanto a
su popularidad: es divertido estar cerca de una persona que puede subir
escaleras cabeza abajo.
Un día, cuando Bart tenía diez
años, su profesor de educación física de primaria le llevó, contando con la
aprobación de su madre, a un gimnasio. Cuando Bart entró y vio lo que allí
había, puso unos ojos como platos. Nunca había visto nada tan maravilloso.
Había cuerdas, barras paralelas, trapecios, escaleras, trampolines, vallas:
todo tipo de cosas sobre las que poder subirse, hacer cabriolas y columpiarse.
Era como visitar el taller de Santa Claus y Disneyland al mismo tiempo. También
era el lugar ideal para él. En aquel momento su vida dio un giro de ciento
ochenta grados. De repente, sus habilidades innatas servían para algo más que
divertirse y entretener a los demás.
Ocho años más tarde, tras
incontables horas de saltar, estirarse y elevarse, Bart Conner pisó la
colchoneta del pabellón de gimnasia de los Juegos Olímpicos de Montreal para
representar a Estados Unidos. Siguió adelante hasta convertirse en el gimnasta
estadounidense más condecorado de todos los tiempos y el primero en ganar
medallas en todos los niveles de las competiciones nacionales e
internacionales. Ha sido campeón de Estados Unidos, campeón nacional
universitario, campeón de los Juegos Panamericanos, campeón mundial, ganador de
la Copa del Mundo y campeón olímpico. Fue miembro de los equipos olímpicos de
1976, 1980 y 1984. En una actuación legendaria en los Juegos de Los Ángeles de
1984, Bart reapareció después de una lesión de rotura de bíceps y acabó ganando
dos medallas de oro. En 1991 fue admitido en el Salón de la Fama del deporte
olímpico estadounidense, y en 1996 en el Salón de la Fama de la gimnasia
internacional.
En la actualidad, Conner
contribuye a que otras personas desarrollen su pasión por la gimnasia. Junto a
su mujer, la campeona olímpica Nadia Comaneci, es dueño de una boyante escuela
de gimnasia. También poseen la revista International Gymnast y una productora
de televisión.
Gimnastas como Bart Conner y
Nadia Comaneci tienen una profunda percepción de las posibilidades de su cuerpo;
sus logros demuestran cuán limitadas son nuestras ideas comunes acerca de la
habilidad humana. Si observas a atletas, bailarines, músicos y otros artistas
en plena actuación, verás que mientras trabajan están pensando de una manera
extraordinaria. Cuando practican, todo su cuerpo desarrolla y memoriza los
movimientos a los que están dando forma. Durante el proceso, confían en lo que
algunas personas llaman el «músculo de la memoria». Por lo general, cuando
actúan se mueven demasiado rápido y de manera demasiado compleja como para
confiar en los usuales procesos conscientes de pensamiento y toma de
decisiones. Sus movimientos se basan en las profundas reservas de sentimiento e
intuición, de reflejo físico y coordinación que utiliza todo el cerebro y no
solo las partes frontales asociadas al pensamiento racional. Si lo hicieran,
sus carreras no despegarían y ellos tampoco.
De este modo, los atletas y todo
tipo de intérpretes ayudan a que nos cuestionemos algo más acerca de las
capacidades humanas que demasiada gente da por supuesto y que también se
entienden mal: las ideas que tenemos acerca de la inteligencia.
¿Cómo eres de inteligente?
Otra cosa que hago cuando hablo a
grupos de gente es pedirles que evalúen su inteligencia en una escala del uno
al diez, siendo diez el máximo. Normalmente, una o dos personas se califican
con un diez. Cuando estas levantan la mano, les aconsejo que se marchen a casa;
tienen cosas más importantes que hacer que escucharme.
Aparte de esto, obtendré unos
cuantos nueves y una gran concentración de ochos. Invariablemente, sin embargo,
la mayor parte del público se califica con un siete o un seis. Las respuestas
disminuyen a partir de ahí, aunque admito que nunca he terminado la encuesta.
Me detengo en el dos, prefiero que cualquiera que crea tener una inteligencia
de uno no tenga que pasar la vergüenza de confesarlo en público. ¿Por qué
siempre obtengo una curva acampanada? Creo que se debe a que hemos llegado a
dar por sentadas ciertas ideas acerca de lo que es la inteligencia.
Lo interesante es que la mayoría
de la gente levanta la mano y se evalúa de acuerdo a la pregunta formulada. No
parece que la pregunta les plantee ningún problema y están encantados de
posicionarse en algún lugar de la escala.
Solo unos pocos la han puesto en
cuestión y me han preguntado qué entiendo yo por inteligencia. Creo que eso es
lo que debería hacer todo el mundo. Estoy convencido de que dar por sabida la
definición de inteligencia es una de las razones principales por la que muchas
personas infravaloran sus verdaderas habilidades intelectuales y fracasan a la
hora de encontrar su Elemento.
La opinión general dice algo así:
todos nacemos con cierta cantidad fija de inteligencia. Es una particularidad,
como tener los ojos verdes o azules, o tener las extremidades largas o cortas.
La inteligencia se manifiesta en ciertas actividades, especialmente en las
matemáticas y en la manera de utilizar las palabras. Es posible medir cuánta
inteligencia tenemos mediante cuestionarios de lápiz y papel, y expresarlo con
dígitos. Ya está.
Espero que, dicho de un modo tan
contundente, esta descripción de la inteligencia suene tan discutible como en
realidad es. Pero en esencia esta descripción aparece en gran parte de la
cultura occidental y buena parte de la oriental. Se encuentra en el centro de
nuestros sistemas educativos y sostiene buena parte de la multimillonaria
industria que se dedica a la preparación y elaboración de exámenes y que vive
de la educación pública en todas las partes del mundo. Se encuentra en el
centro de la noción de habilidad académica, domina los exámenes de acceso a la
universidad, sostiene la jerarquía de asignaturas en la educación y representa
la base del concepto de coeficiente intelectual.
Esta manera de pensar acerca de
la inteligencia tiene una larga historia en la cultura occidental y se remonta,
como mínimo, a los días de los grandes filósofos griegos, Aristóteles y Platón.
Su más reciente florecimiento tuvo lugar durante el gran período de adelantos
intelectuales de los siglos xvii y XVIII que conocemos como la Ilustración. Los
filósofos y eruditos aspiraban a establecer las bases del conocimiento humano y
a acabar con las supersticiones y mitologías acerca de la existencia humana que
creían que habían eclipsado la mente de las generaciones anteriores.
Uno de los pilares de este nuevo
movimiento era la firme convicción de la importancia de la lógica y del
razonamiento crítico. Los filósofos sostenían que no debíamos aceptar como
conocimiento nada que no pudiese probarse mediante el razonamiento lógico,
sobre todo con palabras y pruebas matemáticas. El problema estaba en dónde
empezar este proceso sin dar por sentado nada que tal vez fuese cuestionable
lógicamente. La famosa deducción del filósofo René Descartes decía que la única
cosa que se podía dar por segura era la propia existencia; de lo contrario, no
podríamos tener estos pensamientos. Su tesis era: «Pienso luego existo».
El otro pilar de la Ilustración
era la creciente convicción de la importancia de los datos como apoyo a las ideas
científicas —pruebas que podían observarse mediante los sentidos humanos— en
lugar de la superstición o de las habladurías. Estos dos pilares, la razón y
las pruebas, se convirtieron en la base de una revolución intelectual que
transformó la perspectiva y los logros del mundo occidental.
Condujo al desarrollo del método
científico y a una avalancha de conocimientos profundos y de clasificación de
ideas, objetos y fenómenos que han incrementado el alcance del conocimiento
humano hasta las profundidades de la tierra y los extremos más alejados del
universo conocido. También llevó a espectaculares avances en la tecnología
práctica, los cuales dieron lugar a la Revolución Industrial y al dominio
supremo de estas formas de pensamiento en la erudición, la política, el
comercio y la educación.
La influencia de la lógica y de
las pruebas se extendió más allá de las ciencias «duras». Configuraron asimismo
las teorías normativas de las ciencias humanas, incluidas la psicología, la
sociología, la antropología y la medicina. A medida que la educación pública
fue desarrollándose durante los siglos XIX y XX, se basó también en estas
recientes ideas predominantes sobre el conocimiento y la inteligencia. Según se
extendía la educación a toda la sociedad para cumplir con las crecientes
exigencias de la Revolución Industrial, también surgió la necesidad de crear
formas rápidas y fáciles de selección y valoración. La nueva ciencia de la
psicología estaba disponible, con nuevas teorías acerca de cómo se podía
examinar y medir la inteligencia. En la mayoría de los casos, se definió la
inteligencia desde el punto de vista del razonamiento verbal y matemático.
Estos procesos también se
utilizaron para cuantificar los resultados. La idea más significativa en medio
de todo esto fue la del coeficiente intelectual (CI).
Así es como acabamos pensando en
la verdadera inteligencia en términos propios del análisis lógico: creyendo que
las formas racionalistas de pensamiento eran superiores a los sentimientos y a
la emoción, y que las ideas que en realidad cuentan son las que pueden
comunicarse con palabras o mediante expresiones matemáticas. Además, creímos
que podíamos cuantificar la inteligencia y confiar en los tests del coeficiente
intelectual o en pruebas estandarizadas, como el SAT, para identificar quién es
verdaderamente inteligente y digno de un trato destacado.
Nota. En Estados Unidos las
siglas «SAT», corresponden a las siglas de Scholastic Aptitude Test, una prueba
de aptitud que se hace normalmente en el último año de la enseñanza secundaria
y que es necesario aprobar para entrar en la mayoría de las universidades. Fin
de la Nota.
Irónicamente, Alfred Binet, uno
de los creadores del test del coeficiente intelectual, pretendía que el test
sirviera precisamente para todo lo contrario.
De hecho, en un principio lo
diseñó (por encargo del gobierno francés) para identificar a niños con
necesidades especiales, para que pudiesen recibir una educación adecuada. No lo
proyectó para identificar grados de inteligencia o «valores mentales». De
hecho, Binet afirmó que la escala que había creado «no permitía la medición de
la inteligencia porque las características intelectuales no son idénticas y por
consiguiente no pueden medirse tal como se mide una superficie».
Tampoco pretendió insinuar que
una persona no podía llegar a ser más inteligente con el paso del tiempo.
«Algunos pensadores recientes —dijo— [han afirmado] que la inteligencia que
tiene cada persona es una cantidad fija, una cantidad que no puede aumentar.
Debemos protestar y reaccionar contra este brutal pesimismo; debemos intentar
demostrar que no se fundamenta en nada.»
Aun así, los pedagogos
estadounidenses y los psicólogos llevaron los resultados de los tests del
coeficiente intelectual —y continúan llevándolos— a un extremo absurdo. En
1916, Lewis Terman, de la Universidad de Stanford, publicó una revisión del
test del coeficiente intelectual de Binet. Conocido como el Test
Stanford-Binet, hoy día en su quinta versión, es la base de los tests del
coeficiente intelectual modernos. Sin embargo, es interesante resaltar que
Terman tenía una visión tristemente radical de las capacidades humanas. Estas
son sus palabras, del libro The Measurement of Intelligence «Entre los hombres
de la clase trabajadora y las criadas, hay miles de ellos que son débiles
mentales. Son los siervos que “cortan la leña y sacan el agua para la casa”
(Josué, 9,23). Con todo, en lo concerniente a la inteligencia, los tests han
dicho la verdad... Por mucha instrucción escolar que reciban, nunca se
convertirán en votantes inteligentes ni cualificados, en el verdadero sentido
de la palabra».
Terman tuvo un papel activo en
una de las etapas más oscuras de la educación estadounidense y del orden
público; tal vez no hayas oído hablar de ello porque la mayoría de los historiadores
prefieren no mencionarlo, como tampoco hablarían de una tía loca o de un
desafortunado incidente relacionado con la bebida en sus años universitarios.
El movimiento eugenésico buscó descalificar a sectores enteros de la población
sosteniendo que rasgos como la criminalidad y la pobreza eran hereditarios, y
que era posible identificarlos mediante pruebas de inteligencia. Quizá la
afirmación más horrible del movimiento era la idea de que todos los grupos
étnicos, incluidos los europeos del sur, los judíos, los africanos y los
latinos, entraban en estas categorías. Terman escribió:
El hecho de que nos encontremos
tan a menudo a este tipo entre los indios, los mexicanos y los negros anuncia
de forma bastante drástica que la cuestión de las diferencias raciales en lo
referente a las características mentales tendrá que volver a estudiarse y
mediante métodos experimentales. Deberá separarse a los niños de estos grupos
en clases especiales y tendrá que dárseles una enseñanza concreta y práctica.
No pueden ser maestros en nada, pero a menudo se puede hacer de ellos obreros
eficientes, capaces de cuidar de sí mismos. Hoy día no hay ninguna posibilidad
de convencer a la sociedad de que no debería permitirse que se reprodujeran,
pero desde un punto de vista eugenésico constituyen un grave problema debido a
su extraordinariamente prolífica reproducción.
En realidad, el movimiento logró
ejercer presión a favor de las leyes de esterilización involuntaria en treinta
estados estadounidenses. Esto significaba que el estado podía castrar a las
personas que estuviesen por debajo de un determinado coeficiente intelectual
sin que contara su opinión. El hecho de que al final todos los estados
revocaran las leyes es un triunfo del sentido común y la compasión; pero que
dichas leyes existieran es una demostración aterradora de lo peligrosamente
limitado que es cualquier test estándar a la hora de calcular la inteligencia y
la capacidad de aportar algo a la sociedad.
Los tests de coeficiente
intelectual pueden llegar a ser cuestión de vida o muerte. Un criminal que haya
cometido un delito capital no está sujeto a la pena de muerte si su coeficiente
intelectual está por debajo de setenta. Sin embargo, con regularidad, el
resultado final de los coeficientes intelectuales aumenta en el curso de una generación
(hasta veinticinco puntos), lo que obliga a revisar la escala cada quince o
veinte años para mantener una puntuación media de cien. Por tanto, cualquiera
que cometa un delito capital tiene mayor probabilidad de ser ejecutado en el
principio de un ciclo que al final. Esto es darle una importancia terrible a un
único test.
Las personas también pueden
mejorar su puntuación mediante el estudio y la práctica. Hace poco leí el caso
de un preso que estaba en el corredor de la muerte, pero al que solo habían
condenado a cadena perpetua (no fue la persona que apretó el gatillo, aunque
había estado implicado en un robo en el que murió una persona) y que llevaba
diez años en la cárcel. Durante su condena realizó varios cursos. Cuando se le volvió
a hacer el test, su coeficiente intelectual había aumentado más de diez puntos,
lo que significaba que podía ser ejecutado.
Por supuesto, la mayoría de
nosotros nunca nos encontraremos en una situación en la que decidan
esterilizarnos o ponernos una inyección letal a causa de nuestro coeficiente
intelectual. Pero considerar estos extremos nos permite formular algunas
preguntas importantes, a saber: ¿qué son estos números? ¿Qué dicen realmente de
nuestra inteligencia? La respuesta es que los números indican en gran medida la
habilidad de una persona para hacer un test de cierto tipo de razonamiento
matemático y verbal. Dicho de otro modo, miden cierto tipo de inteligencia, no
toda la inteligencia. Y, como antes se indicó, la base continúa cambiando para
adaptarse a las mejoras del conjunto de la población con el paso del tiempo.
Nuestra fascinación por el
coeficiente intelectual se deriva de nuestra fascinación y dependencia por los
exámenes estandarizados de nuestras escuelas. Los profesores pasan gran parte
del año escolar preparando a sus estudiantes para los exámenes estatales que lo
determinarán todo, desde la colocación de los alumnos en clase durante el curso
siguiente hasta la financiación que recibirá el colegio. Desde luego, estos
exámenes no consideran las habilidades especiales del niño ni sus necesidades
(y tampoco las de la escuela), pero tienen un tremendo poder de influir en el
destino académico del alumno.
El examen estándar que en la
actualidad tiene mayor impacto en el futuro académico de un niño en Estados
Unidos es el SAT. Curiosamente, Carl Brigham, el inventor del SAT, también era
eugenista. Concibió el test para las fuerzas armadas, aunque hay que decir a su
favor que cinco años después lo repudió y renegó al mismo tiempo de los eugenistas.
Sin embargo, a esas alturas Harvard y otras escuelas de la Ivy League4 ya
habían empezado a utilizarlo para evaluar a los solicitantes. La mayoría de las
universidades estadounidenses hace casi siete décadas que lo utilizan (o uno
parecido, el ACT) como parte fundamental de sus procesos de selección, aunque
algunos centros están empezando a depender menos de ellos.
Nota. La Ivy League es un grupo
de universidades más antiguas y respetadas de Estados Unidos, situadas en el
noroeste del país. Son: Harvard, Yale, Columbia University, Cornell University,
Dartmouth College, Brown University, Princeton University y University of
Pennsylvania. Fin de la nota.
El SAT es en muchos sentidos el
parámetro para ver qué es lo que no funciona en los tests estandarizados: solo
mide cierto tipo de inteligencia; lo hace de manera totalmente impersonal;
trata de hacer suposiciones generales sobre el potencial universitario de un
enorme y variado grupo de adolescentes como si fuera apropiado para todo el
mundo y obliga a los alumnos de secundaria a pasar cientos de horas
preparándose a expensas del estudio escolar o de otras actividades. John
Katzman, fundador de Princeton Review, realiza esta crítica mordaz: «Lo que
hace que el SAT sea malo es que no tiene nada que ver con lo que los chicos
aprenden en el instituto. Por consiguiente, crea una especie de sombra sobre el
plan de estudios que no favorece ni a los objetivos de los educadores ni a los
de los estudiantes... Nos han vendido el SAT como si fuera una poción milagrosa;
medía la inteligencia, verificaba el GPA —nota media— de los institutos y
predecía las calificaciones de la universidad. Pero la verdad es que nunca ha
conseguido lograr las dos primeras y no ha hecho un trabajo particularmente
bueno en la tercera».
Sin embargo, los estudiantes a
los que no se les dan bien los exámenes, o que no son especialmente buenos en
el tipo de razonamiento que evalúa el SAT, pueden llegar a ver comprometido su
futuro universitario porque hemos aceptado que la inteligencia viene acompañada
de un número. Se trata de una idea tiránica y se extiende mucho más allá del
mundo académico. ¿Te acuerdas de la curva acampanada de la que hablábamos
antes? Aparece cada vez que le pregunto a alguien lo inteligente que cree ser
porque hemos acabado definiendo la inteligencia con un margen demasiado
estrecho. Creemos saber la respuesta a la pregunta: «¿Cómo eres de
inteligente?». Sin embargo, la verdadera respuesta es que la pregunta está mal
planteada.
¿De qué modo eres inteligente?
La pregunta correcta es esta. La
diferencia con la anterior es abismal. El «cómo» indica que hay una forma
limitada de medir la inteligencia y que el valor de la inteligencia de todas
las personas se puede reducir a una cifra o a algún tipo de cociente. El «de
qué modo» apunta una verdad que no reconocemos como deberíamos: que hay
diferentes maneras de expresar la inteligencia y que ninguna escala puede
medirlas.
La naturaleza de la inteligencia
siempre ha sido un tema controvertido, especialmente entre los muchos especialistas
que se pasan la vida pensando en ella. Disienten acerca de qué es, quién la
tiene y cuánta hay disponible por ahí. En un estudio que se realizó en Estados
Unidos hace unos años, una serie de psicólogos intentaron definir la
inteligencia escogiendo y comentando entre una lista de veinticinco atributos.
Solo tres de ellos fueron mencionados por un 25 por ciento o más de los
encuestados. Tal como lo expresó uno de los comentaristas: «Si pidiésemos a los
especialistas que describiesen en qué se diferencian las setas comestibles de
las venenosas y respondiesen de este modo, tal vez fuera prudente evitar la
cuestión por completo».
Siempre ha habido críticas —en
estos últimos años han aumentado en número y fuerza— a las definiciones de la
inteligencia que solo se basan en el coeficiente intelectual. Una serie de
teorías alternativas, a veces irreconciliables, sostienen que la inteligencia
abarca mucho más que lo que los tests del coeficiente intelectual podrán llegar
a evaluar nunca.
Howard Gardner, profesor de
psicología de la Universidad de Harvard, ha sostenido, con gran éxito, que
tenemos no una sino múltiples inteligencias. Estas incluyen inteligencia
lingüística, musical, matemática, espacial, kinestésica, interpersonal
(relaciones con los demás) e intrapersonal (conocimiento y comprensión de uno
mismo). Afirma que estos tipos de inteligencia son más o menos independientes
entre sí y que no hay una más importante que otra, aunque puede que algunas
sean «dominantes» y otras «latentes». Mantiene que todos tenemos distintos
puntos fuertes en diferentes inteligencias y que la educación debería tratarlas
por igual para que todos los niños tuviesen la misma oportunidad de desarrollar
sus habilidades individuales.
Robert Sternberg es profesor de
psicología en la Universidad de Tufts y antiguo presidente de la American
Psychological Association. Es, desde hace tiempo, crítico con los métodos
tradicionales de las pruebas de inteligencia y el coeficiente intelectual.
Sostiene que hay tres tipos de inteligencia: la inteligencia analítica, que
consiste en la habilidad para solucionar problemas utilizando las aptitudes
académicas y para realizar los tests convencionales del coeficiente
intelectual; la inteligencia creativa, que sería la habilidad para enfrentarse
a nuevas situaciones y encontrar soluciones originales, y la inteligencia
práctica, la habilidad para enfrentarse a los problemas y desafíos de la vida
diaria.
El psicólogo y autor de best
sellers Daniel Goleman ha sostenido en sus libros que hay una inteligencia
emocional y una inteligencia social, ambas fundamentales para llevarnos bien
con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea.
Robert Cooper, autor de Aprenda a
utilizar el otro 90 %, mantiene que no deberíamos entender la inteligencia como
algo que ocurre solo en el cerebro que tenemos dentro del cráneo. Habla del
cerebro del «corazón» y del cerebro del «intestino». Siempre que tenemos una
experiencia directa, dice, esta no va directamente al cerebro que se halla en
el interior de nuestra cabeza. Se dirige primero a las redes neurológicas del
tracto intestinal y del corazón. Describe la primera de ellas, el sistema
nervioso entérico, como un «segundo cerebro», dentro de los intestinos, que es
«independiente pero que también está interconectado con el cerebro del cráneo».
Sostiene que esta es la razón por la que a menudo nuestra primera reacción ante
un acontecimiento es una «reacción intestinal». Seamos o no conscientes de
ello, dice, nuestras reacciones intestinales configuran todo lo que hacemos.
Otros psicólogos y personas que
realizan pruebas de inteligencia se preocupan por este tipo de ideas. Dicen que
no hay pruebas cuantificables que demuestren su existencia. Puede ser, pero
nuestra experiencia cotidiana evidencia que la inteligencia humana es diversa y
polifacética. Basta observar la extraordinaria riqueza y complejidad de la
cultura humana y sus logros. Formular todo esto en una sola teoría sobre la
inteligencia —con tres, cuatro, cinco o incluso ocho categorías distintas— es
problema de los teóricos.
Por ahora, la prueba de una
verdad básica de la habilidad humana está por todas partes: «pensamos» sobre
nuestras experiencias en todas las formas posibles. También está claro que
todos tenemos fuerzas y aptitudes naturales diferentes.
Ya mencioné que no tengo una
habilidad especial para las matemáticas. En realidad, no tengo ninguna. Alexis
Lemaire, en cambio, sí la tiene. Lemaire es un estudiante francés que está
realizando su doctorado sobre inteligencia artificial. En 2007 reivindicó el
récord mundial por calcular mentalmente la raíz treceava de un número aleatorio
de doscientas cifras. Lo hizo en 72.4segundos. En el caso de que, como yo, no
estés seguro de lo que esto quiere decir, déjame que te lo explique. Alexis se
sentó delante de un ordenador que había generado aleatoriamente un número de
doscientas cifras y lo mostraba en la pantalla. El número llenaba más de
diecisiete líneas. Era un número muy grande. Lo que Alexis tenía que hacer era
calcular en su cabeza la raíz treceava de ese número (esto es, el número que
multiplicado por sí mismo trece veces daría el número exacto de doscientos
dígitos de la pantalla). Clavó los ojos en la pantalla, sin hablar, y entonces
anunció correctamente que la respuesta era: 2,397,207,667,966.701. Recuerda que
lo hizo en 72.4segundos. Mentalmente.
Lemaire realizó esta hazaña en el
Hall of Science de Nueva York. Llevaba años trabajando en este reto, y su mejor
marca hasta entonces habían sido unos lentos 77 segundos. Después contó a la
prensa: «El primer dígito es muy fácil, el último dígito es muy fácil, pero los
números de en medio son dificilísimos. Utilizo un sistema de inteligencia
artificial que aplico a mi propio cerebro en lugar de a un ordenador. Creo que
la mayoría de la gente puede hacerlo, pero también es verdad que mi mente
funciona a gran velocidad. A veces mi cerebro funciona muy, muy rápido... Con
el fin de mejorar mis habilidades utilizo un proceso para que mi cerebro
funcione como un ordenador. Es como ejecutar un programa en mi cabeza que controle
el cerebro».
Y añadía: «A veces, cuando hago
multiplicaciones, mi cerebro funciona tan rápido que tengo que medicarme. Creo
que cualquiera que tenga un cerebro más lento también puede hacer este tipo de
multiplicaciones, pero tal vez sea más fácil para mí porque mi cerebro es más
rápido». Lemaire practica las matemáticas con regularidad. Para poder pensar
más rápido, hace ejercicio, no toma ni cafeína ni alcohol y evita las comidas
con alto contenido en azúcares o grasa. Su experiencia con las matemáticas es
tan intensa que de vez en cuando tiene que tomarse un respiro para que su
cerebro descanse. De lo contrario, cree que existe el peligro de que demasiadas
matemáticas puedan ser nocivas para su salud y su corazón.
Yo también he creído siempre que
demasiadas matemáticas pueden ser perjudiciales para mi salud y mi corazón,
pero por razones muy distintas. De modo sorprendente, al igual que a mí, a
Lemaire las matemáticas no se le dieron especialmente bien en el colegio,
aunque las comparaciones entre ambos acaben ahí. No era el mejor en matemáticas
de su ciase y fundamentalmente aprendió él solo con libros.
Sin embargo, tenía un talento
natural para los números que descubrió cuando tenía unos once años y que ha
educado y desarrollado poniéndose a prueba continuamente y creando complejas
técnicas para explotarlo. Pero la base de todos estos logros se encuentra en
una habilidad única y personal combinada con una gran pasión y mucho
compromiso. Alexis Lemaire está claramente en su Elemento cuando escarba en
números enormes para desenterrar sus raíces.
Los tres rasgos que caracterizan
la inteligencia humana.
La inteligencia humana parece
tener por lo menos tres rasgos principales. El primero es que es
extraordinariamente heterogénea. Está claro que no se limita a la habilidad de
hacer razonamientos verbales y matemáticos. Estas habilidades son importantes,
pero simplemente son una de las formas en las que se expresa la inteligencia.
Gordon Parks fue un legendario
fotógrafo que captó la experiencia de los negros estadounidenses como pocos
habían hecho hasta entonces. Fue el primer productor y director negro de una
gran película de Hollywood. Ayudó a fundar la revista Essence, de la que fue
editor jefe durante tres años. Fue poeta, novelista y memorialista de gran talento.
También fue un dotado compositor que creó su propia notación musical para
escribir sus obras.
Y no recibió instrucción
profesional en nada de todo eso.
De hecho, Gordon Parks apenas fue
a la escuela secundaria. Su madre murió cuando él tenía quince años, y poco
después acabó en la calle; no pudo graduarse. La educación que recibió fue
desalentadora; a menudo contaba que uno de sus profesores les había dicho a los
estudiantes que para ellos la universidad sería una pérdida de tiempo porque
estaban destinados a convertirse en porteros y en empleadas domésticas.
A pesar de todo, Parks utilizó su
inteligencia de una forma que pocos podrían igualar. Aprendió solo a tocar el
piano, lo que le ayudó a ganar algún dinero para salir adelante hacia el final
de su adolescencia. Unos años más tarde, compró una cámara fotográfica en una
casa de empeños y aprendió a hacer fotografías. Lo que aprendió sobre el mundo
del cine y la escritura le vino en gran parte de la observación, un intenso
nivel de curiosidad intelectual y una sensibilidad excepcional para ver en el
interior de la vida de otras personas.
«Simplemente perseveré y seguí
adelante —dijo en una entrevista en la Smithsonian Institution—, con la firme
voluntad de empezar en el mundo de la fotografía. Me di cuenta de que me
gustaba y me entregué a fondo. MÍ mujer de entonces estaba más o menos en
contra, y mi suegra, igual que todas las suegras, totalmente en contra. Me
gasté una pasta y me compré algunas cámaras. Eso fue poco más o menos lo que
pasó. Tenía un interés tremendo y simplemente continué trabajando y llamando a
las puertas, buscando estímulos donde pudiese encontrarlos.»
En una entrevista para la PBS
dijo: «Yo percibo que mi vida es en cierto modo como un sueño inconexo... Me
han pasado cosas increíbles. Es tan contradictorio... Pero lo que sé es que fue
un esfuerzo constante, un sentimiento constante de que no debía fracasar».
La contribución de Parks a la
cultura estadounidense es considerable: sus vehementes fotografías, y en
especial American Gothic, que yuxtapone a una mujer negra sosteniendo una
fregona y una escoba sobre la bandera estadounidense; su genial obra
cinematográfica, que incluye el gran éxito comercial Shaft, que introdujo un
héroe de acción negro en Hollywood; su singular obra en prosa; su inigualable
producción musical.
No sé si Gordon Parks pasó alguna
vez un examen académico estándar o un examen para acceder a la universidad. Al
no haber pasado por la educación preuniversitaria tradicional, es bastante
probable que si lo hubiese hecho no habría sacado una nota especialmente alta.
Curiosamente, aunque no acabó la educación secundaria, acumuló cuarenta
doctorados honorarios: dedicó uno de ellos al profesor que se había mostrado
tan despectivo cuando estaba en el instituto. Sin embargo, en cualquier
definición razonable de la palabra «inteligencia», Gordon Parks era
extraordinariamente inteligente, un ser humano excepcional con una extraña
habilidad para aprender y dominar con maestría complicadas y variadas formas de
arte.
Solo puedo suponer que Parks se
consideraba a sí mismo una persona inteligente. Sin embargo, si era como otras
muchas personas a las que he conocido durante mis viajes, el no haber seguido
una educación normal podría haberle llevado a evaluarse a sí mismo muy por debajo
de lo que hubiera debido, a pesar de sus numerosos y obvios talentos.
Como muestran las historias de
Gordon Parks, Mick Fleetwood y Bart Conner, la inteligencia puede dejarse ver
en cosas que poco o nada tienen que ver con los números o las palabras. Pensamos
el mundo en todos los ámbitos en que lo experimentamos, incluyendo las
distintas maneras en que utilizamos nuestros sentidos (no importa cuántos
sean). Pensamos en sonidos. Pensamos en movimiento. Pensamos visualmente.
Durante mucho tiempo trabajé para el Royal Ballet de Gran Bretaña; acabé viendo
la danza como una forma muy eficaz de expresar ideas y observé que los
bailarines utilizan múltiples formas de inteligencia —kinestésica, rítmica,
musical y matemática— para hacerlo. Si la inteligencia matemática y verbal
fueran las únicas, el ballet no existiría. Tampoco la pintura abstracta, ni el
hip-hop, ni el diseño, ni la arquitectura, ni las cajas de autoservicio de los
supermercados.
La diversidad de inteligencias es
uno de los fundamentos básicos del Elemento. Si no aceptas que piensas el mundo
de muchas maneras diferentes, estarás limitando inexorablemente tus
posibilidades de encontrar a la persona que se supone que tienes que ser.
Una de las personas que
representa esta maravillosa diversidad es R Buckminster Fuller, más conocido
por su diseño de la bóveda geodésica y la acuñación del término «estación
espacial tierra». Sin duda, sus mayores logros proceden del campo de la
ingeniería (que por supuesto requiere del uso de la inteligencia matemática,
visual e interpersonal), pero además fue un escritor atípico y brillante, un
filósofo que desafió los conceptos de una generación, un ferviente ecologista
años antes de que surgiera un verdadero movimiento ecologista, y un profesor
universitario provocador y enriquecedor. Todo esto lo hizo al margen de la
educación oficial (fue el primero de cuatro generaciones de su familia que no
se graduó en Harvard) y lanzándose a experimentar el mundo para aprovechar al
máximo sus posibles formas de inteligencia. Se alistó en la marina, fundó una
empresa de suministros para la construcción y trabajó de mecánico en una
fábrica textil y de operario en una planta de empaquetado de carne. Al parecer,
Fuller no vio ningún límite en su habilidad para utilizar todas las formas de
inteligencia disponibles para él.
El segundo rasgo de la
inteligencia es que es muy dinámica. El cerebro humano es muy interactivo. Cada
vez que actuamos, utilizamos múltiples partes del cerebro. De hecho, la
utilización dinámica del cerebro —al favorecer nuevas conexiones entre las
cosas— da lugar a verdaderos progresos.
Albert Einstein, por ejemplo,
sacó gran provecho de la dinámica de la inteligencia. La destreza de Einstein
como científico y matemático es un mito. Sin embargo, Einstein estudió todas
las formas de expresión; creía que podía sacar partido de cualquier cosa que
surgiera ante su mente de muy diversos modos. Por ejemplo, entrevistó a poetas
para aprender más sobre el papel de la intuición y la imaginación.
En su biografía de Einstein, Walter
Isaacson dice: «Cuando era estudiante, a Einstein nunca se le dio bien el
aprendizaje por memorización. Más tarde, como teórico, el éxito no le vino de
la fuerza bruta del poder de sus procesos mentales, sino de su creatividad e
imaginación. Podía construir complejas ecuaciones, pero, además, y más
importante, sabía que las matemáticas eran el lenguaje que la naturaleza
utiliza para describir maravillas».
A menudo, Einstein recurría al
violín en busca de ayuda cuando su trabajo le planteaba algún reto. Un amigo de
Einstein le contó a Isaacson: «Solía tocar el violín en la cocina a altas horas
de la noche, improvisaba melodías mientras reflexionaba sobre complicados
problemas. Entonces, de repente y mientras tocaba, anunciaba entusiasmado: “¡Lo
tengo!”. Como si, por inspiración, la solución al problema le hubiera llegado
en medio de la música».
Lo que Einstein parecía entender
es que el desarrollo intelectual y la creatividad llegan a través de la
comprensión de la naturaleza dinámica de la inteligencia. El crecimiento se
produce a través de la analogía: ver cómo se relacionan las cosas en vez de ver
solo lo diferentes que pueden llegar a ser. Con certeza, las historias
epifánicas de este libro muestran que muchos de los momentos en que las cosas
se esclarecen de repente ocurren cuando se han percibido nuevas conexiones
entre hechos, ideas y circunstancias.
El tercer rasgo característico de
la inteligencia es que es totalmente peculiar. La inteligencia de cada persona
es tan singular como una huella dactilar. Puede que haya siete, diez o cien
formas distintas de inteligencia, pero cada uno de nosotros las utiliza de
forma diferente- Mi perfil de habilidades consiste en una combinación de inteligencias
dominantes y latentes distinta de las de los otros, las cuales tienen un perfil
totalmente distinto. Los gemelos utilizan su inteligencia de forma diferente el
uno del otro, tal como hacen, por supuesto, personas que se encuentran en
lugares opuestos del planeta.
Esto nos lleva de nuevo a la
pregunta que hice antes: ¿de qué modo eres inteligente? Saber que la
inteligencia es diversa, dinámica y peculiar permite abordar la cuestión de una
manera distinta. Este es uno de los componentes fundamentales del Elementó.
Pues cuando eliminas las ideas preconcebidas sobre la inteligencia, puedes
empezar a percibir tus diferentes formas de inteligencia. Nadie es solo una
simple puntuación intelectual o una escala lineal. Dos personas con las mismas
calificaciones no harán las mismas cosas, ni compartirán los mismos intereses,
ni aleanzarán los mismos logros en la vida. El nuevo paradigma del Elemento
tiene que ver con permitirnos acceder a todas las formas en que se experimenta
el mundo y descubrir dónde se encuentran los verdaderos puntos fuertes de cada
uno.
Simplemente, no los des por
sentado.
Más allá de la imaginación
Faith Ringgold es una aclamada
artista, conocida por sus edredones pintados en los que cuenta historias. Ha
expuesto en los principales museos de todo el mundo y su obra forma parte de
las colecciones permanentes del Museo Guggenheim, del Metropolitan Museum of
Art y del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Además, es una laureada
escritora: recibió el Caldecott Honor por su primer libro, Tar Beach. También
ha compuesto y grabado canciones.
La vida de Faith rebosa
creatividad. Curiosamente, sin embargo, una enfermedad, que la mantuvo apartada
de la escuela, fue la que le llevó por este camino. Cuando tenía dos años le
diagnosticaron asma; debido a ello, comenzó tarde su educación académica.
Durante nuestra entrevista me contó que creía que haberse mantenido lejos del
colegio a causa del asma había sido algo positivo en su desarrollo como
persona, «porque, ¿sabes?, no estaba por ahí para que me adoctrinaran. No
andaba por ahí para que me moldearan como creo que moldean a tantos niños en
una sociedad reglamentada como es, y supongo que en cierto modo tiene que ser,
la escuela. Porque cuando tienes a un montón de personas en un mismo espacio,
debes conseguir que se muevan de cierta forma para que la cosa funcione.
Simplemente, nunca tuve que soportar la reglamentación. Me perdí preescolar y
primer grado. Comencé a ir al colegio en segundo, Pero todos los años solía
faltar como mínimo, no sé, puede que dos o tres semanas debido al asma. Y te
aseguro que no me importaba perderme aquellas clases».
Su madre se esforzó para que
avanzara al mismo ritmo que las clases que se estaba perdiendo en el colegio. Y
cuando no estudiaban, podían explorar el amplio mundo de las artes del Harlem
de los años treinta: «Mi madre me llevó a ver todos los grandes espectáculos
del momento. Duke Ellington, Billie Holliday, Billy Eckstine: aquellos viejos
cantantes y directores de orquesta, aquella gente que era tan maravillosa. Así
que esas eran las personas que yo consideraba altamente creativas. Era tan
evidente que hacían de sus cuerpos obras de arte... Todos vivíamos en el mismo
barrio. Era fácil tropezarse con ellos: estaban allí, ¿sabes? Su arte y su
buena disposición para entregarse a su público y a sus espectadores me
inspiraban profundamente. Me hizo comprender el aspecto comunicativo de ser
artista.
«Nunca me vi obligada a ser como
los otros niños. No vestía como ellos. No me parecía a ellos. En mi familia
tampoco esperaban eso de mí. De modo que para mí fue natural hacer algo que se
consideraba un poco extraño. Mi madre era diseñadora de modas. Era una artista,
aunque ella jamás se habría definido así. Me ayudó mucho, aunque siempre
insistió en que no sabía si dedicar la vida al arte sería bueno».
Cuando Faith comenzó por fin a ir
al colegio a tiempo completo, encontró la emoción y el estímulo necesarios en
las clases de arte: «En la escuela primaria hacíamos arte desde el principio.
Una experiencia de primera. Magnífica. Recuerdo con claridad que mis profesores
se emocionaban con algunas de las cosas que había hecho y que yo, por cierto,
no podía evitar preguntarme; “¿Por qué creerán que es tan bueno?”, pero nunca
dije nada. Una vez, en el instituto, la profesora nos propuso un experimento:
pintar lo que viésemos en nuestra mente sin mirar con los ojos. Haríamos unas
flores. Cuando vi lo que me había salido, me dije: “¡Oh, Dios mío!, no quiero
que vea esto, es realmente horrible”. Pero ella lo puso en alto y dijo: “Es
maravilloso. Mirad esto”. Ahora sé por qué le gustó. Rebosaba libertad, que es
lo mismo que a mí me gusta ahora cuando veo a los niños haciendo arte. Es
expresivo; es fascinante. Es la clase de magia que tienen los niños; para
ellos, en el arte no hay nada demasiado extraño ni diferente. Lo aceptan; lo
entienden; les encanta. Entran en un museo, miran alrededor y no se sienten
amenazados. En cambio, los adultos sí. Creen que hay mensajes que no acaban de
entender, que deberían decir o hacer algo ante una obra de arte. Los niños
simplemente las aceptan porque, de una u otra forma, han nacido así. Y siguen
siendo así hasta que empiezan a ser críticos consigo mismos. Aunque puede que
eso ocurra porque nosotros empezamos a criticarlos. Yo intento no hacerlo, pero
el mundo los criticará, ya sabes, los juzgará: esto no parece un árbol, esto no
se parece a un hombre. Cuando los niños son pequeños no hacen caso de este tipo
de cosas. Solo están... manifestándose ante tus ojos. “Esta es mi mamá y este
es mi papá y fuimos a casa y cortamos un árbol” y esto y lo otro y lo de más
allá; te cuentan toda una historia sobre el dibujo, lo reconocen y creen que es
maravilloso. Y yo también, porque carecen totalmente de restricciones en este
tipo de cosas.
«Creo que los niños tienen la
misma habilidad para la música. Sus débiles voces son como pequeños timbres que
hacen sonar. Una vez fui a un colegio donde llevé a cabo una sesión de cuarenta
minutos con cada clase, desde los niños de la guardería hasta los de sexto.
Hice una sesión de arte en la que primero tenían que leer de un libro un ratito
y luego yo les mostraba algunas de mis diapositivas y les enseñaba a cantar mi
canción “Anyone Can Fly”. La seguían enseguida, tanto los más pequeños, como
los de prees- colar, los de primero, segundo, tercero y cuarto. Al llegar a
quinto te topas con dificultades. Sus débiles voces ya no suenan como
campanillas; sienten vergüenza, ¿sabes?, y algunos de ellos que todavía pueden
cantar, no lo harán».
Por suerte, Faith nunca se sintió
así de reprimida. Le encantó explorar su creatividad desde una edad muy temprana,
y consiguió mantener esa chispa durante la edad adulta: «Creo que supe que
quería ser artista desde que empecé a estudiar arte en la universidad, en 1948.
No sabía qué camino tomaría, cómo ocurriría o cómo lo lograría, pero sabía que
esa era mi meta. Mi sueño era ser artista, de las que se ganan la vida haciendo
fotografías. Cada día de tu vida puedes crear algo maravilloso, así que cada
día será igual de maravilloso porque ese día, mientras pintas o creas lo que
estés creando, descubres algo nuevo, encuentras nuevas formas de hacerlo».
La promesa de la creatividad
Ya mencioné que me gusta
preguntar a las personas del público lo inteligentes que creen ser. También
suelo pedirles que evalúen su creatividad. Al igual que con la inteligencia,
utilizo una escala del 1 al 10, siendo 10 el máximo. Y, como con la
inteligencia, la mayoría de la gente se otorga una puntuación media. Entre
aproximadamente mil personas, menos de veinte se evaluaron con un 10 en
creatividad. Unas pocas más alzaron las manos para el 9 y el 8. En el otro
extremo siempre hay unos pocos que se califican con un 2 o un 1. Creo que la
mayoría de las personas se equivocan al valorarse de esta forma, lo mismo que
con la inteligencia.
Pero el interés de este ejercicio
se revela al preguntar cuántas personas evaluaron con una puntuación distinta
su inteligencia y su creatividad. Normalmente, entre dos tercios y tres cuartas
partes del público levanta la mano al llegar a este punto. ¿Por qué sucede
esto? Creo que se debe a que la mayoría de las personas creen que la
inteligencia y la creatividad son cosas totalmente diferentes: que podemos ser
muy inteligentes y no ser muy creativos, o muy creativos, pero no muy
inteligentes.
Para mí, esto indica que existe
un problema fundamental. Gran parte del trabajo que realizo con algunas
organizaciones consiste en demostrar que la inteligencia y la creatividad van
de la mano. Estoy convencido de que no se puede ser creativo y no actuar
inteligentemente. Del mismo modo, la forma más elevada de inteligencia consiste
en pensar de manera creativa. Al buscar el Elemento, es fundamental entender la
verdadera naturaleza de la creatividad y tener una clara comprensión de la
relación que guarda con la inteligencia.
Según mi propia experiencia, la
mayoría de la gente tiene una visión muy limitada de la inteligencia y tiende a
pensar en ella sobre todo desde el punto de vista de la capacidad académica.
Esta es la razón de que muchas personas que son listas en otros ámbitos acaben
creyendo que no lo son en absoluto.
También hay mitos en torno a la
creatividad. Uno de ellos es que solo la gente especial es creativa. Esto no es
cierto. Todo el mundo nace con tremendas capacidades creativas; la cuestión
está en desarrollarlas. La creatividad es muy parecida a la capacidad para leer
y escribir. Damos por sentado que casi todo el mundo puede aprender a leer y a
escribir. Si una persona no sabe hacerlo, no supones que es porque sea incapaz
de ello, sino simplemente porque no ha aprendido. Con la creatividad pasa lo
mismo: a menudo, cuando la gente dice que no es creativa se debe a que no sabe
lo que implica o cómo funciona la creatividad en la práctica.
Otro mito es que la creatividad
tiene que ver con actividades especiales. Que trata de «campos de acción
creativos» como las artes, el diseño o la publicidad que, a menudo, implican un
alto grado de creatividad; pero también lo exigen la ciencia, las matemáticas,
la ingeniería, dirigir un negocio, ser un atleta y empezar o dejar una
relación. El hecho es que se puede ser creativo en cualquier cosa: cualquier
cosa que requiera inteligencia.
El tercer mito consiste en creer
que las personas o son creativas o no lo son. Este mito sugiere que la
creatividad, como el coeficiente intelectual, es un rasgo supuestamente fijo,
como el color de los ojos, y que no se puede hacer demasiado por cambiarlo.
Pero la verdad es que resulta muy factible volverse más creativo en el trabajo
y en la vida. El paso esencial, y el primero, que hay que dar es entender la
estrecha relación entre la creatividad y la inteligencia. Este es uno de los
caminos más seguros para encontrar el Elemento, y comporta tomar perspectiva
para examinar una de las características fundamentales de todo ser humano:
nuestro inigualable poder de imaginación.
Todo está en la imaginación
Tal como planteamos en el
capítulo anterior, tendemos a infravalorar el alcance de nuestros sentidos y de
nuestra inteligencia.
Y con la imaginación hacemos lo
mismo. De hecho, si bien aceptamos plenamente los datos de nuestros sentidos,
somos muy reticentes a aceptar los de nuestra imaginación. Incluso criticamos
las percepciones de ciertas personas diciendo que tienen una «imaginación
desbocada» o que lo que creen es «cosa de su imaginación». La gente se
enorgullece de tener «los pies en la tierra», de ser «realista» y «sensata», y
se burla de aquellos que «están en las nubes». Sin embargo, mucho más que
cualquier otra facultad, la imaginación es lo que distingue a los seres humanos
de cualquier otra especie del planeta.
La imaginación sustenta todo logro
singularmente humano. La imaginación nos llevó de las cavernas a las ciudades,
de las asociaciones estudiantiles a los clubes de golf, de la carroña a la
cocina y de la superstición a la ciencia. La relación entre la imaginación y la
«realidad» es complicada y profunda. Y esta relación tiene un papel importante
en la búsqueda del Elemento.
Si te centras en las cuestiones
actuales de carácter material que te rodean, estoy seguro de que por regla
general das por hecho que lo que percibes es lo que realmente hay. Por eso
podemos conducir por carreteras muy transitadas, encontrar lo que buscamos en
una tienda y despertarnos en compañía de la persona apropiada. Sabemos que en
determinadas circunstancias —enfermedad, delirio o consumo excesivo de
estupefacientes, por ejemplo— esta presunción puede ser errónea. Pero vayamos
un poco más lejos.
También sabemos que podemos salir
sin dificultad de nuestro ámbito sensorial e inmediato y evocar imágenes
mentales de otros lugares y otras épocas. Si te pido que pienses en tus mejores
amigos del colegio, en tu comida preferida o en la persona más pesada que
conoces, lo harás sin necesidad de tenerlo delante. Este proceso de «ver en
nuestra mente» es el acto fundamental de la imaginación. Así que mi definición
inicial de la imaginación es «el poder de evocar cosas que no están presentes
en nuestros sentidos».
Tu reacción a esta definición
puede ser: «¡No me digas!». Sería una reacción apropiada, pero la siguiente
observación ayuda: la imaginación es quizá la capacidad que más damos por
supuesta. Esto es algo deplorable porque la imaginación tiene una importancia
vital en nuestra vida. Mediante la imaginación podemos darnos una vuelta por el
pasado, contemplar el presente y prever el futuro. También podemos hacer algo
de una trascendencia única y profunda.
Podemos crear.
Por medio de la imaginación, no
solo evocamos cosas que hemos experimentado en el pasado, sino también cosas
que nunca hemos experimentado. Podemos hacer conjeturas, hipótesis, podemos
especular y podemos suponer. En suma, podemos ser imaginativos. En cierto
sentido, en cuanto podemos liberar nuestra mente del inmediato aquí y ahora
somos libres. Libres para volver a visitar el pasado, libres para transformar
el presente y libres para prever los futuros posibles. La imaginación es la
base de todo lo que es singular y característicamente humano. Es la base del
lenguaje, de las artes, de las ciencias, de los sistemas filosóficos y de toda
la inmensa complejidad de la cultura humana. Puedo ilustrar esta facultad con
un ejemplo de proporciones cósmicas.
¿Importa el tamaño?
¿Cuál es la finalidad de la vida?
Esta es otra buena pregunta. A otras especies no parece importarles demasiado,
pero es algo que importa mucho a los seres humanos. El filósofo británico
Bertrand Russell planteó esta cuestión de forma simple y brillante. Está
dividida en tres partes y merece la pena leerla dos veces: «¿Es el hombre lo
que le parece al astrónomo, un minúsculo conjunto de carbono y agua que se
agita en un pequeño e insignificante planeta? ¿O es lo que le parece a Hamlet?
¿O es acaso las dos cosas a la vez?».
Habrá que perdonar aquí el
lenguaje machista. Russell escribió esto hace mucho tiempo, no sabía que más
adelante la gente podría no verlo con buenos ojos. Las tres preguntas de Russell
captan algunos de los misterios fundamentales de la filosofía occidental,
aunque no necesariamente de la oriental. ¿Es la vida, en esencia, casual y
carente de sentido? ¿O es profunda y misteriosa como lo creía el gran héroe
trágico shakesperiano? Volveré a Hamlet enseguida. Veamos primero la idea de
que habitamos en un planeta pequeño e insignificante.
Desde hace años, el telescopio
Hubble ha estado emitiendo a la Tierra miles de imágenes deslumbrantes de
galaxias lejanas, enanas blancas, agujeros negros, nebulosas y púlsares.
Todos hemos visto documentales
espectaculares sobre los detalles de viajar por el espacio, enmarcados en
estadísticas incomprensibles sobre miles de millones de años luz y distancias
infinitas. Hoy en día, la mayoría de nosotros comprendemos que el universo es
gigantesco. También comprendemos que la Tierra es relativamente pequeña.
Pero ¿cómo de pequeña?
Es muy difícil hacerse una idea
clara del tamaño de la Tierra porque con los planetas, como con cualquier otra
cosa, el tamaño es relativo. Dadas las inmensas distancias entre nosotros y los
demás cuerpos celestes, cuesta tener una base a partir de la cual poder
comparar.
Me alegró mucho dar con una serie
de imágenes que me ayudaron a hacerme una idea del tamaño relativo de la Tierra.
Alguien tuvo la brillante idea de sacar del cosmos a la Tierra y a otros
planetas y colocarlos el uno al lado del otro para compararlos. De este modo
podemos percibir la escala de las cosas, y es francamente sorprendente.
En ella está la Tierra, con algunos
de nuestros vecinos más próximos. Aquí tenemos muy buen aspecto, especialmente
respecto a Marte y Mercurio. Diría que nunca nos había preocupado menos que
ahora que nos invadiera una horda de marcianos. «¡Adelante!», diría yo. Plutón,
por cierto, ya no es un planeta, y en esa imagen podemos ver por qué. ¿En qué
estábamos pensando? Si apenas es un peñasco.
Retrocedamos un poco. De repente,
el panorama parece bastante menos alentador. En otra imagen podemos ver la
Tierra con algunos de los integrantes más grandes del sistema solar.
Ahora, comparada con Urano y
Neptuno, y desde luego en compañía de Saturno y Júpiter, la Tierra parece un
poco menos impresionante. Al llegar a este punto, Plutón se convierte en una
vergüenza cósmica. A pesar de todo, nosotros seguimos ahí; me refiero a que por
lo menos se nos ve.
Sin embargo, ya sabemos que
debemos tener en cuenta más cosas. Por ejemplo, que la Tierra es pequeña cuando
la comparamos con el Sol, pero ¿Qué tan pequeña?
A esta escala, la Tierra tiene el
tamaño de una pepita de uva, y mejor haremos en no decir nada de Plutón. Pero
por muy grande que sea el Sol, no es el gigante cósmico que nos imaginamos.
Si nos retiramos un poquito más,
la imagen cambia totalmente, incluso para los adoradores del Sol. Júpiter tiene
un tamaño aproximado de un píxel, La Tierra es invisible en esta escala.
A esta escala, la Tierra
simplemente ha desaparecido y el Sol apenas tiene el tamaño de un garbanzo.
Pero hasta ahora solo nos hemos comparado con objetos que son relativamente pequeños
y cercanos en términos cósmicos.
Echa un vistazo a la estrella
Arturo mientras nos alejamos una vez más para abarcar Betelgeuse y Antares.
A esta escala, el Sol es como un
grano de arena y Arturo es una cereza. Antares, por cierto, es la decimoquinta
estrella más brillante del firmamento. Está a más de mil años luz. Los
astrónomos dirían que solo está a mil años luz. Un año luz, como recordarás, es
la distancia recorrida por un rayo de luz en un año. En esta escala, El Sol
tiene un tamaño de un pixel y Júpiter es invisible.
Eso es lejos. Así que mil años
luz suena impresionante, sobre todo si eres Plutón. Pero en términos galácticos
no es tanto en realidad.
En una imagen, procedente del
telescopio Hubble, se muestra la Gran Nube de Magallanes, una de las galaxias
más próximas a la Vía Láctea, un vecino cercano en el orden del universo. Los
científicos estiman que las Nubes de Magallanes están aproximadamente a 170,000
años luz. Es casi imposible imaginar el tamaño de la Tierra a esta escala. Es
inimaginable, lastimosa e indetectablemente pequeña.
Y sin embargo...
Podemos sacar varias conclusiones
alentadoras de esto. Una es un poco de perspectiva. Lo que quiero decir, de
verdad, es que cualquier cosa que te preocupase cuando te levantaste esta
mañana, olvídala. ¿Qué importancia puede tener dentro del gran orden del
universo? Haz las paces y sigue adelante.
La segunda es que a primera vista
estas imágenes apuntan que la respuesta a la primera pregunta de Russell podría
ser que sí: parece que estemos pegados a la superficie de un planeta
extraordinariamente pequeño e insignificante. Pero en realidad la cosa no acaba
ahí. Por muy pequeños e insignificantes que seamos, somos los únicos entre las
especies conocidas de la Tierra —y de cualquier otra parte, que sepamos—
capaces de hacer algo extraordinario: podemos concebir nuestra insignificancia.
Alguien, utilizando el poder de
la imaginación, hizo las imágenes que acabo de enseñarte. Utilizando este mismo
poder, puedo escribir sobre ellas y publicarlas, y tú lograrás entenderlas. El
hecho es que como especie también creamos el Hamlet del que habla Russell, así
como la Misa en re de Mozart, la Mezquita Azul, la capilla Sixtina, el blues,
el rock and roll, el hip hop, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica,
el industrialismo, Los Simpsons, la tecnología digital, el telescopio Hubble y
toda la cornucopia de deslumbrantes logros y aspiraciones humanas.
No quiero decir que otras
especies de la Tierra no tengan ningún tipo de habilidad imaginativa. Pero desde
luego ninguna se acerca a la manifestación de las complejas habilidades que
fluyen de la imaginación humana. Otras especies se comunican, pero no tienen
ordenadores portátiles. Cantan, pero no componen musicales. Pueden ser ágiles,
pero no se les ocurrió crear el Cirque du Soleil. Pueden parecer inquietas,
pero no publican teorías sobre el sentido de la vida ni pasan la tarde bebiendo
Jack Daniels ni escuchando a Miles Davis. Y no se reúnen alrededor de una
charca para meditar sobre las imágenes del telescopio Hubble y tratar de
descifrar lo que estas puedan significar para ellas y para las demás hienas.
¿Por qué se dan estas diferencias
abismales entre los humanos y otras especies de nuestro pequeño planeta? Mi
respuesta general es la imaginación. Pero de lo que en realidad se trata es de
la mucho más compleja evolución del cerebro humano y del dinamismo de su
funcionamiento. La dinámica de la inteligencia humana es la base de la
descomunal creatividad de la mente. Y nuestra capacidad creativa nos permite
reconsiderar nuestra vida y nuestras circunstancias. Y encontrar nuestro camino
para llegar al Elemento.
El poder de la creatividad
La imaginación y la creatividad
no son la misma cosa. La creatividad lleva los mecanismos de la imaginación a
otro plano. Mi definición de creatividad es: «El proceso de tener ideas
originales que tengan valor». La imaginación puede ser totalmente interior. Se
puede ser imaginativo durante todo el día sin que nadie se dé cuenta. Pero
nunca dirías que una persona es creativa si nunca ha hecho nada. Para ser
creativo tienes que hacer algo. Eso implica poner a trabajar a tu imaginación
para realizar algo nuevo, para conseguir nuevas soluciones a problemas, e
incluso para plantear nuevos problemas o cuestiones.
Se podría decir que la
creatividad es imaginación aplicada.
Se puede ser creativo en
cualquier cosa que suponga utilizar la inteligencia. Se puede ser creativo en
la música, en la danza, en el teatro, en las matemáticas, en los negocios, en
nuestras relaciones con otra gente. Las personas son creativas de maneras tan
singulares porque la inteligencia humana es extraordinariamente heterogénea.
Déjame que te ponga dos ejemplos muy diferentes.
En 1988, el ex Beatle George
Harrison estaba a punto de publicar un álbum en solitario. En él figuraba una
canción titulada «This is Love» que tanto Harrison como su compañía
discográfica creían que podía ser un gran éxito musical. En aquellos días,
anteriores a las descargas de música por internet, el artista solía acompañar
la publicación de un single con una cara B —una canción que no aparecía en el
álbum del que se extraía el single— como valor añadido para los consumidores.
El problema en este caso fue que Harrison no tenía ninguna grabación que
pudiese utilizar como cara B. Por entonces, Bob Dylan, Roy Orbison, Tom Petty y
Jeff Lynne estaban con él en Los Angeles, donde Harrison vivía en esa época.
Mientras Harrison proyectaba las
líneas generales de la canción que tenía que grabar, se dio cuenta de que Lynne
estaba trabajando con Orbison, Enseguida, Harrison les pidió a Dylan y a Petty
que se unieran al grupo para cantar los coros de la canción. En un marco
fortuito, con la mínima presión asociada a la grabación de una cara B, estas
cinco leyendas del rock crearon «Handle with Care», una de las canciones más
memorables de la carrera de George Harrison tras los Beatles.
Cuando unos días más tarde,
Harrison le enseñó la canción a Mo Ostin, presidente de Warner Brothers
Records, y a Lenny Waronker, jefe de A&R, los dos se quedaron pasmados. La
canción no solo era demasiado buena para utilizarla como una humilde cara B,
sino que la colaboración había generado un sonido fácil y brillante que pedía a
gritos una plataforma mayor. Ostin y Waronker preguntaron a Harrison si el
grupo que había creado «Handle with Care» podría producir un álbum entero. A
Harrison la idea le pareció fascinante y la propuso a sus amigos.
Tuvieron que solucionar varios
detalles logísticos. En un par de semanas, Dylan saldría de gira y estaría
fuera durante mucho tiempo, y juntar después a todo el mundo iba a ser
complicado. Los cinco decidieron que harían todo lo que pudiesen durante el
tiempo que les quedaba antes de la marcha de Dylan. Utilizaron el estudio de un
amigo y sentaron las bases de las canciones que compondrían todo el álbum. No
tuvieron meses para pulir las letras de las canciones, para hacer docenas de
tomas de reserva, ni para preocuparse sobre la parte de una guitarra. En lugar
de eso, confiaron en algo mucho más innato: la chispa creadora generada por la
combinación de cinco voces musicales singulares.
Todos colaboraron en las
canciones. Todos donaron armonías vocales, líneas de guitarra y arreglos. Se
nutrieron los unos de los otros, se picaron entre sí y, sobre todo, se lo
pasaron en grande. El resultado fue una grabación informal — las canciones
parecían inventadas sobre la marcha — y, sin lugar a dudas, clásica. Para
adecuarse a la tranquila naturaleza del proyecto, decidieron quitar importancia
a su condición de estrellas y llamar a su improvisada banda los Traveling
Wilburys. El álbum acabó vendiendo cinco millones de copias y dio lugar a
múltiples éxitos musicales, incluida «Handle with Care». La revista Rolling
Stone nombró The Traveling Wilburys uno de los «100 mejores álbumes de todos
los tiempos». Creo que este es un buen ejemplo del proceso creativo en el
trabajo.
He aquí otro ejemplo, procedente
de otro ámbito: a principios de los años sesenta, un estudiante desconocido de
la Universidad de Cornell lanzó un plato al aire en el restaurante de la universidad.
No sabemos lo que le pasó al estudiante ni al plato después de eso. Puede que
el estudiante recogiera el plato con una sonrisa, o puede que el plato se
hiciera pedazos contra el suelo. De cualquier modo, este no sería un hecho
extraordinario si no llega a ser porque había alguien excepcional mirando.
Richard Feynman era un físico
estadounidense y uno de los genios indiscutibles del siglo xx. Se hizo famoso
por su trabajo innovador en varios campos, entre ellos la electrodinámica
cuántica y la nano tecnología. También fue uno de los científicos más
pintorescos y admirados de su generación: malabarista, pintor, bromista y
espléndido músico de jazz apasionado por los bongos. En 1965 ganó el premio
Nobel de Física. Feynman dijo que en parte aquello se debía al plato volante:
«Aquella tarde, mientras estaba almorzando, un chico lanzó un plato al aire en
la cafetería. El plato tenía un medallón azul, el símbolo de la Universidad de
Cornell; mientras subía y luego caía, me pareció que el medallón azul giraba a
más velocidad que la oscilación del plato; no pude evitar preguntarme por la
relación entre los dos. Solo estaba especulando y no le di mayor importancia,
pero después me entretuve con las ecuaciones del movimiento giratorio y
descubrí que, si la oscilación era pequeña, el medallón giraba con dos veces
más rapidez que el movimiento oscilatorio».
Feynman anotó algunas ideas en
una servilleta y, después del almuerzo, continuó sil jornada en la universidad.
Tiempo después, volvió a echar un vistazo a la servilleta y continuó jugando
con las ideas que había esbozado en ella: «Comencé a jugar con esta rotación,
lo que me llevó a un problema parecido al de la rotación de un electrón según
la ecuación de Dirac, y esto simplemente volvió a llevarme a la electrodinámica
cuántica, que era el problema en que había estado trabajando. Esta vez continué
jugando relajadamente, como había hecho al principio, y fue exactamente igual
que quitarle el corcho a una botella: todo salió a raudales y en muy poco
tiempo solucioné aquellas cosas por las que luego gané el premio Nobel».
Aparte del hecho de que ambos
giran, ¿qué tienen en común grabar discos y el movimiento de los electrones que
pueda ayudarnos a entender la naturaleza de la creatividad?
Resulta que mucho.
Dinámica creativa
La creatividad es el mejor
ejemplo de la naturaleza dinámica de la inteligencia, y puede requerir todas
las áreas de nuestra mente y de nuestro ser.
Permíteme que empiece con una
distinción preliminar. Dije antes que mucha gente cree que no es creativa
porque no sabe lo que esto implica. Esto es cierto en dos sentidos. El primero
es que hay algunas habilidades y técnicas generales del pensamiento creativo
que todo el mundo puede aprender y poner en práctica en casi cualquier
situación. Estas técnicas pueden ayudar a generar nuevas ideas, a clasificar
las que son útiles y las que lo son menos, y a eliminar obstáculos para hacerse
una nueva idea de las cosas, especialmente en grupos. Diría que son las
habilidades de la creatividad universal, y diré algo más sobre ellas en el
capítulo que dedico a la educación. Lo que quiero analizar en este capítulo es
la creatividad personal, que en ciertos aspectos es muy diferente.
Faith Ringgold, los Traveling
Wilburys, Richard Feynman y muchas de las otras personas de este libro son
todas muy creativas de una forma personal e inimitable. Trabajan en diferentes
áreas, y sus intereses y aptitudes individuales los guían. Han encontrado el
trabajo que les encanta hacer, y han descubierto en ellos un talento especial
para llevarlo a cabo. Están en su Elemento y esto impulsa su creatividad
personal. En este punto, entender cómo funciona la creatividad en general puede
ser instructivo.
La creatividad va un paso más
allá que la imaginación, porque exige que hagas algo en vez de estar tumbado pensando
en ello. Es un proceso enfocado a la práctica en el intento de hacer algo
innovador. Puede ser una canción, una teoría, un vestido, un cuento, un barco o
una nueva salsa para los espaguetis. A pesar de todo, tienen algunos rasgos
comunes.
El primero de ellos es que se
trata de un proceso. A veces las nuevas ideas se les ocurren a personas muy
formadas y no precisan un trabajo excesivo. Sin embargo, a menudo el proceso
creativo comienza con un presentimiento —como Feynman al observar el bamboleo
del plato, o la idea inicial de George Harrison para componer una canción— que
requiere un desarrollo adicional. Este recorrido puede tener diferentes etapas
y giros inesperados; puede recurrir a diferentes tipos de habilidades y conocimientos,
y acabar en algún punto totalmente impredecible cuando se comenzó a trabajar. A
la larga, Richard Feynman ganó el premio Nobel, pero no se lo dieron por la
servilleta en la que había escrito garabatos durante el almuerzo.
La creatividad implica varios
procesos diferentes relacionados entre sí. En primer lugar, hay que producir
nuevas ideas, imaginar diferentes posibilidades, considerar opciones
alternativas. Esto puede suponer jugar con las notas de un instrumento, hacer
algunos bocetos rápidos, anotar algunos pensamientos, mover objetos, o moverse uno
mismo, dentro de un espacio. El proceso creativo también supone desarrollar
estas ideas juzgando cuáles son más efectivas o parecen tener más calidad.
Ambos procesos —producir y evaluar ideas— son necesarios tanto si se está
componiendo una canción, pintando un cuadro, desarrollando una teoría
matemática, tomando fotografías para un proyecto, escribiendo un libro o
diseñando ropa. Además, no se producen en una secuencia predecible. Más bien
interactúan los unos con los otros. Por ejemplo, puede que un esfuerzo creativo
implique tener muchas ideas y al principio eso retrase la evaluación. Pero en
conjunto el trabajo creativo consiste en un delicado equilibrio entre producir
ideas, analizarlas y perfeccionarlas.
Puesto que se trata de hacer
cosas, el trabajo creativo siempre implica la utilización de alguna clase de
medio para desarrollar las ideas. El medio puede ser cualquier cosa. Los
Wilburys utilizaron las voces y las guitarras. Richard Feynman utilizó las
matemáticas. El medio de Faith Ringgold fueron los cuadros y los tejidos (y a
veces las palabras y la música).
A menudo, el trabajo creativo
también implica conectar con varias habilidades que tengas para hacer algo
original. Sir Ridley Scott es un laureado director con películas tan
taquilleras como Gladiator, Blade Runner, Alien y Telmay Louise. Sus películas
tienen algo que las distingue de las de otros directores de cine. El origen de
ese algo es su formación artística. «Debido a mis conocimientos de bellas artes
—me contó—, tengo ideas muy específicas a la hora de hacer cine. Siempre me han
dicho que tengo buen ojo. Nunca he pensado a qué se refieren, pero a menudo me
acusan de ser demasiado preciosista o de que mis películas son demasiado
hermosas, o demasiado esto o demasiado lo otro. Poco a poco he ido dándome
cuenta de que esto es una ventaja. Mi primera película, Los duelistas, la
criticaron por demasiado bella. Un crítico se quejó del “empleo excesivo de
filtros”. En realidad, no utilicé ninguno. Los “filtros” fueron cincuenta y
nueve días de lluvia. Creo que de lo que se quedó prendado fue del aspecto del
paisaje francés. Es posible que los mejores fotógrafos del período napoleónico
fueran los pintores. Así que me fijé en los cuadros que los pintores rusos
hicieron sobre Napoleón y que representaron la desastrosa expedición a Rusia.
Muchos de los mejores paisajes del siglo XIX que tratan este tema son clara y
simplemente fotográficos. Tomé de ellos absolutamente todo y lo puse en la
película.»
Normalmente, las personas que
utilizan la creatividad en el trabajo tienen algo en común: aman el medio en el
que trabajan.
Los músicos adoran las melodías
que componen, los escritores natos aman las palabras, a los bailarines les
encanta el movimiento, los matemáticos aman los números, los empresarios adoran
cerrar negocios, los grandes profesores aman la enseñanza. Por esta razón, las
personas que fundamentalmente aman lo que hacen no piensan en ello como si
fuera un trabajo en el sentido habitual de la palabra. Lo hacen porque quieren
y porque al hacerlo están en su Elemento.
Por eso Feynman dice que
trabajaba en las ecuaciones del movimiento «solo por diversión». Y esa es la
razón por la que habla de «jugar» con las ideas de «manera distendida». Los
Wilburys crearon algunas de sus mejores composiciones cuando simplemente estaban
probando y pasando un buen rato juntos haciendo música. El factor diversión no
es imprescindible para el trabajo creativo: hay muchos ejemplos de pioneros
creativos que no se permitieron muchas risas. Pero a veces, cuando nos
divertimos jugando con las ideas y reímos, estamos más abiertos a nuevos
pensamientos. A lo largo de cualquier trabajo creativo pueden darse
frustraciones, problemas y callejones sin salida. Conozco a personas
admirablemente creativas a las que algunas partes del proceso se les hacen
difíciles y muy desesperantes. Pero siempre hay un momento de verdadero placer,
así como un profundo sentimiento de satisfacción cuando sabes que has acertado.
Muchas de las personas de las que
hablo en este libro creen que fueron muy afortunadas al encontrar aquello que
les encanta hacer. Para algunas, fue amor a primera vista. Por eso llaman
epifanía al reconocimiento de su Elemento. Encontrar el medio que estimula tu
imaginación, con el que te encanta jugar y trabajar, es un paso importante para
liberar tu energía creativa. La historia está llena de ejemplos de personas que
no descubrieron sus verdaderas habilidades creativas hasta que toparon con el
medio a través del cual podían pensar mejor. Por propia experiencia sé que una
de las razones principales por las que tantas personas creen que no son
creativas es porque no han encontrado su medio. Más adelante abordaremos otras
razones, entre ellas el concepto de suerte. Pero primero observemos con mayor
atención por qué es tan importante el medio que utilizamos para el trabajo
creativo que hacemos.
Diferentes medios nos ayudan a
pensar de maneras distintas.
Un gran amigo mío, el diseñador
Nick Egan, nos regaló hace poco a mi mujer, Terry, y a mí dos cuadros que había
pintado para nosotros. A Nick le habían impresionado significativamente un par
de cosas que yo había dicho en unas conferencias. La primera era: «Nunca harás
nada original si no estás preparado para equivocarte». La segunda era: «Una
buena educación depende de una buena enseñanza». Creo que las dos son ciertas,
y esa es la razón por la que no dejo de repetirlas. Nick reflexionó acerca de
estas ideas y de cómo se habían aplicado a su propia vida, durante su
maduración y trabajo como artista en Londres. Decidió pintar unos cuadros en
torno a ellas y dedicó a la tarea varias semanas casi a tiempo completo.
Cada uno de los cuadros que pintó
para nosotros representa una de esas afirmaciones y es, en cierto modo, una
improvisación visual sobre ellas. Ambas son imágenes sorprendentes con una
energía casi primaria. Uno de los cuadros es casi todo negro y tiene palabras
garabateadas y rascadas sobre la pintura en la mitad del lienzo, como un
grafiti. El otro es casi todo blanco y las palabras están escritas como lo
hubiera hecho un niño, con pintura negra que gotea a lo largo del fondo. Uno de
ellos muestra una cara parecida a una caricatura que está entre una pintura
rupestre y el dibujo de un niño.
A primera vista, los cuadros
parecen apresurados y caóticos, pero un examen atento del lienzo revela, capa
tras capa, otras imágenes por debajo, construidas cuidadosamente y cubiertas en
parte por la pintura. Esto los da verdadera profundidad, al estar además
surcados por intrincadas texturas de colores y pinceladas que se vuelven más
vibrantes cuando se miran. La complejidad de las obras produce una sensación de
dinamismo y apremiante energía.
Aunque fueron mis palabras las
que le inspiraron, yo nunca podría haber pintado esos cuadros. Nick es
diseñador y artista visual. Tiene un talento natural y siente auténtica pasión
por el trabajo visual: sensibilidad para las líneas, los colores, las formas y
las texturas, así como para combinarlas y dar forma a nuevas experiencias
creativas. Desarrolla sus ideas mediante la pintura, la tiza, el pastel, los
grabados, el cine, el procesamiento de imágenes y otros muchos materiales y
medios visuales* La base material que emplea en cada proyecto afecta a las
ideas que tiene y a la forma de trabajar sobre ellas. Se diría que para él la
creatividad es como una conversación entre lo que se intenta descifrar y el
medio que se está utilizando. Los cuadros que finalmente nos regaló Nick eran
distintos de los del principio. Su aspecto había evolucionado mientras trabajaba
en ellos, y lo que quería expresar acabó aclarándose a medida que las pinturas
fueron tomando forma.
La creatividad con medios
diferentes es un asombroso ejemplo de la diversidad de la inteligencia y de las
formas de pensar. Richard Feynman tenía una gran imaginación visual. Pero él no
pretendía pintar un cuadro sobre los electrones; intentaba desarrollar una
teoría científica acerca de cómo actuaban. Para hacerlo, tuvo que utilizar las
matemáticas. Reflexionaba sobre los electrones, pero lo hacía matemáticamente.
Sin las matemáticas nunca podría haber pensado en ellos como lo hizo. Los
Wilburys reflexionaban acerca del amor y las relaciones personales, la vida y
la muerte y cosas por el estilo, pero no pretendían escribir un libro de
psicología. Reflexionaban sobre estos conceptos mediante la música. Tenían
ideas musicales, y música es lo que hicieron.
Entender el papel que desempeña
el medio que utilizamos para realizar el trabajo creativo es importante por
otra razón. Para desarrollar nuestras habilidades creativas es necesario que
desarrollemos también nuestras habilidades prácticas en el medio que
utilicemos. Es imprescindible que desarrollemos estas aptitudes de forma
adecuada. Conozco a muchas personas que han perdido el interés por las matemáticas
de por vida porque nadie los ayudó a ver las posibilidades creativas de esa
materia: como ya sabes, yo soy una de esas personas. Los profesores siempre me
presentaron las matemáticas como una serie interminable de rompecabezas cuyas
soluciones ya sabía otra persona, y las únicas opciones eran acertar o errar.
No fue así como Richard Feynman abordó las matemáticas.
Asimismo, conozco a muchas
personas que de niños habían pasado interminables horas practicando las escalas
del piano o de la guitarra y que no quieren volver a ver un instrumento nunca
más, debido a que el proceso era aburrido y repetitivo. Muchas personas han
decidido que simplemente no son buenas en matemáticas o en música, pero es
bastante probable que sus profesores les enseñaran mal o en un mal momento. Tal
vez deberían volver a intentarlo. Tal vez yo debería...
Abrir la mente
El pensamiento creativo implica
mucho más que los tipos de pensamiento lógico y lineal dominantes en la forma
occidental de considerar la inteligencia y en especial la educación. Los
lóbulos frontales del cerebro están implicados en alguna de las habilidades del
razonamiento superior. El hemisferio izquierdo es la zona asociada al
pensamiento lógico y analítico. Pero por regla general en el pensamiento
creativo está implicado mucho más cerebro que las pequeñas partes de la zona
delantera izquierda.
Ser creativo consiste en hacer
nuevas conexiones, de modo que podamos ver las cosas desde nuevos puntos de
vista y desde diferentes perspectivas. En el pensamiento lógico y lineal nos
movemos de una idea a otra mediante una serie de normas y convenciones.
Permitimos algunos movimientos y rechazamos otros porque son ilógicos. Si A + B
= C, podemos averiguar a qué es igual C + B. Los tests convencionales de
coeficiente intelectual ponen a prueba este tipo de razonamiento. Las reglas
del pensamiento lógico o lineal no siempre indican el camino del pensamiento
creativo. Al contrario.
A menudo, una percepción creativa
llega de forma no lineal. El pensamiento creativo depende en gran medida de lo
que a veces se llama pensamiento divergente o lateral, en especial al pensar en
metáforas o ver analogías. Esto era lo que estaba haciendo Richard Feynman
cuando vio una conexión entre la oscilación del plato y el giro de los
electrones. La idea que tuvo George Harrison para la canción «Handle with Care»
se le ocurrió cuando vio la etiqueta de un cajón de embalaje.
No quiero decir que la
creatividad sea lo opuesto al pensamiento lógico. Las reglas de la lógica
permiten crear e improvisar enormemente. Y lo mismo vale para todas las
actividades que estén sujetas a unas reglas. Pensemos en la creatividad que se
da en el ajedrez y en diferentes tipos de deportes, en la poesía, la danza y la
música, en los que hay reglas estrictas y convenciones. La lógica puede ser muy
importante en diferentes etapas del proceso creativo según el tipo de trabajo
que estemos llevando a cabo, en particular cuando valoramos nuevas ideas y cómo
se acomodan dentro de teorías existentes o las cuestionan. Aun así, el pensamiento
creativo va más allá del pensamiento lógico y lineal e implica a todas las
áreas de nuestra mente y nuestro cuerpo.
En la actualidad existe un amplio
consenso sobre que las dos mitades del cerebro cumplen funciones diferentes. El
hemisferio izquierdo está implicado en el razonamiento lógico y secuencial: el
lenguaje verbal, el pensamiento matemático, etc. El hemisferio derecho tiene
que ver con el reconocimiento de figuras, de caras, con la percepción visual, la
orientación y el espacio, y el movimiento. Con todo, estos compartimientos del
cerebro difícilmente funcionan de forma aislada el uno del otro. Si se observan
imágenes del cerebro en funcionamiento, se verá que es sumamente interactivo.
Como pasa en el resto de nuestro cuerpo, todas estas funciones están
relacionadas entre sí.
Las piernas tienen un papel
principal cuando corremos, pero con una sola pierna es bastante difícil
hacerlo. De la misma forma, cuando tocamos o escuchamos música participan
muchas partes diferentes del cerebro, desde la corteza cerebral, desarrollada
más recientemente, a la más primitiva, denominada «cerebro reptil». Ambas
tienen que trabajar de común acuerdo, por así decirlo, con el resto de nuestro
cuerpo, incluido el resto de nuestro cerebro. Desde luego, todos tenemos puntos
fuertes y débiles en las diferentes funciones y capacidades de nuestro cerebro.
Pero, como los músculos de los brazos y las piernas, estas capacidades serán
mayores o menores según las ejercitemos juntas o por separado.
Por cierto, algunas investigaciones
recientes apuntan que el cerebro de las mujeres puede ser más interactivo que
el de los hombres. El jurado aún no ha dado su veredicto, pero cuando leía
sobre esto me acordaba de una vieja cuestión de la filosofía occidental que a
menudo los profesores universitarios plantean a los alumnos de primero para
debatir. Trata de la relación de nuestros sentidos con nuestro conocimiento del
mundo. La esencia de la pregunta es si podemos saber si algo es verdadero,
aunque no dispongamos de ninguna prueba directa de ello a través de los
sentidos. El ejemplo más común es el siguiente: «Si un árbol cae en un bosque y
no hay nadie cerca que lo oiga caer, ¿hace ruido?». He dado cursos de filosofía
en los que los estudiantes y yo podíamos debatir acaloradamente sobre este tipo
de cuestiones durante muchas semanas. La respuesta, creo, es: «Claro que hace
ruido, no seáis ridículos». Pero yo era profesor titular, así que no había
ninguna necesidad de precipitarse. Un viaje reciente a San Francisco me recordó
estos debates. Vagaba por un mercadillo cuando vi a una persona que llevaba una
camiseta en la que ponía: «Si un hombre expresa su opinión en un bosque y no
hay ninguna mujer que le esté escuchando, ¿seguirá equivocado?». Probablemente.
No importa qué diferencias de
género puedan darse en el pensamiento cotidiano; la creatividad siempre será un
proceso dinámico que puede utilizar distintas formas de pensamiento al mismo
tiempo. El baile es un proceso físico y kinestésico. La música es una forma de
arte basada en los sonidos. Pero muchos bailarines y músicos utilizan las
matemáticas en su formación y actividad creadora, del mismo modo que, a menudo,
los científicos y los matemáticos piensan visualmente para imaginar y probar
sus ideas.
La creatividad también utiliza
mucho más que nuestro cerebro. Tocar instrumentos, crear imágenes, construir
objetos, interpretar un baile y hacer cualquier tipo de cosas son procesos
intensamente físicos, por mucho que estén orientados por los sentimientos, la
intuición y la hábil coordinación de las manos y los ojos, del cuerpo y de la
mente. En muchas ocasiones —en el baile, en una canción, en una actuación— no
se utiliza ningún medio externo. Nosotros somos el medio de nuestro trabajo
creativo.
El trabajo creativo también llega
hasta lo más profundo de nuestra mente intuitiva e inconsciente y de nuestro
corazón y nuestros sentimientos. ¿Has olvidado alguna vez el nombre de alguien?
¿O el nombre de algún lugar que hayas visitado? Con frecuencia, por mucho que
se intente, es imposible recordarlo, y cuanto más se piensa en ello, más
escurridizo se vuelve. Por regla general, lo mejor que se puede hacer es dejar
de intentarlo y «relegarlo al subconsciente». Es probable que más tarde, cuando
menos lo esperamos, nos venga el nombre a la cabeza. La razón es que en nuestra
mente hay mucho más que procesos intencionados del pensamiento consciente. Bajo
la ruidosa superficie de nuestra mente, hay profundas reservas de memoria y
asociación, de sentimientos y percepciones que procesan y registran nuestras
experiencias vitales más allá de nuestro conocimiento consciente. Así que
algunas veces la creatividad es un esfuerzo consciente. Otras, tenemos que
dejar fermentar nuestras ideas durante algún tiempo y confiar en la reflexión
inconsciente más profunda de nuestra mente, sobre la que tenemos menor control
A veces, cuando lo hacemos, aquello que hemos estado buscando viene rápidamente
a nosotros; es como «quitarle el corcho a una botella».
Reunirse
Aunque la naturaleza dinámica del
pensamiento creativo se puede apreciar en la obra de una persona, resulta más
evidente cuando se observa el trabajo de magníficos grupos creativos como los
Traveling Wilburys. Si el grupo triunfó no fue porque todos pensaban de la
misma forma, sino porque todos eran muy diferentes. Tenían talentos diversos,
intereses dispares y sonidos distintos. Pero encontraron la forma de trabajar
juntos porque las diferencias eran un estímulo para crear algo que nunca se les
hubiera ocurrido individualmente. En este sentido, la creatividad no solo se
obtiene a partir de nuestros recursos personales sino también del mundo más
amplio de las ideas y los valores de otras personas. Y aquí es donde el
argumento para desarrollar nuestros poderes creativos da un paso adelante.
Volvamos al Hamlet de
Shakespeare. En esta obra, el príncipe de Dinamarca está perturbado por
furiosos sentimientos debido a la muerte de su padre y a la traición de su
madre y su tío. A lo largo de toda la obra, se debate con sus sentimientos
acerca de la vida y la muerte, la lealtad y la traición y su propio significado
en la inmensidad del universo. Lucha por saber qué debería pensar y sentir
sobre los acontecimientos que están abrumando su espíritu. Al principio de la
obra, da la bienvenida a Rosen- crantz y Guildenstern, dos visitantes de la
corte danesa. Los saluda con estas palabras:
Mis muy queridos amigos. ¿Cómo
estáis, Guildenstern? ¿Y vos, Rosencrantz? Mis buenos camaradas, ¿estáis bien?
¿Cómo os va? ¿Qué habéis hecho contra Fortuna que así os envía a esta cárcel?.
La cuestión sorprende a
Guildenstern. Le pregunta a Hamlet qué quiere decir con «cárcel». Hamlet
responde: «Dinamarca es una prisión». Rosencrantz ríe y dice que si eso es
cierto, entonces todo el mundo es una cárcel. Hamlet contesta: «¡Y tanto! Y en
él hay celdas, mazmorras y calabozos, siendo Dinamarca el peor de todos ellos».
Rosencrantz le replica: «No lo creemos así, mi señor». La respuesta de Hamlet
es profunda: «No lo será para vosotros. Nada hay, a menos que así se piense,
que sea bueno o malo... Para mí es una cárcel».
El poder de la creatividad humana
es evidente en todas partes: en la tecnología que utilizamos, en los edificios
en los que habitamos, en la ropa que llevamos y en las películas que vemos.
Pero el alcance de la creatividad es mucho más grande. No solo afecta a lo que
aportamos al mundo, sino también a lo que hacemos con él: no solo lo que
hacemos, sino también lo que pensamos y sentimos acerca de él.
Que se sepa, a diferencia del
resto de las especies, nosotros no solo estamos en el mundo. Pasamos gran parte
de nuestro tiempo hablando y pensando acerca de lo que sucede e intentando
entender qué significa. Podemos hacerlo debido al asombroso poder de la
imaginación, que sostiene nuestra capacidad de pensar en palabras y números, en
imágenes y gestos, así como en utilizar todo ello para desarrollar teorías y
artefactos, junto a todas las complejas ideas y valores que configuran las
diversas perspectivas sobre la vida humana. No solo vemos el mundo tal como es;
lo interpretamos mediante las ideas y creencias que han dado forma a nuestras
culturas y a nuestro punto de vista personal. Todo ello se interpone entre
nosotros y nuestra cruda experiencia del mundo, actuando como un filtro sobre
lo que percibimos y cómo pensamos.
La idea que tenemos acerca de
nosotros mismos y del mundo hace que seamos quienes somos y lo que podemos
llegar a ser. Esto es lo que quiere decir Hamlet cuando señala que «Nada hay
que sea bueno o malo, a menos que así se piense». La buena nueva es que siempre
podemos intentar pensar de otro modo. Si nosotros formamos nuestra visión del
mundo, también podemos recrearla tomando una perspectiva distinta para
reconfigurar nuestra situación. En el siglo XVI, Hamlet dijo que pensaba
metafóricamente acerca de Dinamarca como una prisión. En el siglo XVII, Richard
Lovelace escribió un poema para su amada, Althea. Tomando la posición
contraria, Lovelace dijo que para él una prisión sería un lugar de autonomía y
libertad con tal de que pudiera pensar en Althea. Así es como acaba el poema:
Los muros de piedra no hacen una
prisión, ni los barrotes de hierro una jaula; mentes inocentes y calmas toman
aquello por un ermitaño; si yo tengo libertad en mi amor; y dentro de mi alma
soy libre, solo los ángeles se elevan de tal modo; disfruta de tal libertad.
William James, que vivió en el
siglo xix, se convirtió en uno de los pensadores fundadores de la psicología
moderna. Por entonces se entendía cada vez más que nuestras ideas y formas de
pensar podían recluirnos o liberarnos. James lo expuso de la siguiente manera:
«El mayor descubrimiento de mi generación es que los seres humanos pueden
alterar su vida modificando su disposición de ánimo... Si cambias tu forma de
pensar, puedes cambiar tu vida».
Este es el auténtico poder de la
creatividad y la verdadera promesa de estar en el Elemento.
Ewa Laurance es la jugadora de
billar pool más famosa de todo el planeta. Conocida como Striking Viking, se la
considera la número uno del mundo, ganó el campeonato europeo y el US National,
ha aparecido en la portada del New York Times Magazine, se han publicado
artículos sobre ella en People, Sports Illustrated, Forbes y muchas otras
publicaciones, aparece con regularidad en la televisión y es comentarista en
ESPN.
En la zona
Creció en Suecia, donde descubrió
el juego mientras seguía la pista a su hermano mayor: «Mi mejor amiga, Nina, y
yo siempre estábamos perdiendo el tiempo, tanto como lo puedan llegar a hacer
dos amigas íntimas. Un día, cuando tenía catorce años, las dos seguimos a mi
hermano y a su amigo hasta una bolera a la que solían ir a jugar y decidimos
echar un vistazo. Estuvimos un rato y entonces comenzamos a aburrirnos
profundamente. Descubrimos que se habían ido a un sitio llamado sala de billar.
Nunca había oído hablar del billar. Los seguimos y recuerdo que en cuanto puse
el pie allí sentí algo especial. El conjunto me encantó: la sala a oscuras, las
lámparas sobre cada una de las mesas y el ruido de las bolas. En el acto pensé
que era sencillamente fascinante.
«AlIí había una colectividad en
la que todos conocían esa cosa llamada billar, y me atrapó al instante. Nos sentíamos
intimidadas y llenas de curiosidad, pero nos limitamos a sentarnos y observar.
Todo desaparece cuando te sientas a observar cómo la gente juega al billar, o
cuando eres tú quien juega. En el billar es fácil que esto ocurra porque cada
mesa es un escenario distinto. Así que todo lo que estaba a mí alrededor
desapareció y eso fue todo lo que vi. Observaba a esos jugadores que sabían
exactamente lo que estaban haciendo. Me di cuenta de que el billar no podía
limitarse simplemente a hacer que las bolas chocaran y a esperar a que alguna
de ellas se colara dentro. Hubo un tipo que metió una bola tras otra, metió
sesenta, setenta, ochenta bolas seguidas, y entendí que cada vez que movía la
bola blanca de lugar pensaba en el siguiente tiro. Y fue su conocimiento y
destreza lo que de verdad me dejó asombrada: la parte del billar que se parece
al ajedrez, la de anticipar tres, cuatro jugadas y encima tener que hacerlas».
A partir de ese momento
epifánico, Ewa supo que quería dedicar su vida al billar. Por fortuna, sus
padres la apoyaron permitiéndole jugar de seis a diez horas diarias en una sala
de billar de la localidad; hacía los deberes entre tiro y tiro. «La gente de
allí sabía que me tomaba el juego en serio, por lo que me dejaban tranquila.
Pero también nos divertíamos muchísimo. Cuando encuentras un lugar en el que a
todo el mundo le gusta lo mismo que a ti, te lo pasas en grande. Así que
aquellos tipos raros y yo (todos jugábamos juntos al billar) pasamos a ser como
una gran familia.»
En 1980, a los dieciséis años de
edad, Ewa ganó el campeonato sueco. A los diecisiete ganó el primer Campeonato
de Europa Femenino. Esto le reportó una invitación a Nueva York para que
representara a Europa en el Campeonato Mundial. «Me pasé todo aquel verano
practicando. La sala de billar no abría hasta las cinco de la tarde, así que
por la mañana cogía el autobús hasta la parte de la ciudad donde vivía el
dueño, recogía las llaves de la sala de billar, tomaba el autobús de vuelta a
la ciudad y entraba en la sala. Hice eso durante todo el verano, y jugaba diez,
doce horas al día. Luego fui al torneo en Nueva York y no gané; quedé en
séptima posición. Me sentí muy decepcionada por no haberlo hecho mejor, pero al
mismo tiempo pensé: “Uau, ¡soy la séptima del mundo!”.»
Aunque a sus padres no les
gustaba que estuviera tan lejos de casa, Ewa decidió quedarse en Nueva York
para continuar dedicándose al billar; sabía que en Estados Unidos tendría la
oportunidad de jugar con regularidad contra los mejores del mundo. Además de
anotarse victorias, se convirtió en la portavoz de las mujeres jugadoras de
billar. Su talento, su pasión y su bellísimo aspecto hicieron de ella una
estrella en los medios de comunicación y ayudó a que el medio que amaba
alcanzara nuevos niveles de popularidad.
La fama y las recompensas
financieras acompañaron a Ewa Laurance en su ascenso a la cima. Pero para ella,
lo mejor siguió siendo el juego: «Casi no te das cuenta de lo que pasa a tu alrededor.
Es realmente el sentimiento más singular del mundo. Es como estar dentro de un
túnel, pero en el que no ves nada más. Solo ves lo que estás haciendo. El
tiempo pasa, y si alguien te pregunta cuánto tiempo llevas jugando, tú dices
que veinte minutos cuando en realidad llevas nueve horas. No sé, nunca me ha
pasado nada parecido, aunque me apasionan muchas otras cosas. Para mí, la
sensación de jugar al biliar es única.
«Parte de la belleza del billar
es lo mucho que puedes aprender. Es una negociación interminable. La forma en
que las bolas se distribuyen nunca es la misma, por lo que siempre hay algo que
hace que sigas interesada. Me encanta la física y la geometría del juego:
aprender y entender los ángulos y descubrir lo fuerte que tienes que darle a
una bola para cambiar el ángulo y hacer que la bola blanca vaya donde tú
quieres. Y aprender cuáles son los límites y las posibilidades. Ser capaz de
controlar la bola blanca para que se mueva 6.4 centímetros en vez de 7.5 es una
sensación increíble. Así que en lugar de luchar contra los elementos logras
descifrar la manera de trabajar con ellos.
«Ni la geometría ni la física me
interesaban lo más mínimo en el colegio, y tampoco se me daban bien. Por alguna
razón, cuando juego las veo claramente. Miro la mesa y veo literalmente líneas
y diagramas por todas partes. Veo: “Voy a poner la 1 aquí, la 2 por acá, la 3
irá allá abajo, voy a tener que darle tres veces a la banda para la 4, la 6 va
aquí abajo, ningún problema, tengo 7, 8, 9, estoy fuera’. Las veo todas
alineadas. Y entonces, si le das un poquito mal a una bola, de repente,
inesperadamente, te aparece un nuevo diagrama en la cabeza. Tienes que resolver
el problema porque no estás donde querías estar. Te has desviado quince
centímetros, así que ahora tienes que reformularlo todo.
«La geometría no me atraía en el
colegio. Tal vez habría sido distinto si hubiese tenido un profesor diferente,
alguien que simplemente me hubiera dicho: “Ewa, piensa en ello de este modo” o
“Míralo de esta forma y lo entenderás”. O podrían haber llevado a toda la clase
a una sala de billar y decir: “¡Mirad esto!”. Pero era una asignatura tan
aburrida... ¿Sabes?, hasta me costaba mantener los ojos abiertos en clase. Pero
ahora, cuando le doy clases a alguien, intento hacerme una idea rápidamente de
si tiene coordinación ó culo-manual y si solo está interesado en el juego o
también le interesa la geometría y la física que hay en él. ¿Tiene cierta
inclinación por las matemáticas?».
Ewa lleva cerca de treinta años
jugando profesionalmente al billar. A pesar de todo, sigue sintiendo la misma
emoción: «Todavía, después de todos estos años, me pongo nerviosa incluso
cuando hago una exhibición. La gente me dice: “Bueno, ya lo has hecho tantas
veces...”. Pero eso no importa; lo importante es vivir ese momento».
Jugar al billar sitúa a Ewa
Laurance dentro de la zona. Y estar en la zona pone a Ewa Laurance cara a cara
con su Elemento.
La zona
Estar en la zona es estar en lo
más profundo del Elemento. Hacer lo que amamos puede implicar todo tipo de
actividades imprescindibles para el Elemento pero que no son su esencia: cosas
como estudiar, organizar, planificar, entrenar, etc. E incluso cuando estamos
haciendo aquello que amamos, pueden darse frustraciones, decepciones y momentos
en los que sencillamente no funciona o no cuaja. Pero cuando lo hace,
transforma nuestra experiencia del Elemento. Nos volvemos decididos y
entregados. Vivimos el momento. Nos perdemos en la experiencia y damos lo
máximo de nosotros mismos. Nuestra respiración cambia, nuestra mente se funde
con nuestro espíritu y sentimos cómo nos adentramos en el corazón del Elemento.
Aaron Sorkin es autor de dos
piezas teatrales de Broadway, Algunos hombres buenos y The Farnsworth
Invention; de tres series de televisión: Sports Night, El ala oeste de la Casa
Blanca y Studio 60 on the Sunset Strips y de cinco películas, Algunos hombres
buenos, Malicia, El presidente y Miss Wade, La guerra de Charlie Wilson y Trial
of the Chicago 7, que se estrenará próximamente. Ha sido candidato a trece
premios Emmy, ocho Globos de Oro y a un Oscar por la mejor película.
«Nunca me propuse ser escritor
—me contó—, siempre me consideré un actor. Me gradué en interpretación. Me
apasionaba tanto que cuando estaba en el instituto y sin blanca, solía coger el
tren hasta la ciudad de Nueva York y esperaba a que hubiera asientos vacíos
durante la segunda parte de cualquier obra de teatro para colarme a escondidas
después del descanso...
Escribir por diversión no fue
algo a lo que fuera introducido. Siempre me pareció una lata. Una vez escribí
una pieza corta para una fiesta en la universidad y mi profesor, Gerard Moses,
me dijo: “Supongo que sabes que si quisieras podrías ganarte la vida con esto,
¿no?”. Pero yo no tenía ni idea de qué hablaba. “¿Hacer qué?”, pensé, y seguí
adelante.
Unos meses después de dejar el
colegio, un amigo mío que iba a marcharse de la ciudad y que conservaba la
antigua máquina de escribir de su abuelo, me pidió que se la guardara. Entonces
le estaba pagando cincuenta dólares a la semana a un amigo para que me dejara
dormir en el suelo de su minúsculo apartamento en el Upper East Side de Nueva
York. Durante algún tiempo trabajé con una compañía de teatro para niños e hice
alguna que otra incursión en el mundo de las telenovelas. Era 1984 y estaba
haciendo mi ronda de audiciones.
Un fin de semana, todos mis
amigos se fueron de la ciudad. Era uno de esos viernes por la noche en Nueva
York en los que te parece que han invitado a todo el mundo a una fiesta menos a
ti. No tenía dinero, la televisión no funcionaba y cuanto podía hacer era
perder el tiempo con un papel y la máquina de escribir. Me senté y escribí
desde las nueve de la noche hasta el mediodía siguiente. Me enamoré de aquello.
Me di cuenta de que la causa de
todos aquellos años de clases de interpretación y de viajes en tren para ir al
teatro no eran las representaciones sino la obra en sí misma. Había sido un
actor engreído, nunca he sido una persona tímida, pero jamás pensé en escribir
hasta aquella noche.
La primera obra que escribí no
fue demasiado bien, pero comencé a tener éxito con Hidden in this Picture.
Entonces mi hermana, que es abogada, me explicó un caso que había sucedido en
la bahía de Guantánamo: unos marines que habían sido acusados de matar a un
compañero. La historia me intrigó y me pasé el siguiente año y medio
escribiendo la obra de teatro Algunos hombres buenos.
Cuando se estaba representando en
Broadway, me acordé de la conversación que había mantenido con Gerard y le
llamé para preguntarle si era a eso a lo que se refería.
Le pregunté a Aaron cómo se
siente cuando está escribiendo. «Cuando la cosa va bien —dijo— me siento
totalmente perdido en el proceso. Cuando va mal, busco desesperadamente la
zona. Tengo linternas encendidas y la busco desesperadamente. No puedo hablar
en nombre de otros autores, pero básicamente soy como un interruptor que se
enciende y apaga de forma intermitente. Cuando siento que lo que estoy
escribiendo es bueno, todo en mi vida es bueno, y aquellas cosas que no lo son
parecen to- talmente controlables. Si no va bien, Miss América podría estar de
pie frente a mí en traje de baño concediéndome el premio Nobel y no me sentiría
feliz.»
Hacer aquello que se ama no
garantiza estar en la zona todo el tiempo. A veces uno no está de buen humor o
es un mal momento y las ideas simplemente no fluyen. Algunas personas
desarrollan rituales personales para alcanzar la zona. Estos no siempre sirven.
Le pregunté a Aaron si tenía técnicas propias. Dijo que no las tenía y que le
gustaría tenerlas. Pero lo que sí sabe es cuándo dejar de intentarlo.
«Cuando lo que estoy escribiendo
no funciona, lo dejo a un lado y vuelvo a intentarlo al día siguiente o al
otro. Algo que suelo hacer es pasear en coche y escuchar música. Intento
encontrar algún lugar en el que no tenga que pensar demasiado a la hora de
conducir, como una autopista, en el que uno no tenga que pararse en los
semáforos en rojo, girar o algo por el estilo.».
Lo que no hago es ver películas
de otra gente ni programas de televisión, ni leo sus obras de teatro por miedo
a que sean muy buenas y o bien me hagan sentir peor o simplemente consigan que
me incline a imitar lo que ellos estén haciendo.
En el mejor de los casos, el
proceso de escritura es para Aaron del todo absorbente. «Para mí, escribir es
una actividad muy física. Interpreto todos los papeles, me levanto y me siento
a mi escritorio, doy vueltas y más vueltas. De hecho, cuando todo va bien,
acabo descubriendo que he estado dando vueltas alrededor de mi casa, situada
delante del lugar en el que escribo. Dicho de otro modo, he estado escribiendo
sin escribir. Entonces tengo que volver a la página en la que esté trabajando
para asegurarme de que realmente escribo lo que acabo de hacer.»
Con toda probabilidad, a lo largo
de tu vida has tenido momentos en los que te has «perdido» dentro de una
experiencia, tal como le pasó a Aaron Sorkin cuando al fin conectó con la
escritura. Empiezas a hacer algo que te encanta y pierdes de vista el resto del
mundo. Pasan las horas, y parecen minutos. Durante ese tiempo, has estado «en
la zona». Aquellos que han adoptado el Elemento se encuentran con regularidad
en ese lugar. Con ello no pretendo decir que les parezca dichosa toda
experiencia que suponga hacer aquello que aman, pero con regularidad tienen
experiencias óptimas mientras lo hacen y saben que volverán a tenerlas.
Personas distintas encuentran la
zona de distintos modos. Para algunos llega a través de una intensa actividad
física: deportes muy exigentes físicamente, el riesgo, la competición y puede
que la sensación de peligro. Es probable que para otros llegue a través de
actividades que parecen físicamente pasivas: la escritura, la pintura, las
matemáticas, la meditación y otras formas de contemplación intensa. Como dije
antes, no tenemos un Elemento por persona, ni tampoco hay un solo sendero para
cada uno de nosotros a través del cual llegar a la zona. Puede que tengamos
diferentes experiencias de él a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, se dan
algunas características comunes al estar en ese lugar mágico.
¿Ya hemos llegado?
Una de las señales más
significativas de que estamos en la zona es la sensación de libertad y
autenticidad. Cuando hacemos algo que nos gusta y que se nos da bien, tenemos
muchas más probabilidades de centrarnos en nuestra verdadera autoconciencia:
ser quienes en realidad creemos ser. Cuando estamos en nuestro Elemento,
sentimos que estamos haciendo lo que se supone que tenemos que estar haciendo y
siendo lo que se supone que tenemos que ser.
También el tiempo se siente de
forma distinta en la zona. Cuando se está conectado de esta manera con nuestros
más profundos intereses y nuestra energía natural, el tiempo tiende a pasar más
rápido, con mayor fluidez. Para Ewa Laurance, nueve horas pueden parecer veinte
minutos. Sabemos que cuando tenemos que hacer cosas con las que no sentimos una
fuerte conexión ocurre justamente lo contrario. Todos hemos tenido experiencias
en las que veinte minutos pueden parecer nueve horas. En esos momentos, no
estamos en la zona. De hecho, es probable que estemos muy lejos de ahí.
Este cambio en la percepción del
tiempo (el bueno, no el malo) yo lo experimento con mayor frecuencia cuando
trabajo con gente y en especial cuando doy una conferencia. Cuando me entrego a
examinar y presentar ideas ante grupos de personas, el tiempo tiende a pasar
más rápidamente, con mayor fluidez. Puedo estar en una sala con diez o veinte
personas, o con cientos, y siempre ocurre lo mismo. Durante los primeros cinco
o diez minutos, trato de sentir la energía de la estancia tanteando para
atrapar la longitud de onda adecuada. Esos primeros minutos pueden pasar
despacio. Pero luego, cuando hago la conexión, entro en una velocidad distinta.
Cuando le tomo el pulso a la sala siento una energía diferente —y creo que
ellos también— que me hace seguir adelante a un ritmo distinto y en un espacio
diferente. Cuando esto ocurre, puedo mirar el reloj y comprobar que ha pasado
una hora.
La otra característica común a
aquellos que conocen esta experiencia es el desplazamiento hacia cierto tipo de
«metaestado» donde las ideas aparecen más rápidamente, como si estuvieses
conectado a una fuente que hace que sea significativamente más fácil lograr tu
cometido. Cualquier cosa que estés realizando resulta sencilla porque unificas
la energía con el proceso y con el esfuerzo que estás haciendo. Y sientes
realmente que las ideas fluyen a través y fuera de ti, y que de alguna forma
estás canalizándolas; estás siendo su instrumento en vez de obstruirlas o de
empeñarte en alcanzarlas. El músico Eric Clapton lo describe como estar «en
armonía con el tiempo. Es una sensación magnífica».
Este cambio puede verse y
experimentarse en todo tipo de representaciones: actuando, en el baile, en los
conciertos y en los deportes. De repente ves que la gente ha entrado en una
fase diferente. Los ves relajados, ves que se están soltando y que se
convierten en instrumentos de su propia expresión.
Jochen Rindt, el corredor del
Grand Prix, dijo que cuando compites «pasas de todo lo demás y simplemente te
concentras. Te olvidas del resto del mundo y te vuelves parte del coche y de la
pista. Es una sensación muy especial. Estás completamente fuera de este mundo y
totalmente en él. ¡No hay nada comparable!».
El aviador Wilbur Wright lo
describía de esta forma: «Cuando sabes, después de los primeros minutos, que
todo el mecanismo funciona a la perfección, la sensación es tan intensa y
deliciosa que casi no se puede describir. Más que cualquier otra cosa, es una
sensación de paz perfecta mezclada con una emoción que tensa todos tus nervios
al máximo, si se puede concebir semejante combinación».
La célebre deportista Monica
Seles dice: «Cuando juego mi mejor tenis me siento en la zona. —Pero apunta—:
En cuanto piensas que estás en la zona, sales de ella».
El doctor Mihaly Csikszentmihaíyi
dedicó «décadas a la investigación sobre los aspectos positivos de la
experiencia humana: la alegría, la creatividad, el proceso de total implicación
con la vida, a lo que llamo fluir». En su famosa obra Fluir: Una psicología de
la felicidad el doctor Csikszentmihaíyi escribe acerca del «estado mental en el
que la conciencia está organizada en armonía, y [la gente] quiere continuar con
lo que esté haciendo por su propio bien». Lo que el doctor Csikszentmihaíyi
llama «fluir» (muchos otros lo llaman «estar en la zona») «sucede cuando la
energía psíquica —o atención— se centra en objetivos realistas y cuando las
habilidades se corresponden con las oportunidades para la acción. La búsqueda
de un objetivo trae orden al conocimiento porque exige concentrar toda la
atención en la tarea inmediata y olvidar momentáneamente todo lo demás».
El doctor Csikszentmihaíyi habla
de los «elementos de disfrute», los componentes que encierra una experiencia
óptima. Estos incluyen enfrentarse a un desafío que requiera de una habilidad
concreta, sumergirse completamente en una actividad, objetivos claros y
reacción, concentración en el cometido que le permita a uno olvidarse de todo
lo demás, pérdida de la autoconciencia y sensación de que el tiempo se
«transforma» durante la experiencia. «El elemento clave de una experiencia
óptima —dice en el libro — es que es un fin en sí misma. La actividad que nos
consume se vuelve inherentemente gratificante incluso si en un principio se
emprendió por otras razones.»
Es muy importante entender este
punto. Estar en el Elemento y, en especial, estar en la zona, no quita energía:
la da. Me gustaba observar cómo los políticos se pelean por ganar las
elecciones, o cómo intentan mantenerse en el puesto después de ganarlas y se
preguntan cómo continuar. Se los puede ver viajando por todo el mundo, bajo
constante presión para que actúen, tomando decisiones cruciales en cada
comparecencia, viviendo con un horario irregular y siendo el centro constante
de la atención pública. Me preguntaba cómo no se caen al suelo de puro
agotamiento. El hecho es que la mayor parte de lo que hacen les encanta, o no
lo harían. Las mismas cosas que a mí me agotarían, a ellos les dan más marcha.
Las actividades que nos gustan
nos llenan de energía incluso cuando estamos agotados físicamente. Las
actividades que no nos gusta hacer nos agotan en unos minutos, incluso si las
abordamos en buenas condiciones físicas. Esta es una de las claves del Elemento
y una de las principales razones de por qué es vital que todas las personas lo
encuentren. Cuando la gente se coloca en situaciones que la llevan a estar en
la zona, conecta con una fuente de energía primaria. Está literalmente más viva
debido a ello.
Estar en la zona es como si te
enchufaran a un alimentador de corriente: mientras estás conectado, recibes más
energía de la que gastas. La energía hace funcionar nuestra vida. No se trata
de una simple cuestión de energía física que o se tiene o no se tiene, sino de
nuestra energía mental o psíquica. La energía mental no es una sustancia fija.
Sube y baja según la pasión y el compromiso que pongamos en lo que estemos
haciendo en ese momento. El elemento diferenciador clave se encuentra en
nuestra actitud y en nuestra sensación de resonancia con respecto a una
actividad. Como dice la canción: «Podría haber bailado durante toda la noche».
Estar en el Elemento, tener esa
experiencia de fluidez, es enriquecedor porque es una manera de unificar
nuestras energías y de que nos sintamos profundamente conectados a nuestro
sentido de identidad, algo que de forma curiosa acontece a través de una
sensación relajante, de hallar perfectamente natural estar haciendo lo que se
está haciendo* Es sentirse a gusto dentro de la propia piel, sentirse conectado
a nuestros impulsos internos o a nuestra energía.
Estas experiencias culminantes
están vinculadas a cambios fisiológicos del cuerpo: es posible que el cerebro
libere endorfinas y el cuerpo, adrenalina.
Puede haber un incremento de la
actividad de las ondas alfa, cambios en nuestro metabolismo, en el ritmo de
nuestra respiración o de los latidos del corazón. La naturaleza específica de
estos cambios fisiológicos depende del tipo de actividad que nos haya llevado a
la zona y de lo que se esté haciendo para seguir allí.
Cualquiera que sea la forma de
llegar hasta ella, estar en la zona es una experiencia poderosa y
transformadora. Tan convincente que puede llegar a ser adictiva, pero una
adicción en muchos sentidos saludable.
Comunicar
Al conectar con nuestra energía
nos abrimos más a la energía de otras personas. Cuanto más vivos nos sintamos,
más podremos contribuir a la vida de los demás.
El poeta de hip- hop Black Ice
aprendió desde muy pequeño que sus palabras podían poner de manifiesto sus
emociones y las de los demás. «Mi madre solía hacerme escribir sobre
absolutamente todo —le contó a un entrevistador—. Cuando me metía en problemas,
cuando me sentía feliz o incluso cuando estaba asustado. Era un chico muy
atolondrado. Cuando comenzaron a gustarme las chicas, solía escribirles cartas.
Las mías eran mejores que las típicas de “sí, no, puede que sí”. Descubrí la
palabra hablada de adulto. Fui a un lugar en el que se leía poesía con la
esperanza de conocer a alguna mujer. Era la noche de “micrófono abierto” y
cuando una tía hizo el ridículo, el público la animó y le ofreció su apoyo.
Estaba pasmado. Siendo una persona tan dinámica, me sorprendió comprobar todo
lo que podía llegar a contar en aquel club en voz alta sobre, por ejemplo, el
día a día de una peluquería. Era capaz de soltar lo que tenía dentro y la gente
entendía de qué estaba hablando.»
Black Ice, de nacimiento Lamar
Manson, pasó de aquellas actuaciones iniciales a escenarios cada vez mayores.
Apareció durante cinco temporadas consecutivas en Def Poetry Jam de HBO, fue
miembro destacado del elenco de Def Poetry on Broadway, ganador de un Tony
Award; lanzó su primer álbum al mercado en uno de los principales sellos
discográficos, y actuó delante de fnillones de personas en el concierto Live 8.
Su mensaje es optimista y mo- tivador, habla de la importancia de la familia y
del poder de la juventud. En respaldo de sus letras, fundó el Hoodwatch
Movement Organization para ayudar a que los chicos de los suburbios vayan por
el buen camino y comprendan el alcance de su potencial. Los críticos elogian su
trabajo y el público responde con pasión, y cuando lo ves sobre un escenario
puedes sentir que está en la zona.
Para Black Ice, sin embargo, este
acceso a la zona procede de su sentido del deber. «Mi vida ha sido tan
significativa que tengo que escribir cosas que lleguen a la gente —dijo en otra
entrevista —. Tengo un legado que defender. Crecí rodeado de grandes hombres.
Mi padre, mis tíos y mi abuelo son mis héroes, y solo por ello hay algunas
cosas que nunca podría llegar a decir. Nunca podría mirar a mi padre a la cara
si supiera que mis canciones, que suenan en la radio, dicen tonterías.
«Mi voz es mi don. Carecería de
sentido si no transmitiese nada. Es muy importante. Ahora puedo ver lo
importante que es en la sociedad. A veces me desanimo, pero tengo la convicción
de que puedo aportar algo. Somos quienes somos, pero quiero llegar hasta los
chicos y que mi mensaje perdure en los oídos de los niños de siete y ocho años.
Decirles: “Vas a ser algo... no hay ningún otro compromiso si tú no quieres;
vas a ser algo”.»
Este es otro de los secretos de
estar en la zona: que cuando estás inspirado, tu trabajo puede inspirar a los
demás. Estar en la zona te conecta con tu yo más natural. Y cuando estás en ese
lugar, puedes contribuir en un nivel mucho mayor.
Una de las ideas que ya hemos
tratado —y a la que volveremos más adelante (no tiene sentido utilizar una
buena idea solo una vez)— es que la inteligencia es distinta en cada persona.
Este es un punto especialmente importante que hay que reconocer al explorar el concepto
de estar en la zona. Estar en la zona tiene mucho que ver con utilizar de forma
óptima el tipo de inteligencia que tengas. Eso es a lo que se refiere Ewa
Laurance cuando habla del billar y la geometría. Es con lo que conecta Mónica
Seles cuando su inteligencia física y su agudeza mental se convierten en una
sola cosa, lo que Black Ice evoca cuando entreteje sus palabras nacidas tanto
de una atenta observación como de un refinado oído para el ritmo.
Sé tú mismo
Cuando una persona se encuentra
en la zona, se alinea de modo natural con una forma de pensar
que funciona mejor para ella.
Creo que esta es la razón por la que el tiempo parece tomar una nueva dimensión
cuando se está en la zona. Procede de un nivel de desenvoltura que permite una
total inmersión y que hace que sencillamente el tiempo no «se sienta» de la
misma forma. Esta ausencia de esfuerzo está directamente relacionada con los
estilos de pensamiento. Cuando las personas utilizan un estilo de pensamiento
totalmente natural a ellas, todo sucede con mayor facilidad.
Puedo comprender la lógica de
esto porque es evidente que personas diferentes piensan acerca de las mismas
cosas de forma distinta. Hace unos años fui testigo, con mi hija Kate, de un
ejemplo significativo. Kate se acerca al mundo visualmente. Es muy lista,
desenvuelta y culta, pero pierde el interés muy rápido cuando le explican
alguna cosa (de todo tipo, no solo aquellas que implican que tiene que limpiar
su habitación). Poco después de nuestra llegada a Los Ángeles desde Inglaterra,
su profesor de historia comenzó a explicar la parte sobre la guerra de
Secesión. Al no ser estadounidense, Kate sabía muy poco acerca de este período
de la historia del país, y sacó muy poco de la relación de fechas y
acontecimientos por parte de su profesor. Esta aproximación — llenar la cabeza
de los alumnos con una serie de datos de una lista— la interesó poco. Pero se
acercaba el examen de la asignatura y no podía pasar del tema.
Como sabía que Kate tenía una
inteligencia visual muy fuerte, le aconsejé que considerara la idea de crear un
mapa mental. El mapeo mental, técnica creada por Tony Buzan, permite que una
persona se haga una representación visual de un concepto o de cierta cantidad
de información. Hay que situar el concepto principal en el centro del mapa y,
con líneas, flechas y colores, conectar otras ideas a ese concepto. Tenía el
presentimiento de que, con su tendencia a pensar visualmente, Kate sacaría
partido de contemplar la guerra desde esa perspectiva.
Unos días después, Kate y yo salimos
a almorzar y le pregunté si había tenido la posibilidad de probar a hacer un
mapa mental. Resultó que había hecho mucho más que probarlo. Mediante esta
técnica se había creado en su mente una representación tan intensa de la guerra
de Secesión que se pasó los siguientes cuarenta minutos contándome los
episodios principales y las consecuencias. Al contemplarlo desde esta
perspectiva —que aprovechaba una de las formas primordiales en las que ella
piensa—, Kate pudo entender la guerra de un modo que nunca le habrían
proporcionado los datos de una lista. Al haberse hecho un mapa mental, podía
ver con claridad las imágenes en su mente, como si las hubiese fotografiado.
Romper las barreras mentales
Se ha intentado varias veces
clasificar los estilos de pensamiento, e incluso los tipos de personalidad,
para así poder entender y organizar a la gente de manera más eficaz. Estas
categorías pueden ser más o menos útiles si no perdemos de vista que solo son
una forma de pensar las cosas y no las cosas mismas. Con frecuencia, estos
sistemas de tipos de personalidad son especulativos y no muy fidedignos porque
a menudo nuestra personalidad se niega a quedarse quieta y tiende a revolotear
entre no importa qué casillas ideen los examinadores.
Cualquiera que alguna vez haya
pasado la prueba Myers- Briggs conoce las diversas casillas que la componen.
Parece que a los departamentos de recursos humanos les gusta utilizar el
Myers-Briggs Type Indicator (MBTI) para «tipificar» a la gente. Más de dos
millones y medio de personas se examinan del MBTI todos los años, y muchas de
las cien principales compañías de la lista de Fortune lo utilizan.
Fundamentalmente, se trata de una prueba de personalidad, aunque más sutil que
las que suelen publicar algunas revistas. Las personas contestan a una serie de
preguntas en cuatro categorías básicas (actitud hacia la energía, percepción,
juicio y orientación ante los acontecimientos de la vida), y sus respuestas
indican si son más una cosa u otra en cada una de estas categorías (por
ejemplo, más extrovertidos o introvertidos). A partir de las cuatro categorías
y de los dos sitios en los que la gente encaja en estas categorías, el test
identifica dieciséis tipos de personalidad. El mensaje subyacente del test es
que tú y cada una de los otros seis mil millones de personas del planeta
encajáis en una de estas dieciséis casillas.
Esto plantea varios problemas.
Uno es que ni la señora Briggs ni su hija, la señora Myers, tenían ninguna
cualificación en el campo de las pruebas psicométricas cuando diseñaron el
test. Otro es que a menudo los que lo hacen no se ajustan con nitidez a ninguna
de las categorías cuando son sometidos al MBTI. Suelen estar simplemente un
poco más hacia un lado de la línea que hacia el otro (un poco más extrovertido
que introvertido, por ejemplo), en vez de ser claramente una cosa u otra. Lo
más curioso, sin embargo, es que muchas de las personas que repiten el test
acaban dentro de una casilla diferente. Según algunos estudios, esto sucede en
al menos la mitad de los casos, lo que indica que, o un inmenso porcentaje de
nuestra población tiene serios problemas de trastorno de la personalidad, o que
el test no es un indicador fidedigno de «tipificación».
Yo creo que dieciséis tipos de
personalidad es una estimación demasiado baja. Mi cálculo estaría más cerca de
los seis mil millones (aunque tendría que revisar esta estimación en las
futuras ediciones del libro, ya que la población sigue aumentando).
Otro de los tests es el Hermann
Brain Dominance Instrument. Este test no me disgusta tanto porque habla de
preferencias cognitivas en términos que creo que a la mayoría de las personas
les parecerían aceptables. Al igual que el MBTI, el Hermann Brain Dominance
Instrument (HBDI) es un instrumento de valoración a partir de las respuestas de
los participantes a una batería de preguntas. No busca encasillar a las
personas. En lugar de eso, intenta mostrarles cuál de los cuatro cuadrantes del
cerebro utilizan con más frecuencia.
El cuadrante A (hemisferio
cerebral izquierdo) guarda relación con el pensamiento analítico (acopio de
datos, entender cómo funcionan las cosas, etc.). El cuadrante B (hemisferio
izquierdo del sistema límbico) guarda relación con el pensamiento enfocado a la
acción (organizar y seguir instrucciones, por ejemplo). El cuadrante C
(hemisferio derecho del sistema límbico) está relacionado con el pensamiento
social (expresar ideas, búsqueda del significado personal). El cuadrante D
(hemisferio cerebral derecho) guarda relación con el pensamiento de futuro
(visión de conjunto, pensar en metáforas).
El HBDI certifica que todo el
mundo está capacitado para utilizar cada uno de estos estilos de pensamiento,
pero intenta indicar cuál de ellos es el dominante en cada individuo. Al
parecer su función estriba en que las personas tenemos más posibilidades de ser
eficaces en el trabajo, en el juego, en cualquier actividad, si entendemos cómo
abordar cada uno de estos cometidos. Aunque no me gusta clasificar a las
personas, y cuatro modalidades me siguen pareciendo pocas, tengo la impresión
de que esta es una aproximación más abierta que la de Myers-Briggs.
El riesgo de decir que hay un
número determinado de tipos de personalidad, un número fijo de formas de
pensamiento predominantes, es que cierra puertas en lugar de abrirlas. Para que
el Elemento sea accesible a todo el mundo, tenemos que admitir que la
inteligencia de cada persona es diferente de la inteligencia de cualquier otra
persona del planeta, que todo el mundo tiene una forma única e incomparable de
encontrar el Elemento.
Sacar conclusiones
A los dos años de edad, Terence
Tao aprendió a leer por su cuenta viendo Barrio Sésamo e intentó enseñar a
contar a otros niños utilizando los números de los edificios de apartamentos.
En un plazo de un año hacía ecuaciones matemáticas de dos dígitos. Antes de su
noveno cumpleaños, hizo el SAT-M (una versión específicamente matemática del
SAT que se daba sobre todo a los candidatos a la universidad) y sacó un 99
sobre 100. Obtuvo el doctorado a los veinte años, y con treinta ganó una Fields
Medal, considerada el premio Nobel de Matemáticas, y una beca Mac- Arthur.
El doctor Tao es
extraordinariamente superdotado. Se ha ganado el mote de «el Mozart de las
matemáticas», y las salas donde da sus conferencias —sobre matemáticas— se
llenan de gente que tiene que quedarse incluso de pie. Su historial académico
indica que podría haber tenido éxito en diferentes disciplinas, pero su
verdadera vocación, su descubrimiento del Elemento, llegó por medio de las
matemáticas cuando era un niño.
Así lo contaba en una entrevista:
«Recuerdo que de niño me fascinaban los esquemas y los enigmas de las
manipulaciones de los símbolos matemáticos. Creo que lo más importante para que
te interesen las matemáticas es tener la habilidad y la libertad necesarias
para jugar con ellas: ponerte pequeños desafíos, idear pequeños juegos, etc.
Para mí fue muy importante tener buenos mentores porque me dio la oportunidad
de intercambiar opiniones acerca de este tipo de entretenimientos matemáticos;
el ámbito de una clase formal es, desde luego, el mejor para aprender la teoría
y las aplicaciones, así como para comprender la materia en conjunto, pero no es
un buen lugar para aprender a experimentar. Uno de los rasgos de carácter que
puede ayudar es tener gran capacidad de concentración, y quizá ser un poco
testarudo. Si decían algo en clase que solo entendía en parte, no me daba por
satisfecho hasta que llegaba al fondo de la cuestión; me molestaba no entender
a la perfección la explicación. Así que a menudo pasaba mucho tiempo con cosas
muy simples hasta que podía entenderlas hacia delante y hacia atrás, y eso es
de gran ayuda cuando luego uno progresa hacia partes más avanzadas de la
materia».
En otra entrevista, el doctor Tao
explicó: «No tengo ninguna habilidad mágica. Miro un problema y lo encuentro
parecido a uno que ya he hecho antes; pienso que puede que la idea que me
sirvió entonces tal vez me sirva con este. Si nada da resultado, pienso en
algún pequeño truco que lo haga un poco más sencillo, pero eso no basta. Juego
con el problema y después de un rato logro descifrar qué sucede. Si experimento
lo suficiente, llego a una comprensión más profunda. No se trata de ser listo,
ni siquiera rápido. Es como escalar un acantilado: ayuda que seas muy fuerte y
rápido, y que tengas mucha cuerda, pero debes idear una buena ruta para poder
subir. Calcular con rapidez y saber muchos datos es como ser un escalador
fuerte, ágil y con buenas herramientas, pero aun así necesitas un plan (esa es
la parte más difícil) y tienes que ver el conjunto».
Es probable que Terence Tao se
encuentre a sí mismo en la zona con regularidad. Tiene mucha suerte porque,
además de nacer con raras habilidades, llegó a su versión del Elemento cuando
era muy, muy pequeño. Encontró el lugar en el que su inteligencia y su pasión
se unían y nunca volvió la vista atrás.
Lo que podemos deducir de su
devoción por las matemáticas y de la atracción magnética que ejercen en él,
tiene resonancias para todos nosotros. Creo que es importante que descubriera
su pasión a tan temprana edad y pudiera expresarla antes de que le quitaran los
pañales (en realidad, no estoy seguro de que el doctor Tao todavía llevara
pañales a los dos años de edad; supongo que también fue un genio a la hora de
aprender a utilizar el retrete). Pudo ser lo que por naturaleza estaba
inclinado a ser antes de que el mundo le pusiera ninguna limitación (más
adelante hablaremos de estas restricciones). Nadie iba a decirle a Terence Tao
que dejara las matemáticas porque ganaría más dinero siendo abogado. En ese sentido,
él y otros como él tienen el camino despejado hacia el Elemento.
Pero también ellos proporcionan
un camino, ya que nos muestran el valor de hacernos una pregunta de vital
importancia: si pudiera hacer lo que quisiera —si no tuviera que preocuparme
por ganarme la vida o por lo que los demás piensen de mí—, ¿qué me gustaría
estar haciendo? Es probable que Terence Tao nunca tuviera que preguntarse qué
iba a hacer con su vida. Posiblemente nunca utilizó el Myers-Briggs Type
Indicator ni el Hermann Brain Dominance Instrument para determinar qué opciones
profesionales eran más indicadas para él. Lo que tenemos que hacer es
contemplar nuestro futuro, y el de nuestros hijos, nuestros colegas y nuestra
comunidad con la misma simplicidad inocente que tienen los niños superdotados
cuando sus talentos naturales aparecen por primera vez.
Se trata de mirar a los ojos a tu
hijo, o a las personas que te importan, e intentar entender quiénes son de
verdad, en vez de acercarte a ellas con una plantilla que indique quiénes pueden
llegar a ser. Esto es lo que hizo el psicólogo con Gillian Lynne, y lo que
hicieron los padres de Mick Fleetwood y de Ewa Laurance. Si pudieran hacer lo
que quisieran, ¿qué harían? ¿En qué tipo de actividades tienden a implicarse
por propia voluntad? ¿Qué clase de habilidades sugieren? ¿Qué es aquello que
absorbe más su interés? ¿Qué tipo de cuestiones y de observaciones hacen?
Tenemos que entender qué es lo
que los lleva a ellos y lo que nos lleva a nosotros a la zona.
Y necesitamos determinar qué implica
esto en el resto de nuestra vida.
Encontrar tu tribu
Para la mayoría de la gente,
conectar con otras personas que compartan la misma pasión y el mismo deseo de
sacar el máximo partido de sí mismos es parte fundamental de encontrarse en su
Elemento. Meg Ryan es la popular actriz conocida por su trabajo en películas
como Cuando Harry encontró a Sally y Algo para recordar. Su carrera
cinematográfica ha sido brillante durante más de un cuarto de siglo; aun así,
cuando estaba en el colegio no imaginaba que fuera a dedicar su vida a esta
profesión. De hecho, le aterrorizaba la idea de actuar e incluso de hablar en
público. Me contó que durante las actuaciones en el colegio prefería estar
entre el público en vez de en el escenario. Sin embargo, era buena estudiante y
en octavo curso fue la encargada de leer el discurso el día de su graduación.
Estaba muy emocionada por lo que había conseguido hasta que se dio cuenta de
'que tenía que hablar delante de todo el colegio.
Aunque practicó durante semanas,
cuando se vio en el estrado se quedó inmóvil y aterrorizada. Por lo visto, su
madre tuvo que subir a la tarima y conducirla hasta su asiento. Con todo, se
convirtió en una de las actrices de comedia más brillantes de su generación. Y
eso ocurrió, en parte, porque encontró su tribu.
Después de una excelente
trayectoria escolar, Meg consiguió una beca para estudiar periodismo en la
Universidad de Nueva York. Siempre le había encantado escribir y quería llegar
a ser escritora; creía que esa era su verdadera pasión. Para ayudar a pagar la
matrícula, encontró trabajo haciendo anuncios publicitarios esporádicamente.
Esto llevó a que los productores la eligieran para interpretar un papel
permanente en la telenovela As the World Turns, y a que Meg descubriera que ese
mundo le encantaba. Así me lo contó: «El mundo de los actores me pareció
fascinante. Estaba rodeada de gente divertidísima. El trabajo era como estar
rodeada de una familia extensa y chiflada. Hacía jornadas de dieciséis horas, y
comencé a sentirme cada vez más cómoda con la “rutina diaria”. Me encantaba
pasar el tiempo discutiendo por qué alguien haría determinadas cosas y
examinando el comportamiento humano. Descubrí que tenía un montón de opiniones
sobre lo que haría o no haría mi personaje. No sabía de dónde las sacaba, pero
tenía cientos de ellas. Decía cosas como: “Muy bien, eso es lo que dice entre
líneas. Así que, ¿por qué estoy hablando entre líneas?”. Me encontré
reescribiendo el papel y metiéndome de verdad en mi personaje y su mundo. Cada
día recibíamos un guion nuevo y tenía que memo rizar todas las frases. Exigía
de ti una implicación absoluta y abrumadora. No había tiempo de pensar en nada
más. Era una inmersión total».
Aun así, después de dejar As the
World Turns y de licenciarse en la universidad, Meg no partió hacia Hollywood
de inmediato. Creía que tenía que descubrir algo más sobre sí misma, y pasó
algún tiempo en Europa; incluso llegó a considerar la idea de unirse al Cuerpo
de Paz. Pero cuando le ofrecieron hacer una película en Los Angeles y regresó
al mundo del cine, volvió a descubrir que cuando hacía ese trabajo se
encontraba en un lugar extraño: «Conocí a una profesora de interpretación
estupenda que se llamaba Peggy Fury. Ella comenzó a explicarme los entresijos
del mundo de la interpretación y de lo que significaba ser una artista. Sean
Penn estaba en un curso superior al mío y también Angelica Houston, Michelle
Pfeiffer y Nick Cage. Estaba rodeada de personas que trabajaban desde lo más
profundo de su alma y a las que les interesaba la condición humana y la idea de
dar vida a los textos. Todas estas cosas comenzaron a florecer en mi mente, en
mi corazón y en mi alma. Así que alquilé un apartamento y me quedé en Los
Ángeles. Mi agente de Nueva York me puso en contacto con un agente de Los Ángeles,
y ahí fue cuando todo encajó.
«Desde entonces he intervenido en
varias películas que me han enseñado muchas cosas y que me han ayudado a
desarrollarme como ser humano. Cuando tomo la decisión de hacer una película
tal vez es porque creo que es divertida o porque quiero trabajar con
determinado actor, pero al final siempre acaba influyendo profundamente en mi
vida. Si no es por el contenido, puede que sea porque he trabajado con un grupo
determinado de gente. Mi evolución se debe a las distintas interpretaciones de
cada una de las películas en que he participado».
Meg Ryan podría haber llegado a
ser muchas cosas. Es una escritora realmente hábil. Tiene considerables
talentos académicos, una amplia variedad de intereses y hay muchas cosas que le
fascinan. Sin embargo, cuando está actuando, coincide con un grupo de personas
que ve el mundo de la misma forma que ella, que le permiten sentirse muy
cómoda, que confirman sus habilidades, que le inspiran y que sacan lo mejor de
ella. Rodeada de actores, directores, cámaras, técnicos de iluminación y todas
las demás personas que pueblan el mundo del cine, es cuando se encuentra cerca
de su verdadero yo.
Formar parte de esa tribu le
lleva a su Elemento.
Un lugar en el que hallarte a ti
mismo
Los miembros de una tribu pueden
ser colaboradores o competidores. Pueden compartir los mismos puntos de vista o
tenerlos completamente diferentes. Lo que conecta a una tribu es un compromiso
común con aquello para lo que sienten que han nacido. Esto puede ser
extraordinariamente liberador, sobre todo si uno se ha dedicado a su pasión en
solitario.
Don Lipski, uno de los escultores
y artistas públicos más aclamados de Estados Unidos, siempre supo que tenía una
vena artística. Tenía una energía creativa fuera de lo normal. «De niño —me
contó— siempre estaba haciendo cosas. No pensaba en mí como en una persona
creativa sino como en alguien con energía nerviosa. Tenía que estar haciendo
garabatos y ensamblando cosas. No pensaba que aquello fuera una ventaja; en
todo caso era una peculiaridad.» Esta «energía nerviosa» hizo que se sintiera
distinto del resto de los chicos, y a veces incómodo. «Cuando eres niño —dijo—,
lo que más quieres en el mundo, por encima de todas las cosas, es ser como los
demás de tu edad. Así que, en vez de pensar que mi creatividad era algo
especial, la veía como algo que hacía que me dejaran de lado.»
Durante la escuela primaria y los
primeros años de secundaria, Lipski se movió en diferentes direcciones. En el
colegio era brillante, pero los deberes le aburrían: «Me resultaba muy fácil.
Acababa los deberes muy rápido y con el mínimo esfuerzo». Tenía talento para
las matemáticas, así que su colegio le puso en un grupo acelerado, pero por lo
demás sus profesores creían que no rendía al cien por cien de sus capacidades
porque se limitaba a hacer lo justo para ir tirando. Pasaba más tiempo
dibujando en los libros que pensando sobre qué escribir en ellos: «Cuando se
suponía que tenía que estar haciendo los deberes, dibujaba o hacía pliegues en
el papel. En vez de animarme, me regañaban».
Hubo un profesor que intentó
estimular sus habilidades artísticas, pero Don no se tomaba el arte en serio.
El profesor se llevó tal disgusto que «dejó de hablarme». Poco después ese
profesor se fue y llegó al colegio otro profesor de arte. Traía consigo una
revelación para Don: «En el departamento de escultura tenían montado un
soldador muy rudimentario, y me enseñó a soldar. Para mí fue mágico coger
piezas de acero y soldarlas. Era como si todo lo que había hecho hasta entonces
en las clases de arte hubiese sido un juego de niños. Soldar acero y hacer
esculturas de acero era como el verdadero arte de los adultos».
Descubrir la soldadura fue como
encontrar el Santo Grial. Aun así, no estaba muy seguro de qué hacer con esa
fascinación. No se veía como artista porque no era bueno dibujando. Tenía
amigos que dibujaban bien. Mientras lo hacían, «yo jugaba con bloques o
construía cosas con mi set de construcción. Nada de eso se parecía al verdadero
arte. Los niños capaces de dibujar un caballo que se parecía a un caballo eran
los que parecían verdaderos artistas».
Nunca pensó en ir a una escuela
de arte, ni siquiera cuando empezó a exponer sus esculturas en el colegio.
Cuando acabó la escuela secundaria, se matriculó en la Universidad de Wisconsin
y se especializó en Administración de Empresas. Más tarde, pasó a la
especialidad de Económicas y luego de Historia, pero se mantuvo alejado del
departamento de arte aun cuando ninguna de las otras clases le motivaba
demasiado.
En el último año se marcó un
farol eligiendo dos asignaturas optativas para las que en realidad no estaba
capacitado: ebanistería y cerámica. Le encantaron y sobresalió en las dos.
Sobre todo, sintió casi por primera vez la verdadera euforia de trabajar como
un artista profesional. En la clase de cerámica también encontró algo que había
echado de menos durante toda su experiencia universitaria: un profesor que lo
motivaba. «Era un tipo muy romántico y entusiasta. Convertía todo lo que hacía
en una obra de arte. Hasta cuando untaba el pan con mantequilla ponía todo su
empeño en ello. Me sirvió de modelo y me hizo creer que en realidad podría
pasarme la vida haciendo cosas.»
Por primera vez, a Lipski le
pareció que era posible y que valía la pena hacer carrera como artista. Decidió
hacer un curso de posgrado en cerámica en el Cranbrook Art Institute, en
Michigan. Entonces se topó con un obstáculo. Sus padres habían animado su
trabajo creativo siempre y cuando este fuera una afición. Cuando solicitó su
ingreso en Cranbrook, su padre, un hombre de negocios, le mandó llamar e
intentó meterle en la cabeza algo de sensatez en cuestión de economía. Don
estuvo de acuerdo; estudiar cerámica no era algo práctico, pero era lo que
quería hacer. Su padre lo miró fijamente durante largo rato, comprendió que
había tomado una decisión y se hizo a un lado. Cuando Don llegó a Cranbrook,
descubrió todo un mundo nuevo de gente y posibilidades: «Había tenido escaso
contacto con estudiantes de arte fuera de los pocos cursos que había seguido.
Cranbrook es casi una escuela totalmente dedicada a los estudios de posgrado.
Es probable que fuésemos unos doscientos estudiantes, y cerca de ciento ochenta
éramos de posgrado. Así que por primera vez en mi vida me vi rodeado de gente
muy seria, erudita y comprometida con la realización de sus obras de arte, lo
que para mí fue fantástico. Asistí a todas las críticas y análisis, no solo a
las del departamento de cerámica, también a las del departamento de pintura, de
escultura, de tejido, simplemente me empapé de cuanto pude en todas partes.
Pasé mucho tiempo visitando a otros estudiantes en sus estudios, absorbiendo lo
que todo el mundo hacía. Empecé a leer revistas de arte y a ir a museos, y por
primera vez me sumergí completamente en el mundo del arte».
Don encontró su tribu en
Cranbrook, lo que le llevó por un camino diferente.
Hallar la tribu correcta puede
ser imprescindible para encontrar nuestro Elemento. Por otra parte, sentir en
lo más profundo del alma que uno está con la tribu equivocada es probablemente
un buen signo de que hay que buscar en alguna otra parte.
Helen Pilcher hizo justamente
eso. Dejó de ser científica y se convirtió en una de las pocas cómicas de la
ciencia. Cayó ahí después de dejar la ciencia. De hecho, dejarse caer ha sido
el tema de su vida profesional. Así lo explica ella: «Nadie me obligó a
estudiar ciencias, más bien fue un paso en falso». Después del colegio le
ofrecieron una plaza en la universidad para estudiar psicología y para «beber
sidra y ver la televisión durante todo el día». Des- pues de la universidad,
«una apatía generalizada y la desgana de encontrar un trabajo de verdad» le
llevó a hacer un máster de un año en neurociencia. Al llegar a este punto,
Helen comenzó a sentir interés por la ciencia: «Hacíamos grandes experimentos,
disecciones de cerebros, y teníamos que llevar unas gafas de seguridad ridículas
y poco atractivas».
Picada por el gusanillo de la
ciencia y poco más, continuó hasta terminar el doctorado. Aprendió algunas
cosas prácticas de la ciencia, así como a «jugar al billar como una diva». Pero
también aprendió algo más: la ciencia le gustaba, pero los científicos no eran
su tribu. Según su propia experiencia, a la ciencia, a diferencia del billar,
no se jugaba de forma superficial. «Aprendí que en la comunidad científica la
veteranía es inversamente proporcional a las habilidades de comunicación, pero
estaba directamente relacionada con el grosor de los pantalones de pana.»
También aprendió algo del oficio: «Aprendí a hacer que ratas desmemoriadas
recordaran. “Hice” e injerté células madre modificadas genéticamente en
cerebros de roedores desmemoriados que al poco tiempo de mi intromisión pasaban
a desarrollar la capacidad cognitiva de un taxista londinense. Pero a la vez
empecé a perder la concentración».
Más que nada, descubrió que el
mundo científico, tal como ella lo experimentaba, no era la utopía de libre
investigación que había esperado. Era un negocio: «La ciencia corporativa
invierte dinero y horas de trabajo en investigación médica, pero se mueve por
planes de negocio. Los experimentos cada vez están menos motivados por la
curiosidad y más por el dinero. Me sentía decepcionada y arrinconada. Lo que yo
quería era divulgar la ciencia. Quería escribir sobre ciencia. Quería salir».
Así que constituyó «un comité de
escape formado por una sola mujer y comencé a cavar un túnel». Se matriculó en
la Universidad de Birkbeck en Londres para obtener un diploma en comunicación
científica, donde encontró «amigos con ideas afines». Le ofrecieron una beca de
investigación en medios de comunicación «y me pasé dos maravillosos meses
escribiendo y produciendo divertidas películas científicas para Einstein TV».
Se armó de valor para vender por su cuenta sus artículos científicos a
cualquiera que los quisiera: «Prostituía mi mercancía en la radio, la prensa e
internet». Al final, dejó el laboratorio y se puso a trabajar en la Royal
Society: «Mi papel consistía en encontrar formas de hacer que la ciencia
volviese a ser emocionante... aunque esta no era la descripción oficial de mi
puesto de trabajo».
Y entonces, de repente, recibió
un e-mail en el que le ofrecían un espacio en horario estelar en el escenario
del Festival de la Ciencia de Cheltenham para que representara una comedia
sobre la ciencia. Tan pronto como dijo que sí le entró el pánico: «La ciencia,
tal como la conocemos todos, es una cosa seria- No se puede hacer un chiste
breve con la teoría de la relatividad de Einstein. Conseguí la ayuda de mi
amiga, compañera, comediante y escritora Timandra Harkness, y varias cañas de
cerveza más tarde nació The Comedy Research Project (CRP)».
Helen pasó a formar parte del
circuito de la comedia londinense, y durante los siguientes cinco años
«cultivaba células madre de día y espectadores de noche». El The Comedy
Research Project se convirtió en un espectáculo en vivo en el que Timandra y
Helen explicaban contando hacia atrás «las cinco mejores cosas de la ciencia».
Gente del público «se encontraba formando parte de la fórmula del óxido
nitroso, ofreciéndose voluntaria para atrapar a un científico que recreaba
antiguos experimentos en vuelo y cantando junto a Elvis a los agujeros negros».
El The Comedy Research Project,
dice Helen, se propone demostrar la hipótesis de que la ciencia puede ser
divertida. «Tenemos una metodología muy sólida. A lo largo del espectáculo
encerramos a una audiencia controlada en un espacio contiguo al de la
representación, idéntico, pero sin el apoyo de actores. Luego evaluamos si esta
audiencia controlada se ha reído más o menos que el público expuesto a las bromas
sobre la ciencia. Los datos preliminares recogidos en las funciones que hemos
representado por todo el país son prometedores.»
Para Helen Pilcher, una vida en
el seno del mundo científico le dio paso a una vida dedicada a escribir y a
comunicar la ciencia. «Me dio miedo dejar el laboratorio —dice— pero no tanto
como la perspectiva de quedarme en él. Mi consejo es que, si estás pensando en
dar este tipo de salto, lo mejor es que hagas como un lemming y saltes,»
Dominios y campos
Cuando hablo acerca de tribus, en
realidad me estoy refiriendo a dos ideas muy distintas e importantes para
cualquiera que ande buscando su Elemento. La primera es la idea de «dominio» y
la segunda la idea de «campo». El dominio alude a los tipos de actividades y
disciplinas a las que se dedica la gente: interpretación, música rock,
negocios, ballet, física, rap, arquitectura, poesía, psicología, enseñanza,
peluquería, alta costura, comedia, atletismo, billar, artes visuales, etc. El
campo se refiere a las otras personas que se dedican a ello. El dominio que
descubrió Meg Ryan fue la interpretación y en particular las telenovelas. El
campo eran los otros actores con los que trabajaba, que amaban el oficio de
actor tanto como ella y que sustentaron su creatividad. Más tarde pasó a otra
parte del dominio, a la interpretación cinematográfica y, dentro de este, de la
comedia a papeles más serios. También expandió su campo, especialmente cuando
conoció a Peggy Fury y a los demás actores que asistían a las clases de
interpretación.
Entender el dominio de Meg y la
conexión con su campo ayuda a explicar cómo la tímida chica que no pudo dar un
discurso de graduación se convirtió en una consumada actriz, célebre en el
mundo entero. «Cuando estaba trabajando solo éramos un par de actores y yo en
una habitación oscura con el equipo de cámaras. El público no me preocupaba
porque no estaba allí. No hay público durante el trabajo diario, que se
desarrolla en un escenario oscuro y seguro, donde se encuentran los cámaras y
las otras personas con las que estés rodando alguna escena. La actividad era
muy absorbente; aquella gente era tan estupenda que simplemente me dejaba
llevar durante todo el proceso.»
La seguridad que obtuvo en sí
misma a partir de esta experiencia fue lo suficientemente sólida como para
hacer que prosperara dentro de su dominio y llevarla hasta nuevos campos de
gente. Sin embargo, sigue sin gustarle hablar en público o conceder entrevistas
para la televisión: «Lo hago si tengo que hacerlo. Simplemente, preferiría no
tener que hacerlo. Es que yo no soy así. No me siento a gusto siendo el centro
de atención».
Brian Ray es un magnífico
guitarrista que ha trabajado con Smokey Robinson, Etta James y Peter Frampton y
que ha estado de gira con los Rolling Stones y los Doobie Brothers. Llegó
pronto a este dominio, que a la larga le condujo hasta el círculo íntimo de uno
de sus héroes, que de niño nunca había soñado que llegaría a conocer.
Brian nació en 1955 en Glendale,
California, el año en que Alan Freed acuñó el término rock and roll. Eran
cuatro hermanos, entre ellos una media hermana, Jean, quince años mayor que
Brian: «Jean solía llevarme a casa de una amiga suya; allí escuchaban a Rick
Nelson, Elvis Presley y Jerry Lee Lewis mientras estudiaban con detalle las
fotografías de aquellos tipos. La reacción de las chicas a esa clase de música
que escuchaban por la radio y a esas fotografías tuvo un gran impacto en mí.
Hubo una parte de mí que simplemente lo entendió, en ese momento y en ese
lugar, a los tres años de edad. Mi padre tocaba el piano y teníamos un pequeño
equipo de grabación. Había un micrófono con el que se grababa el disco, que
luego se podía escuchar poniendo encima una aguja. Recuerdo haber grabado
discos cuando tenía dos o tres años, sentado al piano junto a mi padre.
Nada más terminar la escuela
secundaria, mi hermana Jean comenzó a introducirse en el mundo de la música y
se unió a una banda de folk llamada los New Christy Minstrels con la que se fue
de gira por todo el país. Nos contaba historias y resplandecía de felicidad al
explicarnos esa vida. Jean me hizo partícipe de su amor por la música y me
llevó a clubes y a conciertos cuando solo tenía nueve o diez años. Veía y
conocía a gente a la que yo admiraba.
A mi hermano le regalaron una
guitarra Gibson preciosa y unas clases para que aprendiera a tocarla. A él no
le interesaba demasiado la música, y mientras él estaba ocupado en no prestar
atención a las clases, yo lo estaba practicando con su guitarra. Más tarde, mi
hermana Jean me regaló una guitarra de cinco dólares con cuerdas de nailon que
había comprado en Tijuana. Simplemente, me puse a llorar. Mi pasión por la
música era tan grande que se convirtió casi en una cruzada, pero no sabía que
quería compartirla y propagarla. Formé mi primer grupo junto a unos amigos antes
incluso de que supiera afinar la guitarra.
Un domingo por la noche, cuando
tenía diez u once años, oímos tocar a un nuevo grupo en El show de Ed Sullivan:
los Beatles. Era un tipo de música tan diferente ..., una mezcla del rhythm and
blues afroamericano que tanto me gustaba con algún otro factor o elemento
desconocido. ¡Eran marcianos! Eso lo cambió todo.
Yo sabía que quería dedicarme a
la música, pero aquello fue definitivo. Era lo más emocionante que había visto
nunca. Hizo que formar parte de un grupo de música pareciese algo factible y
apetecible, algo a lo que podría dedicarme para ganarme la vida.»
Durante los siguientes veinte
años, Brian tocó con los músicos más destacados de su generación. Luego llegó
la llamada que jamás había esperado recibir: la invitación a una audición para
la nueva banda de Paul McCartney. Desde entonces, toca y va de gira con él:
«Nunca, ni en mis sueños más locos, había imaginado que aquel pequeño rubiales
sentado como un indio delante de la televisión en 1964 acabaría tocando con
aquel tipo que cantaba “All My Lovin” y “I Saw Her Standing There” en El show
de Ed Sullivan. ¿Sabes?, hay algo muy gratificante acerca de esta historia:
esto, el simple hecho de formar parte de este mundo».
Las personas de este libro han
encontrado su Elemento en dominios diferentes y con campos de gente distinta.
Nadie está limitado a un solo dominio, y muchas personas se mueven en varios de
ellos. A menudo, las ideas que suponen un gran avance acontecen cuando alguien
conecta diferentes formas de pensamiento a veces a través de dominios
diferentes. Mientras Pablo Picasso exploraba los límites de sus períodos rosa y
azul, se quedó fascinado con las colecciones de arte africano del Musée d’Et-
nographie du Trocadéro en París. Eran obras de un estilo muy diferente del
suyo, pero le dieron un nuevo impulso creativo. Incorporó influencias de las
máscaras ceremoniales de la cultura dogon en su famoso cuadro Las señoritas de
Aviñón, abriendo de este modo una nueva etapa en la historia del arte: el cubismo.
A medida que las culturas y las
tecnologías evolucionan, emergen nuevos dominios que pueblan de profesionales
nuevos campos, mientras los viejos dominios van desapareciendo. Las técnicas de
animación por ordenador han dado lugar a un nuevo dominio de trabajo creativo
en el cine, la televisión y la publicidad. Estos días, sin embargo; hay poca
gente que se dedique a iluminar manuscritos.
Encontrar tu tribu puede tener
efectos transformadores en tu sentido de la identidad y tus objetivos. Esto se
debe a tres poderosas dinámicas tribales: ratificación, inspiración y lo que
aquí llamaremos la «alquimia de la sinergia».
No estamos solos
La carrera de Debbie Allen en el
mundo de la danza, la interpretación, la canción, la producción, la escritura y
la dirección ha deslumbrado y emocionado a muchas personas. Su carrera subió
vertiginosamente en 1980 con la exitosa serie de televisión Fama. Ha sido
responsable del diseño de la ceremonia de entrega de los Premios de la Academia
durante seis años consecutivos, y ella misma ha ganado muchos premios, incluido
el Essence Award en 1992y 1995. Es fundadora y directora de la Debbie Allen
Dance Academy, que ofrece formación profesional tanto a jóvenes bailarines como
a profesionales. Asimismo, proporciona oportunidades a nuevos coreógrafos y una
introducción al baile a personas de todas las edades.
Recuerdo que cuando era pequeña
—me contó —, muy pequeña, a los cinco o seis años, me ponía un bañador rosa y
brillante, me ataba una toalla alrededor del cuello, trepaba por un árbol y
bailaba en el tejado de mi casa; actuaba para los pájaros y las nubes. De
pequeña siempre estaba bailando; me inspiraban las bonitas fotografías de las
bailarinas. Como era negra y vivía en Texas, nunca había visto una
representación de baile, pero veía las películas musicales: Shirley Temple,
Ruby Keeler, The Nicholas Brothers.
Cuando el circo Ringling Bros
pasó por mi ciudad y vi el espectáculo, el precioso vestuario de la gente y los
bailarines volando por el aire con los pies en punta, ¡pensé que era
fascinante! Me inspiraban tanto las películas... Margot Fonteyn y Rudolf Nure-
yev eran lo más increíble que había visto nunca.
De niña no podía asistir a una
escuela de danza seria porque la segregación racial era la norma. Conseguí una
beca completa e ingresé en Debato Studio, donde daba diez clases de baile a la
semana. Todavía recuerdo mi primer recital: llevaba una falda blanca brillante
de raso, una chaqueta blanca, una blusa naranja y zapatos blancos de claqué y
representaba un triángulo. ¡Cuando actuaba me sentía en la cima del mundo! De
niña siempre iba vestida con un maillot. De hecho, cuando cumplí quince años,
una de mis tías trajo a mi fiesta de cumpleaños una fotografía mía de cuando
tenía cinco años vestida con un maillot. Supe muy pronto que yo era bailarina.
La primera vez que vi a la
compañía Alvin Ailey tenía diecisiete años. Entonces supe que me desharía de
mis zapatillas de ballet, me calzaría unos zapatos de tacón, llevaría largas
faldas blancas y bailaría aquel tipo de música. Me identifiqué tanto con ellos
cuando salieron a escena... Fue glorioso.
Un verano fui al festival de
Spoleto, en Carolina del Sur, y de repente todo encajó dentro de mí. De pequeña
tenía ideas que la segregación no aceptaba, así que la oportunidad de que Dudley
Williams, que estaba allí, me diera clases fue increíble. Alvin Ailey estaba
allí, la compañía de baile del festival dio algunas clases y yo simplemente
brillé. Me querían en la compañía, pero Alvin pensó que era demasiado joven.
Nunca me uní a ellos, pero supe que tenía que bailar y enseñar esa clase de
baile.
«La academia nació de mi deseo de
enseñar lo que sabía. Ofrece todo tipo de baile, desde flamenco, bailes
africanos y modernos, hasta claqué y hip-hop. Tenemos profesores increíbles de
todas partes del mundo. Todo niño tiene derecho a aprender a bailar. Es un
lenguaje increíble. Creedme, estos no son el tipo de niños que acabarán
metiéndose en problemas.»
Conectar con personas que
comparten las mismas pasiones que tú, te demuestra que no estás solo, que hay
otros como tú y que, aunque tal vez haya muchos que no entiendan tu pasión, hay
otros que sí. No se trata de que te gusten las personas ni el trabajo que
hacen. Es muy posible que no sea así. Lo importante es obtener la ratificación
de la pasión que tenéis en común. Encontrar tu tribu comporta el lujo de las
tertulias, de comentar ideas, de compartir y comparar técnicas, y de satisfacer
los entusiasmos o antipatías por las mismas cosas. Establecer este tipo de
relación fue un estímulo significativo para muchas de las personas que hasta el
momento hemos conocido en este libro —de Matt Groening y Ewa Laurance, a Meg
Ryan y Black Ice— y para muchas de las que encontrarás más adelante.
Estar rodeado de otros artistas
en Cranbrook dio a Don Lips- ki un sentido más profundo de que lo que estaba
haciendo tenía importancia y de que realmente valía la pena hacerlo. Dijo: «En
el curso de posgrado comencé a tomarme por primera vez en serio los pequeños
garabatos que había hecho. Si en la calle veía una goma elástica, la cogía y
buscaba alguna cosa en la que envolverla o con la que pudiera combinarla. Este
es el tipo de actividad que he hecho siempre, pero cuando estaba en Cranbrook
me di cuenta de que aquello, en realidad, era escultura. Aunque modesta, era realmente
una forma de hacer arte y no solo un pasatiempo».
Algunas personas se encuentran
más en su Elemento cuando trabajan completamente solas. Suele sucederles a los
matemáticos, los poetas, los pintores y a algunos atletas. Sin embargo, este
tipo de gente también tiene la percepción tácita de un campo: el de los demás
escritores, pintores, matemáticos, jugadores, que enriquecen el dominio y
plantean nuevos retos y posibilidades.
El gran filósofo de la ciencia
Michael Polanyi afirma que el libre y sincero intercambio de ideas es el pulso
vital de la investigación científica. A los científicos les gusta trabajar
sobre sus propias ideas e interrogantes, pero la ciencia también es una
aventura cooperativa: «Los científicos, al elegir libremente los problemas y
dedicarse a ellos a la luz de su propio juicio personal, en realidad están cooperando
como miembros de una organización muy unida».
Polanyi argumenta con pasión en
contra del control de la ciencia por parte del Estado porque puede acabar con
la libre interacción de la que depende la auténtica ciencia: «Cualquier
tentativa de organizar el grupo [...] bajo una sola autoridad eliminaría sus
iniciativas independientes y por tanto reduciría su efectividad colectiva a la
de la sola persona que los dirigiera desde el centro. Paralizaría su
cooperación». En parte, esta presión sobre la ciencia hizo que Helen Pilcher
abandonara el barco de las células madre para dedicarse a la comedia.
La interacción con el campo, en
persona o mediante el trabajo, es tan vital para nuestro desarrollo como el
tiempo que pasamos a solas con nuestros pensamientos. Como dijo el físico John
Wheeler: «Si no intercambias cosas con la gente, estás fuera. Siempre digo que
nadie puede llegar a ser alguien si no tiene a nadie alrededor». Con todo, los
ritmos de la vida en comunidad varían en el Elemento como en la vida cotidiana.
A veces quieres compañía; a veces no. El físico Freeman Dyson dice que cuando
escribe cierra la puerta, pero que cuando de verdad está haciendo ciencia la
deja abierta: «Hasta tal punto que agradeces que te interrumpan, porque solo
consigues hacer algo interesante al interactuar con otras personas».
¿Cómo lo hacen?
Encontrar tu tribu ofrece algo
más que ratificación e interacción, por muy importantes que sean estas cosas.
Proporciona inspiración y provocación para elevar las expectativas de tus
propios logros. En todos los dominios, los miembros de una comunidad entusiasta
tienden a animarse unos a otros para explorar la verdadera magnitud de sus
habilidades. A veces el estímulo no se origina a partir de una estrecha
colaboración, sino a través de la influencia de otras personas del campo, ya
sean contemporáneas o predecesoras, ya sea directamente relacionado con tu
propio dominio o solo marginalmente. Como dijo Isaac Newton: «Si yo vi más allá
fue porque me apoyé sobre los hombros de gigantes». Este no es solo un fenómeno
de la ciencia.
Bob Dylan nació en Hibbing,
Minnesota, en 1942. En su autobiografía, Crónicas, habla de lo alejado que se
sentía de la gente de allí, de su familia y de la cultura popular de entonces.
Sabía que tenía que salir de allí para convertirse en quien tuviese que llegar
a ser. Su única tabla de salvación era la música folk: «La música folk era todo
lo que yo necesitaba para existir... no me importaba ni me interesaba nada
aparte de la música folk. Planifiqué mi vida alrededor de ella. Tenía muy poco
en común con cualquiera que no fuese de la misma opinión».
Tan pronto como pudo, se trasladó
a Nueva York. Allí encontró a artistas, cantantes, escritores; sobre todo,
encontró el «escenario» en que comenzó a liberar su talento. Había empezado a
encontrar a su gente. Pero entre todos aquellos que inspiraron y modelaron su
pasión, hubo una persona que le condujo a un lugar artístico al que nunca
hubiera imaginado llegar. La primera vez que escuchó a Woody Guthrie, dijo:
«Fue como si me hubiera caído una bomba de un millón de megatones».
Una tarde de principios de la
década de los sesenta, en la ciudad de Nueva York, un amigo invitó a Dylan a
echar un vistazo a su colección de discos. Esta incluía algunos viejos álbumes
de 78 rpm. Uno era The Spirituals to Swing Concert at Carnegie Hall, una
colección de actuaciones de Count Basie, Meade Lux Lewis, Joe Turner y Pete
Johnson, Sister Rosetta Tharpe, y algunos más. Otro era una colección de
aproximadamente doce álbumes grabados por las dos caras de Woody Guthrie. Dylan
había escuchado de pasada algunas grabaciones de Guthrie cuando vivía en
Hibbing, pero nunca les había prestado demasiada atención. Aquel día en la
ciudad de Nueva York fue diferente.
Dylan puso uno de los viejos
discos de 78 rpm en el plato «y cuando cayó la aguja, me quedé atónito. No
sabía si estaba colocado o sobrio». Escuchó extasiado las canciones de Guthrie
en solitario, una serie de sus propias composiciones:
«Ludlow Massacre», «1913
Massacre», «Jesús Christ», «Pretty Boy Floyd», «Hard Travelin», «Jackhammer
John», «Grand Coulee Dam», «Pastures of Plenty», «Talkin Dust Bowl Blues» y
«This Land Is Your Land». «La cabeza me dio vueltas al escuchar aquellas
canciones, una detrás de otra. Tuve ganas de gritar. Fue como si se abriera la
tierra. Había oído a Guthrie antes, pero una canción aquí y otra allá; la
mayoría, cosas que cantaba junto a otros artistas. En realidad, no lo había
escuchado, al menos de esa forma tan estremecedora. No podía creerlo. Guthrie
tenía tanto dominio de las cosas... Era tan poético, duro y rítmico... Su
música tenía tanta intensidad..., y su voz era como un estilete.»
Guthrie cantaba y escribía
canciones como ningún otro cantante que Dylan había conocido hasta entonces.
Todo lo relacionado con Guthrie — su estilo, su contenido, sus gestos— fue para
él la revelación de lo que la música folk podía ser y tenía que ser: «Casi me
noqueó. Fue como si el tocadiscos me levantara del suelo y me lanzara al otro
extremo de la habitación. También me fijé en su dicción. Había perfeccionado un
estilo de cantar que no parecía habérsele ocurrido a nadie antes. Aspiraba
hacia dentro el sonido de la última letra de una palabra y te llegaba como si
fuese un puñetazo. Sus canciones, su repertorio estaban en realidad más allá de
cualquier categoría. Se adivinaba en ellas el alcance infinito de la humanidad.
No había ni una sola canción mediocre. Woody Guthrie despedazaba cuanto
encontraba en el camino. Para mí fue una epifanía, como si una pesada ancla
acabase de hundirse en las aguas del puerto».
Dylan se pasó el resto del día
escuchando a Guthrie «como en trance». No fue solo un momento de revelación
sobre Guthrie; fue el momento de la verdad para Bob Dylan: «Sentí como si
hubiese descubierto la esencia del autocontrol, como si estuviese en el
bolsillo interior del sistema sintiéndome más yo que nunca. Una voz en mi
cabeza me decía: “Así que se trata de esto”. Podía cantar todas aquellas canciones,
todas, y eso era lo único que quería cantar. Fue como si hubiese estado
viviendo en la oscuridad y alguien hubiese encendido el interruptor principal».
Cuando Dylan se trasladó a Nueva
York en busca de personas con su misma mentalidad, se estaba buscando a sí
mismo. Al descubrir la trayectoria de Woody Guthrie, empezó a imaginar la suya.
Como Newton, vio más allá porque se apoyó sobre los hombros de gigantes.
Círculos de influencia
Las tribus son círculos de
influencia que pueden tomar muchas formas. Pueden estar diseminadas por todas
partes o estar apiñadas. Pueden hallarse solo en tus pensamientos o estar
físicamente presentes en la misma habitación que tú. Pueden estar vivas, o
estar muertas, viviendo a través de sus obras. Pueden estar limitadas a una
sola generación o traspasarla.
El laureado premio Nobel Richard
Feynman habló de las máquinas ultraminiaturizadas mucho antes de que nadie
pensase en crear algo parecido. Años más tarde, Marvin Minsky, inspirándose en
la idea de Feynman, se convirtió en el fundador de la inteligencia artificial y
le dio alas. Más tarde, K. Eric Drexler se acercó a Minsky en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts (MIT) y le pidió al estimado profesor que
dirigiera su tesis sobre los dispositivos miniaturizados. Aquella tesis fue la
base del pionero trabajo de Drexler en nanotecnología. A través de una extensa
tribu multigeneracional, se hizo realidad un concepto que los críticos habían
descartado como pura ciencia ficción cuando Feynman lo presentó.
Cuando las tribus se concentran
en un mismo lugar, las oportunidades de que se produzca una inspiración mutua
pueden ser intensas. En todos los dominios han existido poderosas agrupaciones
de personas que han llevado a la innovación a través de la influencia mutua y
del impulso que han originado como grupo.
El sociólogo Randall Collins ha
escrito que casi todos los grandes movimientos filosóficos se crearon gracias a
la dinámica de las tribus. La historia de la filosofía en la antigua Grecia se
puede contar «desde el punto de vista de una serie de grupos inter- conectados
entre sí: la hermandad pitagórica y sus ramas; el círculo de Sócrates, que
engendró tantos otros; los agudos polemistas de la escuela de Megara; los
amigos de Platón que constituían la Academia; la facción disidente que pasó a
ser la escuela peripatética de Aristóteles; la reestructuración de la red que
cristalizó en Epicuro y sus amigos, retirados dentro del jardín de la
comunidad, así como sus rivales, los estoicos atenienses, con sus círculos
revisionistas en Rodas y Roma; los movimientos sucesivos en Alejandría».
Si esto pudo pasar en la antigua
Grecia, también puede pasar en Hollywood. El documental Easy Riders, Raging
Bulls analiza «la escandalosa revolución cultural, genial y en ocasiones
sórdida» que llevó a la reinvención de la industria cinematográfica
hollywoodiense en la década de los sesenta. En unos pocos años, los calcetines
cortos y las mantas de playa que caracterizaron los sanos años cincuenta
estadounidenses fueron reemplazados por el sexo, las drogas y el rock and roll.
Inspirada en la Nouvelle Vague francesa y en el Free Cinema británico, una
nueva generación de directores y actores se lanzó a revolucionar el cine
estadounidense y a hacer películas que expresasen su propia visión personal.
Los innovadores éxitos de famosas
películas como Easy Rider, El Padrino y Taxi Driver reportaron a estos
directores de cine una independencia financiera y creativa sin precedentes. El
éxito de taquilla y de crítica de sus películas obligó a que la vieja guardia
de los estudios de Hollywood renunciara a su poder. Fue la época de una nueva
raza de intrépidos directores de cine como Francis Ford Coppola, Robert Altman,
Martin Scorsese, Peter Bogdanovich y Dennis Hopper.
Con cada éxito, los directores de
cine obtenían mayor poder creativo. Crearon una cultura de febril innovación
motivándose mutuamente a explorar nuevos temas y formas de hacer películas
populares. Esta libertad recién adquirida dio lugar a una explosión de excesos,
egos, altísimos presupuestos y, por lo visto, un interminable suministro de
drogas. A la larga, el respaldo y aliento mutuo entre los directores de cine
degeneró en una competición intensa y una rivalidad encarnizada. El
surgimiento, a partir de esta cultura, de películas tan taquilleras como
Tiburón y La guerra de las galaxias cambió una vez más el panorama de las
películas de Hollywood, y el control creativo y financiero volvió a pasar a
manos de los estudios.
El poder de la agrupación tribal
también fue claro durante el período de la desenfrenada inventiva que se
desarrolló alrededor de la industria del software que acompañó al surgimiento
de los ordenadores personales. Silicon Valley ha tenido un impacto enorme en la
tecnología digital. Pero, como han observado Dorothy Leonard y Walter Swap, es
sorprendentemente pequeña por lo
que se refiere a su geografía: «Al mirar el valle desde el avión, mientras se
aproxima al aeropuerto de San Francisco, te sorprende lo pequeña que es la
región. Como dice Craig Johnson, de Venture Law Group, Silicon Valley “es como
un gas comprimido: cada vez está más caliente”. Sus tribus se solapan social y
profesionalmente basándose en la disciplina del trabajo (ingenieros de
software, por ejemplo), asociaciones empresariales (Hewlett-Packard), etc. Los
jugadores más expertos no tienen que viajar muy lejos para hacer tratos,
cambiar de trabajo o encontrar socios profesionales. A John Doerr, de Kleiner
Perkins, le gusta decir que Silicon Valley es un lugar en el que puedes cambiar
de trabajo sin cambiar de plaza de aparcamiento.
«Los valores compartidos también
vinculan a los nativos de Silicon Valíey. Las convicciones personales de los
notables innovadores dei valle, que crearon no una compañía sino una industria,
todavía resuenan en la comunidad. Hill Hewlett y David Packard influyeron
directamente en la generación más antigua; muchos de ellos fueron con
anterioridad empleados. A través de esta vieja guardia, la solidaridad y los
altos estándares de funcionamiento pasaron a la siguiente generación de
emprendedores».
Abundan otros ejemplos de tribus
formadas por individuos inspiradores: los equipos deportivos — los New York
Knicks de 1969, la «defensa sin nombre» de los invictos Miami Dolphins de 1972,
los Minnesota Twins de 1991— que funcionaron como un colectivo de mayor
categoría que cualquiera de las personas individuales, o el movimiento de la
Bauhaus en arquitectura en las primeras décadas del siglo XX. En cada caso, la
agrupación de una tribu de personas creativas condujo a una innovación y un
crecimiento explosivos.
La alquimia de la sinergia
El ejemplo más impresionante del
poder de las tribus es el trabajo de los verdaderos equipos creativos. En
Organizing Genius; The Secrets of Creative Collaboration, Warren Bennis y Pat
Ward Biederman escriben acerca de lo que ellos llaman «grandes grupos»,
personas con intereses parecidos que crean algo mucho mejor que lo que
cualquiera de ellos podría conseguir individualmente; son algo más que la suma
de las partes. «Un gran grupo puede ser incitador, controlador, una caja de
resonancia y una fuente de inspiración, apoyo e incluso amor», dicen. La
combinación de las energías creativas y de la necesidad de funcionar al más
alto nivel para mantenerse al mismo ritmo que sus iguales lleva a establecer un
compromiso por la excelencia que de otra forma sería inalcanzable. Es la
alquimia de la sinergia.
Uno de los mejores ejemplos para
ilustrar esto es la creación del álbum Kind of Blue, de Miles Davis, Aunque los
amantes de la música de todo tipo consideran «indispensable» la grabación, y
legiones de entusiastas del jazz —y, ya puestos, los fans de la música clásica
y del rock— conocen de memoria cada una de las notas del álbum, ninguno de los
músicos que tomaron parte en su creación sabía lo que iba a tocar antes de
entrar en el estudio.
El pianista Bill Evans, en las
notas originales de la carátula del disco, explica: «Miles concibió la idea de
estos arreglos solo unas horas antes de la grabación y llegó con unos esbozos
que indicaban al grupo lo que se iba a tocar. Por tanto, en estas actuaciones
oirás algo cercano a la pura espontaneidad. El grupo no había tocado estas
piezas antes de la grabación, y creo que, sin excepción, la primera ejecución
completa de cada una de ellas fue una “toma”». De hecho, todas las canciones
que aparecen en el álbum son primeras tomas, a excepción de «Flamenco
Sketches», que se grabó a la segunda.
Cuando el trompetista Miles Davis
reunió en el estudio a Evans, al saxo tenor John Coltrane, al saxo alto Julian
«Cannonball» Adderley, al pianista Wynton Kelly, al bajista Paul Chambers y al
batería Jimmy Cobb en 1959, diseñó las escalas —lo que era un tanto
revolucionario, ya que por entonces el jazz se basaba tradicionalmente en
cambios de acordes— y puso en marcha la grabadora. Por aquel entonces, cada uno
de los músicos era un participante activo de la tribu que llevaba al jazz por
nuevas direcciones, y ya habían trabajado juntos en el pasado. Sin embargo, lo
que ocurrió durante las sesiones de Kind of Blue fue una tormenta perfecta de
afirmación, inspiración y sinergia. Estos artistas se dispusieron a romper
barreras, tenían el talento para llevar su música en una nueva dirección y
contaban con un líder de visión audaz.
Aquel día, su trabajo de
improvisación fue el resultado de la fusión de poderosas fuerzas creativas para
engendrar algo de una envergadura extraordinaria: el objetivo final de la
sinergia. La magia surgió en cuanto la grabadora se puso en movimiento. «La
improvisación en grupo es un desafío adicional —dijo Evans—. Aparte del pesado
problema técnico de conseguir un pensamiento colectivo coherente, está el
problema humano: incluso en una reunión informal todos los miembros tienen que
ceder en aras del resultado general. Este problema, pienso que el más difícil,
queda solucionado en esta grabación.» La música que crearon en las pocas horas
siguientes —trabajando en equipo, oponiéndose y sincronizando entre ellos,
desafiándose mutuamente— perdurará durante varias generaciones. Kind of Blue es
el álbum de jazz más vendido de todos los tiempos y, casi cincuenta años
después, todavía vende miles de copias a la semana.
¿Por qué los componentes de un
equipo creativo logran más cosas juntos que por separado? Creo que se debe a
que reúnen las tres características clave de la inteligencia que describí antes.
En cierto modo son el modelo de las características fundamentales de la mente
creativa.
Los grandes equipos creativos son
heterogéneos. Están compuestos por personas con habilidades diferentes pero
complementarias entre sí. El equipo que creó Kind of Blue estaba formado por
músicos excepcionales que no solo tocaban instrumentos diferentes, sino que
tenían distintas sensibilidades musicales y diferentes tipos de personalidad.
Lo mismo puede decirse de los Beatles. A pesar de todo lo que tenían en común,
cultural y musicalmente, Lennon y McCartney eran personas muy distintas, y
también lo eran George Harrison y Ringo Starr. Fueron sus diferencias lo que
hizo que su trabajo creativo en conjunto fuera mejor que la suma de sus partes.
Los equipos creativos son
dinámicos. La diversidad de talentos es importante pero no suficiente. Las
diferentes formas de pensamiento pueden ser un obstáculo para la creatividad.
Los equipos creativos encuentran la forma de utilizar sus diferencias y
energías, no sus puntos débiles. Tienen un proceso mediante el cual sus fuerzas
se complementan a la vez que compensan las debilidades de cada uno. Son capaces
de desafiarse entre sí como iguales, y tomar las críticas como un incentivo
para avivar el juego.
Los equipos creativos están bien
definidos. Hay una gran diferencia entre un buen equipo y un comité. La mayoría
de los comités hacen un trabajo rutinario y sus miembros en teoría son
intercambiables por otras personas. Por lo general, los miembros de un comité
están allí para representar unos intereses específicos. A menudo, un comité
puede realizar su trabajo mientras la mitad de sus miembros consultan sus
blackberries o estudian el papel de la pared. Con frecuencia los comités son
imperecederos; da la sensación de que durarán eternamente, de que se reúnen muy
a menudo. Los equipos creativos tienen una personalidad distintiva y se reúnen
para hacer algo específico. Solo están juntos durante el tiempo que quieren o
deben para terminar el trabajo.
Uno de los ejemplos más famosos
de trabajo en equipo es la administración del presidente Abraham Lincoln. En su
libro Team of Rivals, Doris Kearns Goodwin cuenta la historia de Lincoln Y de
cuatro miembros de su gabinete: Edwin M. Stanton, secretario de Guerra; Salmon
P. Chase, secretario del Tesoro; William H. Seward, secretario de Estado, y
Edward Bates, secretario de Justicia. Estos cinco hombres, apasionados por el
deseo de dirigir y hacer avanzar a Estados Unidos, formaron incuestionablemente
parte de la misma tribu. Sin embargo, cada uno de los otros cuatro se había
opuesto abierta e implacablemente a Lincoln antes de su presidencia. Stanton
incluso llegó a llamarlo «simio de brazos largos». Todos habían mantenido
firmemente posiciones que a veces diferían en gran medida de las de Lincoln.
Además, cada uno de ellos creía merecer la presidencia mucho más que el hombre
elegido por el pueblo estadounidense.
A pesar de todo, Lincoln creyó
que cada uno de estos rivales tenía algún punto fuerte que la administración
necesitaba. Reunió a este grupo con una ecuanimidad difícil de imaginar en la
actual política estadounidense. Discutían incesante y a veces enconadamente.
Sin embargo, al trabajar juntos descubrieron la habilidad de forjar mediante
sus diferentes opiniones una sólida y resistente política nacional y gobernaron
el país durante su período más arriesgado a través del esfuerzo de su combinada
sabiduría.
Perdido en la multitud
Hay una importante diferencia
entre pertenecer a una tribu tal como lo estoy definiendo y formar parte de una
multitud, incluso cuando los miembros de la multitud estén en ella por la misma
razón y sientan las mismas pasiones. Se me ocurren de inmediato los fanáticos
de los deportes. Hay fans vociferantes y apasionados a lo largo y ancho del
panorama deportivo: seguidores fieles de rugby en Grenn Bay, entusiastas del
fútbol en Manchester, fanáticos del hockey sobre hielo en Montreal, etc. Cubren
sus paredes, sus coches y los jardines delanteros de sus casas con la
parafernalia de su equipo. Seguramente conocen la alineación de los jugadores
titulares de su equipo cuando terminó cuarto en 1988. Quizá aplazaron la fecha
de su boda porque coincidía con la World Series de béisbol o la Copa de Europa.
Están entregados a su equipo, extasiados con su equipo, y es posible que su
estado de ánimo varíe con los resultados de su favorito. Pero su afición no los
sitúa en una tribu junto a sus fans colegas, al menos no como aquí lo estoy
describiendo.
El comportamiento de un fan
representa una forma distinta de integración social. Algunas personas,
incluidos Henri Tajfel y John Turner, la abordan como una teoría de la
identidad social. Sostienen que a menudo las personas adquieren gran conciencia
de sí mismas mediante la adscripción a grupos específicos, y que tienden a
relacionarse con grupos que fomentarán su autoestima. Los equipos deportivos
hacen que los fans se sientan parte de una enorme y poderosa organización. Esto
es especialmente cierto cuando los equipos ganan. Mirad alrededor al final de
cualquier temporada deportiva y veréis por todas partes camisetas del equipo
ganador de esa temporada, incluso en lugares lejanos de la ciudad sede del
equipo. Los fans presumen de ser seguidores de equipos victoriosos porque creen
que de algún modo esa victoria les pertenece.
El psicólogo social Robert
Cialdini tiene un término para esto. Lo llama «regodearse en la gloria
refleja», o BIRGing (del inglés, Basking in Reflected Glory). En la década de
1970, Cialdini y otros dirigieron un estudio sobre el BIRGing y comprobaron que
los universitarios estadounidenses eran mucho más propensos a llevar ropa afín
a la propia universidad los lunes posteriores a que esta ganase un partido de
fútbol americano. También descubrieron que solían hablar de nosotros cuando se
referían a la victoria —como «El sábado destrozamos a los State»— mucho más que
cuando su equipo perdía. Cuando esto sucedía, por lo general el pronombre
cambiaba a ellos: «No puedo creer que la pifiaran».
La cuestión acerca del BIRGing en
relación con nuestra definición de tribu es que la persona que festeja la
victoria tiene poco o nada que ver con la gloria alcanzada. Damos muy poco
crédito a la repercusión que haya podido tener el apoyo de un fan que asistió
al encuentro. Aunque los seguidores serios de un equipo son muy supersticiosos,
solo los más irracionales creen de verdad que sus acciones —llevar la misma
gorra a todos los partidos, sentarse completamente inmóviles durante un rally
automovilístico, utilizar una marca determinada de carbón durante la fiesta que
suele hacerse en el aparcamiento del estadio— tienen algún impacto en los
resultados.
Ser miembro de un grupo de fans
no es lo mismo que pertenecer a una tribu. De hecho, esa adscripción puede
provocar el efecto contrario. La pertenencia a una tribu, tal como la defino
aquí, ayuda a que las personas sean más ellas mismas, las guía hacia una
conciencia mayor de identidad personal. Por otra parte, es fácil perder la
propia identidad dentro de una gran multitud, e incluyo aquí al grupo de fans.
Ser un fan es ser un adepto, animar o abuchear, alegrarse con la victoria y
desesperarse en la derrota. Esto puede ser en muchos sentidos satisfactorio y
emocionante, pero por lo general no te conduce al Elemento como medio de
realización personal.
De hecho, en muchos sentidos la
afiliación entusiasta es una forma de lo que los psicólogos llaman, de manera
bastante chocante, «despersonalización». Esto significa que al convertirte en
parte de un grupo pierdes el sentido de la propia identidad. Formas extremas de
despersonalización desembocan en determinados comportamientos callejeros. Si
has ido alguna vez a ver un partido de fútbol, sabrás cómo se aplica esto en el
mundo de los deportes. Pero incluso en versiones más inofensivas se traduce en
un sentido del anonimato que lleva a que las personas pierdan sus inhibiciones,
a que a veces realicen actos de los que más tarde se arrepienten, y en la
mayoría de los casos a hacer cosas ajenas a su personalidad normal. En otras
palabras, estas acciones pueden llevarnos lejos de nuestro verdadero yo.
Mi hermano pequeño, Neil, era
futbolista profesional en el Everton, uno de los equipos más importantes de
Inglaterra. Siempre que estaba en Liverpool, iba a verlo jugar. Era una
experiencia estimulante y, a menudo, aterradora. Digamos que los fans de fútbol
de Liverpool son muy entusiastas. Les apasiona ganar, y cuando las cosas en el
campo no van como ellos quieren, les encanta proponer consejos tácticos desde
las gradas. Es una forma de asesorar a los jugadores, y a menudo también al
árbitro. Si Neil fallaba al colocar un pase exactamente donde querían los fans,
estos gritaban palabras de ánimo: «Mal tiro, Robinson», decían, o «Vamos,
seguro que puedes hacerlo mejor». Y cosas por el estilo.
En una ocasión, alguien que
estaba sentado justo detrás de mí tuvo un arrebato histérico y comenzó a
criticar contundente- mente las tácticas de mi hermano pequeño utilizando
palabras que implicaban a mi madre y, por extensión, a mí. Por puro instinto,
me di la vuelta para salvar el honor de la familia. No obstante, cuando vi el
tamaño y la cara de ese fan maníaco, decidí que probablemente tenía razón. El
comportamiento de las masas es así.
Observar, escuchar y aprender
Algunos espectadores son en
verdad críticos expertos, y lo que piensan acerca de un acontecimiento puede genuinamente
ayudar a que los demás lo entiendan mejor. Los dominios de la crítica
literaria, la música, el periodismo y de los comentarios deportivos tienen
miembros distinguidos cuyas palabras nos hablan con profundidad y que
pertenecen a tribus dedicadas apasionadamente a ampliar los conocimientos de su
especialidad. Esto es diferente de la simple afiliación entusiasta. Se trata de
una representación al servicio de esta que tiene marcados niveles de excelencia
y verdadera vocación. El comentarista deportivo Howard Cosell tituló una de sus
autobiografías “I Never Played the Game”, sin embargo, fue durante décadas una
de las voces más importantes e influyentes del mundo de los deportes en Estados
Unidos.
Creo que Cosell, aunque no fuese
un atleta, encontró su Elemento en los deportes. Sabía que podía enriquecer la
experiencia deportiva del fan medio y al hacerlo tuvo una mayor percepción de
quién era en realidad. Cosell dijo una vez: «Estaba poseído por mi deseo y mi
determinación de triunfar en el mundo de las retransmisiones deportivas. Sabía
exactamente qué quería hacer y cómo». Era uno más de un grupo clave de
entusiastas; llegó a participar activamente en el mundo que admiraba tendiendo
un puente entre los jugadores y la audiencia.
Puede que en toda multitud y en
toda audiencia haya alguien que responda de forma diferente de los demás:
alguien que tenga su propia epifanía, que vea a su tribu no en las gradas que
le rodean sino en el escenario frente a él.
Billy Connolly es uno de los
cómicos más originales y divertidos del mundo. Nació en un barrio obrero de
Glasgow en 1942. En el colegio, por el que sentía aversión, se abrió paso con
dificultad y lo dejó tan pronto como pudo para convertirse en aprendiz de
soldador en los astilleros de su ciudad. Pasó un tiempo allí aprendiendo el
oficio y embebiéndose de las costumbres y hábitos de la vida cotidiana en los
márgenes del río Clyde. Connolly adoraba la música desde muy temprana edad, y
aprendió por su cuenta a tocar la guitarra y el banjo. Como a Bob Dylan —en la
misma época y a un océano de distancia—, le fascinaba la música folk. Pasó todo
el tiempo que pudo escuchando y tocando en clubes de folk por toda Escocia.
También le encantaban los pubs y las bromas de la vida nocturna de Glasgow; iba
al cine con regularidad, a los bailes de los sábados por la noche y
esporádicamente al teatro.
Una noche, Connolly vio por
televisión al cómico Chick Murray, quien durante más de cuarenta años había
sido una leyenda de la comedia y del teatro de variedades. Su ingenio, gracioso
y mordaz, era la personificación de la interpretación lacónica de la vida que
caracteriza al humor escocés. Billy se sentó y se dispuso a ver una sesión
desenfrenada del gran hombre. Y así fue, pero tuvo algo más: una epifanía.
Removiéndose en su asiento, Billy fue totalmente consciente del placer
desenfrenado, de la liberación emocional y de la hiriente perspicacia que
Murray desataba a su alrededor. Aquel momento en Glasgow fue decisivo para
Billy, como lo fue para Bob Dylan escuchar a Woody Guthrie en Greenwich
Village. Entendió de pronto que era posible hacer algo así, y que iba a
hacerlo. Comenzó a alejarse de la multitud y a fusionarse con su tribu.
Billy siempre se había dirigido a
sus reducidas audiencias entre canciones. Poco a poco fue hablando cada vez más
y cantando cada vez menos. También descubrió que el público era cada vez mayor.
Para muchos cómicos de su generación, pasó a convertirse en el rey de la
comedia espontánea. Su trabajo le ha llevado muy lejos de los astilleros del
Clyde, a teatros de todo el mundo llenos de gente, a laureadas películas como
actor y hasta el pensamiento y el cariño de millones de personas.
Como la mayor parte de las
personas de este libro, encontró su camino no solo cuando encontró su Elemento,
sino también cuando encontró su tribu.
Encontrar tu Elemento puede ser
un desafío en muchos planos, algunos de los cuales ya hemos abordado. A veces
el desafío está en el interior de uno mismo, en la falta de confianza o el
miedo al fracaso. A veces la verdadera barrera la forman las personas cercanas
a ti y la imagen y las expectativas que tienen de ti. Otras veces los
obstáculos no son las personas que conoces sino la cultura general que te
rodea.
¿Qué pensarán los demás?
Las barreras para encontrar el
Elemento son como tres «círculos de restricción» concéntricos. Estos círculos
son personales, sociales y culturales.
Esta vez es personal
Dada la forma en que ha resuelto
su vida, es curioso que varios de los profesores y compañeros de clase de Chuck
Close le considerasen un vago cuando era pequeño. Los chicos lo pensaban porque
Chuck tenía problemas físicos que le hacían difícil la práctica de los deportes
e incluso los juegos más elementales en el patio del recreo. Es probable que
los profesores lo pensasen porque sus exámenes eran muy flojos, pocas veces los
terminaba y parecía un gandul. Más tarde resultó que era disléxico, pero cuando
Chuck era joven todavía no se había diagnosticado esta enfermedad. A muchas
personas les parecía que Chuck Close no se esforzaba demasiado por lograr hacer
algo con su vida, y la mayoría creía que no llegaría muy lejos.
Por si sus problemas de
aprendizaje y sus dolencias físicas fueran pocos, Close tuvo que hacer frente a
una situación trágica por la que ningún joven debería pasar. Su padre, que
regularmente hacía cambiar de lugar de residencia a la familia, murió cuando
Chuck tenía once años. Por aquel tiempo, su madre, concertista de piano, tuvo
un cáncer de mama y los Close perdieron su casa para poder pagar las facturas
médicas. Incluso su abuela cayó gravemente enferma.
Si Close logró superar todo esto
fue por su pasión por el arte. «Creo que pronto hubo algo en mi habilidad
artística que me alejó del resto de la gente —dijo en una entrevista—. Era un
espacio en el que me sentía competente y al que podía recurrir.» Incluso ideó
formas innovadoras de utilizar su arte para vencer las restricciones que le
imponían sus enfermedades. Creó teatros de marionetas y espectáculos de magia
—lo que llamaba «entretener a las tropas»— para que otros niños pasasen algún
tiempo con él. Complementaba sus trabajos escolares con elaborados proyectos
artísticos para demostrar a los profesores que él no «se hacía el enfermo».
Al final, su interés por el arte
y su habilidad innata le permitieron llegar a ser uno de los talentos más
singulares de la cultura estadounidense. Después de licenciarse en la
Universidad de
Washington y conseguir un master
en Yale —varios de sus antiguos profesores le habían dicho que la universidad
estaba fuera de sus posiblidades—, Close emprendió una carrera que le
granjearía el prestigio de ser uno de los más célebres artistas
estadounidenses. Su estilo distintivo consistía en el diseño de un sistema
cuadriculado para crear enormes imágenes fotorrealistas de rostros animados con
textura y expresión. Su método atrajo la atención general de los medios de
comunicación, y sus cuadros están colgados en los mejores museos del mundo.
Mediante una dedicación constante a su pasión y a su arte, Chuck Close venció
importantes limitaciones para encontrar su Elemento y llegar a la cumbre de su
profesión.
Pero este solo es el principio de
la historia.
En 1988, Chuck estaba presentando
un premio en Nueva York cuando de repente sintió algo raro en su interior.
Llegó hasta el hospital, pero en unas horas se quedó tetrapléjico, víctima de
un coágulo de sangre en la espina dorsal. Era uno de los mejores artistas de su
generación y ni siquiera podía agarrar un pincel. Los tempranos esfuerzos de
rehabilitación resultaron frustrantes; parecía que el último obstáculo en una
vida llena de ellos conseguiría frenar sus ambiciones.
Sin embargo, un día Close
descubrió que podía sostener un pincel con los dientes e incluso manejarlo lo
suficientemente bien para crear imágenes muy pequeñas: «Me animé de repente. Intenté
imaginar qué clase de pinturas minúsculas podría hacer a partir solo de ese
movimiento. Intenté imaginar qué apariencia tendrían esas pinturas. Aquel
pequeño movimiento de cuello bastaba para hacerme saber que quizá no estaba
imposibilitado del todo. Quizá podría hacer algo».
Lo que pudo hacer fue crear un
tipo de arte totalmente nuevo. Cuando más tarde recuperó cierta movilidad en la
parte superior del brazo, Close comenzó a utilizar colores intensos para hacer
pequeños cuadros que luego unía para convertirlos en un enorme mosaico. Su
nueva obra fue por lo menos tan popular como la anterior y le granjeó más
elogios y notoriedad.
Durante toda su vida, Chuck Close
había tenido infinitas razones para rendirse y desistir de ser artista. En
cambio, escogió seguir adelante, superar los límites y permanecer en su
Elemento a pesar de los nuevos obstáculos que apareciesen en el camino. No
permitiría que ninguna de estas cosas le impidiese ser la persona que él sentía
que tenía que llegar a ser.
Chuck Close no es el único que ha
superado impedimentos físicos para ir en busca de lo que le apasiona.
Conoceremos otras personas que también lo han conseguido, y puede que algunas
te sorprendan. Los problemas a los que se enfrentan no son solo físicos, aunque
las discapacidades físicas pueden ser torturadoras y desesperantes. También
hicieron frente a problemas derivados de su propia actitud ante sus
discapacidades y al efecto que causó en sus sentimientos la actitud de otras
personas hacia su discapacidad. Para superar estas barreras físicas y
psicológicas, las personas con minusvalías de cualquier tipo tienen que reunir
enormes reservas de confianza en sí mismas y de determinación para llevar a
cabo cosas que otras personas pueden hacer sin pensarlo dos veces.
Can-Co es una compañía
profesional de danza contemporánea, tiene sede en Gran Bretaña y la forman
bailarines con minusvalías y sin ellas. A lo largo de los años han formado
parte de la compañía bailarines con una o dos piernas amputadas, parapléjicos
en sillas de ruedas y personas con todo tipo de enfermedades. El sueño de la
compañía, fundada en 1982, es inspirar al público y ayudar a los participantes
«a lograr sus más altas aspiraciones según el ethos de la compañía de que la
danza está al alcance de todo el mundo». Can-Co trabaja para ampliar la
percepción de la danza a través de sus actuaciones y de su programa educativo y
de entrenamiento. Los directores de la compañía dicen que Can-Co siempre ha
picado muy alto: «Alto en la calidad de los movimientos, alto en la integridad
de la danza como forma de arte y alto en las expectativas que tenemos de
nosotros mismos como intérpretes. Nos centramos en la danza, no en la
minusvalía, y en la profesionalidad, no en la terapia». Es una más de las cada
vez más frecuentes compañías que integran danza, teatro y música, y sus
ambiciones se han visto cumplidas a través de numerosos premios internacionales
otorgados por críticos especializados y por festivales de todo el mundo: «Se ha
dicho que para apreciar de verdad a la compañía Can-Co —observó un crítico—, es
preciso descartar todas las ideas convencionales sobre un cuerpo de baile.
¿Para qué hablar de un veloz y fluido juego de pies con los dedos en punta, cuando
las piernas no tienen ninguna importancia? [En estas actuaciones] las
representaciones de un cuerpo perfecto y entero físicamente se lanzan por la
Ventana y se introducen figuras “menos que enteras” con no menos talento que
sus musculosos y sanos colegas... Aquellos que esperasen ver a los bailarines
de Can-Co realizar acrobacias y desafiar la gravedad con muletas y sillas de
ruedas, se habrán sentido muy decepcionados. En lugar de eso, su actuación ha
sido una confrontación visual y psicológica, no tanto una bofetada en la cara
como una persistente reflexión que llega al corazón y mima la mente».
Tanto si uno es minusválido como
si no, la actitud tiene una importancia fundamental a la hora de encontrar el
Elemento. La fuerte determinación de llegar a ser uno mismo tiene un poder
indomable. Sin ella, incluso una persona en perfecta forma física está en
desventaja. Según mi propia experiencia, la mayoría de la gente tiene que
afrontar sus propios miedos y su poca confianza en sí misma tanto como
cualquier impedimento externo de circunstancia y oportunidad.
Esta escala de angustias se
refleja en el floreciente mercado mundial de libros y cursos de autoayuda,
muchos de los cuales se centran justamente en estas cuestiones. Para mí, el
libro de referencia dentro de este campo es “Aunque tenga miedo, hágalo igual”,
de Susan Jeffers. Se ha traducido a treinta y cinco idiomas y ha vendido
millones de ejemplares. En él, Jeffers escribe con pasión y elocuencia acerca
de los miedos persistentes que impiden a tantas personas vivir su vida con
plenitud y contribuir al mundo. Estos temores incluyen el miedo al fracaso, el
miedo a no ser lo suficientemente bueno, el miedo a que descubran que quieres
algo, el temor a la desaprobación, a la pobreza y a lo desconocido.
El miedo es, quizá, el obstáculo
más común para encontrar el Elemento. Puede que te preguntes cuántas veces el
miedo ha desempeñado un papel importante en tu vida y te ha impedido hacer lo
que desesperadamente querías intentar. La doctora Jeffers propone una serie de
técnicas bien comprobadas para pasar de tener miedo a la sensación de sentirnos
realizados, la más poderosa de las cuales queda explícita en el título de su
libro.
Social: es por tu bien
El miedo a la desaprobación y a
que descubran que queremos algo, a menudo se da en las relaciones con las
personas más cercanas a nosotros. Es muy probable que tus padres y tus
hermanos, y tu pareja y tus hijos (si los tienes), tengan firmes opiniones
sobre lo que deberías y no deberías hacer con tu vida. Desde luego, tal vez
estén en lo cierto y tengan un papel positivo como mentores a la hora de
estimular tus verdaderas habilidades. Pero también podrían estar completamente
equivocados.
La gente puede tener razones muy
complejas para intentar cortar las alas de los demás. Tal vez el hecho de que
escojas un camino diferente no se adecúe a sus intereses, o les complique la
vida y crean que no se lo pueden permitir. Cualesquiera que sean las razones,
alguien que te impida hacer aquello que amas —o incluso ir tras ello— te puede
provocar una intensa frustración.
Puede que los otros no tengan
ningún motivo para oponerse. Es probable que sencillamente te encuentres
envuelto en una red de obligaciones sociales y expectativas que, de forma
tácita, pongan límites a tus ambiciones. Muchas personas no encuentran el
Elemento porque no tienen la confianza o el estímulo necesarios para salir de
su círculo de relaciones.
A veces, por supuesto, tus seres
queridos creen sinceramente que estás malgastando tu tiempo y talento haciendo
algo que ellos desaprueban. Eso fue lo que le pasó a Paulo Coelho. Sus padres
fueron más lejos que la mayoría intentando desanimarle. Le enviaron repetidas
veces a una institución psiquiátrica, donde le sometieron a terapia de
electrochoque «porque le querían». La próxima vez que te sientas culpable por
haber reñido a tus hijos, a lo mejor te consuela no haber recurrido a las
técnicas de los Coelho.
La razón por la que los padres de
Coelho le ingresaron en un manicomio fue que de adolescente le apasionaba la
idea de llegar a ser escritor. Pedro y Lygia Coelho creían que así malgastaría
su vida. Le aconsejaron que escribiera en su tiempo libre si necesitaba
hacerlo, pero su verdadero futuro estaba en la abogacía. Cuando Paulo insistió
en que quería dedicarse al mundo del arte, sus padres creyeron que no tenían
otra opción que enviarle a una institución mental para que le sacaran esas
ideas destructivas de la cabeza. «Ellos querían ayudarme —dijo Coelho—, Tenían
sus sueños. Yo quería hacer esto y aquello, pero mis padres tenían otros planes
para mí. Llegó un momento en que ya no podían controlarme y estaban
desesperados.»
Sus padres lo ingresaron tres
veces en el manicomio. Sabían que su hijo era muy listo, creían que tenía una
carrera prometedora por delante e hicieron lo que creían que tenían que hacer
para que fuese por el buen camino. Aun así, ni siquiera un método tan extremo
impidió que Paulo Coelho encontrara su Elemento. Pese a la firme oposición de
su familia, se dedicó a la escritura.
Sus padres estaban en lo cierto
al suponer que tenía un futuro prometedor por delante, pero este no tenía nada
que ver con la abogacía. La novela de Coelho El alquimista fue un best seller
internacional del que se han vendido más de cuarenta millones de ejemplares en
todo el mundo. Sus libros se han traducido a más de sesenta idiomas, y es el
escritor más vendido en lengua portuguesa de todos los tiempos. Su radio de
acción creativo se extiende a la televisión, los periódicos e incluso a la
música pop: ha escrito las letras de varios éxitos musicales del rock
brasileño.
Es muy posible que Paulo Coelho
hubiese llegado a ser un eminente abogado. Sin embargo, su sueño era escribir.
Y aunque sus padres trataron firmemente de llevarle por «el buen camino», se
mantuvo centrado en su Elemento.
A pocos de nosotros nos presionan
con tanta firmeza para que nos avengamos a las expectativas de nuestra familia,
Pero son muchas las personas que tropiezan con esas barreras: «No te apuntes a
un curso de baile, no puedes ganarte la vida siendo bailarín»; «Eres bueno en
matemáticas, deberías ser contable»; «No voy a pagar para que te especialices
en filosofía»...
Por regla general, cuando las
personas cercanas a ti intentan disuadirte de que tomes determinado camino,
creen que lo hacen por tu propio bien.
Algunas tienen razones menos
nobles, pero la mayoría creen saber qué es lo mejor para ti. Y el hecho es que
el oficinista medio probablemente tiene mayor seguridad económica que la
mayoría de los trompetistas de jazz. Pero es difícil que te sientas realizado
cuando no haces algo que te importe. Hacer algo «por tu propio bien» pocas
veces será por tu propio bien si consigue que seas menos de lo que en realidad
eres.
La decisión de ir sobre seguro,
de seguir el camino más fácil, puede parecer irresistible, en particular si se
tienen dudas y miedo a las alternativas. Y para algunas personas es más
sencillo evitar los conflictos y contar con la aprobación de sus padres,
hermanos y parejas. Pero no es así para todo el mundo.
Algunas de las personas de este
libro tuvieron que apartarse de su familia, al menos durante un tiempo, para
llegar a ser las personas que necesitaban ser. Su decisión de tomar el camino
menos cómodo y aceptar pagar el precio de tener relaciones problemáticas,
vacaciones familiares tensas y, en el caso de Coelho, incluso perder células
cerebrales, a la larga les reportó considerables grados de satisfacción y
realización personal. Consiguieron hacer caso omiso a sus seres queridos para
no tener que pagar el precio de renunciar a sus sueños.
En la década de los sesenta,
Arianna Stasinopoulos, una adolescente griega, tuvo un repentino y apasionado
sueño. Estaba hojeando una revista cuando vio una fotografía de la Universidad
de Cambridge. Solo tenía trece años, pero decidió en el acto que tenía que
conseguir estudiar allí. Todo el mundo al que se lo contaba, incluidos sus
amigos y su padre, dijeron que era una idea ridícula. Era una chica, era
demasiado caro, no tenía parientes allí y aquella era una de las universidades
más prestigiosas del mundo. Nadie la tomó en serio. Es decir, nadie excepto
ella misma. Y otra persona.
Su madre decidió que tenían que
descubrir si el sueño de Arianna era remotamente posible. Hizo algunas
averiguaciones y se enteró de que Arianna podía solicitar una beca. Incluso
encontró unos billetes de avión baratos «para ir a Inglaterra y visitar
Cambridge en persona. Fue un ejemplo perfecto de eso que hoy llamamos
“visualización”». El vuelo a Londres fue largo; llovió todo el tiempo que
pasaron en Cambridge. Arianna y su madre no conocieron a nadie de la
universidad, simplemente pasearon e imaginaron cómo sería vivir allí. Con su
sueño fortalecido, Arianna solicitó su admisión en cuanto cumplió los
requisitos.
Para su alegría y para sorpresa
de todo el mundo (excepto de su madre), Cambridge la aceptó y Arianna consiguió
una beca. Con dieciséis años se trasladó a Inglaterra y acabó licenciándose en
Económicas por Cambridge. A los veintiún años era la primera mujer presidenta
del célebre círculo de debate y discusión Cambridge Union.
Asentada en la actualidad en
Estados Unidos, Arianna Huf- fington es autora de once libros sobre historia
cultural y política, columnista leída en todo el país y copresentadora de Left,
Right & Center, programa de debate político de la radio pública nacional.
En mayo de 2005 lanzó al mercado Huffington Post, una página web de noticias y
un blog que se ha convertido en «uno de los más leídos y citados con mayor
frecuencia en internet». En 2006, Time Magazine la incluyó en la lista de las
cien personas más influyentes del mundo.
Huffington sabe que los mayores
obstáculos para alcanzar el éxito pueden ser la desconfianza en uno mismo y la
desaprobación de otras personas. Dice que esto es especialmente cierto en el
caso de las mujeres. «Me llama la atención la de veces que cuando he pedido a
una mujer que escribiera un artículo para el Huffington Post he visto que lo
pasaba mal porque no confiaba en que lo que tenía que decir valiese la pena,
incluso escritoras de reconocido prestigio. Creo que demasiadas veces las
mujeres no lo intentamos porque no queremos correr el riesgo de fracasar.
Concedemos tanto valor a la aprobación de los demás, que nos resistimos a
asumir riesgos.
«Las mujeres todavía tenemos una
relación difícil con el poder y los atributos necesarios para ser líderes.
Tenemos interiorizado ese miedo a que si somos demasiado poderosas nos
considerarán crueles, agresivas o chillonas: adjetivos todos ellos que son un
golpe certero a nuestra feminidad. Todavía tenemos que intentar superar el
miedo a que el poder y la feminidad se excluyan mutuamente.»
Huffington dice que hubo dos
factores clave a la hora de perseguir su antiguo sueño. El primero fue que en
realidad no entendía en lo que se estaba metiendo: «Mi primera experiencia de
liderazgo la tuve siendo extranjera y felizmente ignorante. Fue en la universidad,
cuando me convertí en presidenta de la sociedad de debate Cambridge Union. Como
me había criado en Grecia, nunca había oído hablar de la Cambridge Union ni de
la Oxford Union y no sabía el papel que tenían dentro de la cultura inglesa,
así que para mí nunca fue una carga el abrumador prestigio que tal vez impidió
a las chicas inglesas plantearse siquiera pretender semejante cargo De este
modo, fue una bendición empezar mi carrera fuera del entorno de mi casa, aunque
tenía sus propios problemas, como el hecho de que se burlasen de mi acento y me
humillaran por hablar de forma curiosa. Pero también aprendí que es más fácil
sobreponerse a las opiniones de los demás que vencer la opinión que tenemos de
nosotros mismos, el miedo que interiorizamos».
El segundo factor fue el
inquebrantable apoyo de su madre: «Creo que nada de lo que he hecho en la vida
hubiese sido posible sin mi madre. Ella me proporcionó ese lugar seguro, esa
sensación de que estaría allí pasara lo que pasase, tanto si lo lograba como si
fracasaba. Me dio lo que espero ser capaz de dar a mis hijas: la sensación de
que podía ambicionar las estrellas junto con la certeza de que, si no las
alcanzaba, ella no me querría menos por eso. Me ayudó a entender que el fracaso
forma parte de la vida».
El pensamiento grupal
De forma positiva o negativa,
nuestros padres y familiares tienen una poderosa influencia sobre nosotros.
Pero aún más fuerte, sobre todo cuando somos jóvenes, es la de nuestros amigos.
No elegimos a nuestra familia, pero elegimos a nuestros amigos, y a menudo es
una forma de expandir nuestra identidad más allá de nuestro ámbito familiar.
Como consecuencia, la presión para adaptarnos a las pautas y expectativas de
nuestros amigos y de otros grupos sociales puede ser intensa.
Judith Rich Harris es una
psicóloga evolucionista que ha estudiado la influencia de los amigos y de los
grupos de su edad en los jóvenes. Sostiene que hay tres fuerzas que forman
nuestro desarrollo: nuestro temperamento personal, nuestros padres y nuestros
coetáneos. La influencia de estos, afirma, es mucho más fuerte que la de
nuestros padres. «El mundo que los niños comparten con sus iguales —dice— es lo
que da forma a su comportamiento, modifica las características con las que
nacieron y, por tanto, determina el tipo de persona que serán cuando crezcan.»
Los niños sacan sus ideas acerca
de cómo comportarse identificándose con el grupo y asumiendo su actitud, su
comportamiento, su lenguaje y su forma de vestir y de acicalarse: «La mayoría
de ellos lo hacen de manera automática y de buena gana. Quieren ser como los de
su edad, pero por si acaso tienen ideas raras, estos les recordarán rápidamente
las consecuencias de ser diferente. El clavo que sobresale se clava a
martillazos».
Si romper las reglas es una forma
segura de encontrarnos fuera del grupo, tal vez reprimiremos nuestras pasiones
más profundas para seguir vinculados a él. En el colegio disimulamos núes - tro
interés por la física porque nuestro círculo cree que no es guay. Nos pasamos
las tardes jugando al baloncesto cuando lo que en realidad queremos hacer es
llegar a dominar las cinco sal- sas estrella de la cocina francesa. Nunca
hablamos de nuestra fascinación por el hip-hop porque las personas con las que
viajamos lo consideran demasiado «callejero». Es probable que para llegar a
estar en el Elemento tengas que salir del círculo.
Shawn Carter nació en un barrio
de viviendas de protección oficial en Brooklyn, Nueva York.
Conocido en la actualidad como
Jay-Z, es uno de los músicos y hombres de negocios de mayor éxito de su
generación, y un icono para millones de personas de todo el mundo. Para llegar
a ser todo esto, primero tuvo que enfrentarse a la desaprobación y el
escepticismo de sus amigos y coetáneos con los que creció en las calles de
Brooklyn: «Cuando me marché del barrio todo el mundo me dijo que estaba loco.
Me iba bien en las calles, y los tíos de mi alrededor decían cosas como: “Estos
raperos son unas zorras. Solo graban, van de gira y se distancian de sus
familias, mientras que algún blanco se lleva todo el dinero”. Yo estaba
decidido a hacerlo de forma diferente».
Su modelo fue el empresario del
mundo de la música Russell Simmons. Como él, en la actualidad Jay-Z dirige un
imperio empresarial diverso arraigado en su éxito como músico pero que va más allá
e incluye una línea de ropa y un sello discográfico. Todo esto le ha reportado
una fortuna personal enorme y el renovado respeto de sus amigos de Brooklyn, de
los que tuvo que apartarse para seguir su camino.
En casos extremos, los grupos
paritarios pueden quedar atrapados en lo que el psicólogo Irving Janis ha
llamado «pensamiento grupal», una forma de pensamiento «con el que las personas
se sienten implicadas cuando están profundamente comprometidas con un grupo
excluyente, cuando la lucha por la unanimidad de los miembros pasa por encima
de su motivación para evaluar de manera realista formas de proceder
alternativas». La creencia imperante es que el grupo sabe mejor que nadie que
la decisión o dirección vigente es la que parece representar a la mayor parte
de sus componentes, más allá de un examen ponderado: incluso cuando tu instinto
te sugiere lo contrario.
Hay varios estudios famosos —y
algunos infames— sobre los efectos del pensamiento grupal, incluidos los
experimentos de Solomon Asch. En 1951, el psicólogo Asch reunió a estudiantes
universitarios en grupos de ocho a diez personas y les dijo que estaba
estudiando la percepción visual. Todos los estudiantes, excepto uno, eran
«infiltrados». Conocían la naturaleza del experimento, y Asch les había dado
instrucciones para que diesen respuestas incorrectas la mayor parte del tiempo.
El verdadero sujeto de estudio — la única persona a la que Asch no había
preparado de antemano— tenía que responder a todas las cuestiones después de
haber escuchado la mayoría de las respuestas que daban los otros integrantes
del grupo.
Asch mostró a los estudiantes una
cartulina con una raya. Luego sostuvo en alto otra tarjeta con tres rayas de
diferente tamaño y les preguntó cuál de ellas tenía la misma longitud que la línea
de la otra tarjeta. Una de ellas era obviamente igual, pero Asch había dado
instrucciones a los estudiantes infiltrados para que dijeran que la equivalente
era una de las otras rayas. Cuando le tocó responder al sujeto de estudio, se
activaron los efectos del pensamiento grupal. En la mayoría de los casos, el
individuo respondía como el grupo y en contra de una clara prueba visual, como
mínimo, una vez durante la sesión.
Cuando más tarde los
entrevistaba, la mayoría de los sujetos decían que sabían que estaban dando
respuestas erróneas, pero que lo hacían porque no querían destacar. «La
tendencia a la conformidad en nuestra sociedad es tan fuerte — escribió Asch—,
que jóvenes razonablemente inteligentes y bienintencionados están dispuestos a
llamar blanco al negro. Esto es preocupante. Plantea interrogantes acerca de
nuestra forma de educación y los valores que guían nuestra conducta.»
El escritor de gestión
empresarial Jerry B. Harvey nos da el famoso ejemplo de la paradoja de Abilene.
La historia es como sigue: una calurosa tarde de verano en Coleman, Texas, una
familia se encuentra a gusto jugando al dominó en el porche hasta que el suegro
propone que vayan hasta Abilene, a 85 kilómetros al norte, a cenar. La mujer
dice: «Me parece una buena idea». El marido, a pesar de sus reservas porque el
viaje en coche es largo y hace calor, cree que sus preferencias están en
desacuerdo con las del grupo y dice: «Me parece bien. Solo espero que tu madre
quiera ir». Entonces la suegra dice: «Claro que quiero ir. Hace mucho tiempo
que no voy a Abilene». El viaje en coche es sofocante, largo y hay polvo por
todas partes. Al llegar al restaurante, la comida es igual de mala. Cuatro
horas después regresan a casa agotados. Uno de ellos dice sin ninguna
sinceridad: «Ha sido un viaje estupendo, ¿no os parece?». La suegra afirma que
en realidad ella habría preferido quedarse en casa, pero que estuvo de acuerdo
en ir porque los otros tres habían mostrado mucho entusiasmo. El marido dice:
«Yo no quería ir. Solo fui por complaceros». La mujer dice: «Pues yo fui para
que estuvierais contentos. Estaría loca si quisiera salir con este calor». El
suegro dice que lo propuso porque creía que los demás estaban aburridos.
El grupo, desconcertado por haber
decidido todos juntos hacer algo que ninguno de ellos quería hacer, vuelve a
sentarse. Todos hubieran preferido quedarse sentados cómodamente, pero no lo
confesaron cuando todavía tenían tiempo de disfrutar de la tarde.
Este es un ejemplo inofensivo
pero impresionante de las consecuencias del pensamiento grupal. Cada uno de los
miembros del grupo accedió a hacer algo que no quería hacer porque creyó que
los otros querían hacerlo. La consecuencia fue que nadie quedó contento.
Permitir que las decisiones que
tomemos sobre nuestro futuro dependan del pensamiento grupal puede acabar en un
resultado igual de desagradable y de mayores consecuencias. Aceptar la opinión
del grupo de que la física no es guay, que jugar al baloncesto es mejor que
aprender a ser cocinero y que el hip-hop es indigno de una persona, es
contraproducente no solo para el individuo sino para el grupo. Quizá, como los
personajes de la paradoja de Abilene, otras personas del mismo círculo también
discrepen en secreto, pero tengan miedo de ser las únicas en oponerse al grupo.
El pensamiento grupal puede reducir el grupo a un todo.
Los mayores obstáculos para
encontrar el Elemento aparecen en la escuela. Esto se debe en parte a la
jerarquía de las asignaturas, lo que significa que muchos estudiantes nunca
llegan a descubrir cuáles son sus verdaderos intereses y talentos. Pero dentro
de la cultura educacional general, grupos sociales diferentes forman
subculturas distintas. Para algunos grupos el código es que estudiar no es
guay. Si estás haciendo ciencias, eres raro y empollón; si estás haciendo arte
o danza, eres un amanerado. Para otros grupos, hacer estas cosas es
absolutamente fundamental.
El poder de los grupos estriba en
que dan validez a los intereses comunes de sus miembros. El peligro del
pensamiento grupal consiste en que entorpece el juicio individual. El grupo
piensa al unísono y actúa en masa. En lo que a esto respecta, los grupos de
gente son como bancos de peces.
Una sola hormiga puede fastidiar
un picnic
Es muy posible que hayas visto
imágenes de bancos de peces enormes nadando en formación cerrada que, de
repente, cambian de dirección como si fueran un solo organismo. Quizá hayas
visto enjambres de insectos cruzando el cielo y que, de forma natural, bajan en
picado y se arremolinan como una nube coordinada. Este espectacular despliegue
parece proceder de un comportamiento inteligente y controlado. Pero un arenque
o un mosquito no actúan a su libre albedrío, como pensamos que hacen los seres
humanos. No sabemos qué pretenden mientras siguen al grupo, pero sabemos que,
cuando lo hacen, actúan casi como si fuesen una sola criatura. Hoy día los
científicos empiezan a entender mejor a qué se debe esto.
Lo más probable es que el pez
haga esos impresionantes cambios de dirección tan precisos guiándose por los
movimientos del pez que se encuentra dentro de su campo de percepción.
Seguramente, lo que parece una obra maestra de la coreografía no es más que una
forma elegante de seguir al líder. Para ilustrar la cuestión, en la actualidad
existen programas de ordenador que simulan los efectos de los enjambres y de
los bancos de peces con admirable precisión.
Un principio análogo parece guiar
la actividad de una de las más antiguas y logradas criaturas de la tierra: la
hormiga. Si has observado alguna vez a una hormiga deambular sin rumbo fijo de
un lado a otro por el suelo de la cocina en busca de un bocado que echarse a la
boca, no te habrás quedado con la sensación de estar delante de una
inteligencia sumamente desarrollada en acción. No obstante, el trabajo de las
colonias de hormigas es un milagro de eficiencia y éxito. Las hormigas dependen
de lo que se conoce como inteligencia de enjambre, cuya naturaleza es tema de
intenso estudio. Si bien los investigadores todavía tienen que entender cómo
han conseguido las hormigas desarrollar un trabajo en equipo tan complejo,
saben que alcanzan sus objetivos porque desempeñan su papel específico con
precisión militar.
Por ejemplo, cuando buscan
comida, una hormiga empieza a abrir camino y deja tras de sí un rastro de
feromonas. La siguiente hormiga sigue ese rastro y deja el suyo propio. De este
modo, numerosas hormigas encuentran el camino hasta la fuente de alimento y la
llevan de vuelta, como un equipo, hasta la colonia. Cada hormiga se esfuerza
por alcanzar un objetivo común, pero ninguna de ellas asume el mando. De hecho,
no parece que haya ninguna jerarquía dentro de las colonias de hormigas. La
función de la reina parece limitarse a poner huevos. Estos patrones de
comportamiento grupal coordinado de los peces, las hormigas, los mosquitos y
muchas otras criaturas tienen que ver principalmente con la protección y la
seguridad, con el apareamiento y la supervivencia, y con conseguir alimentos y
no acabar ellos siendo la comida.
Con los seres humanos ocurre casi
lo mismo. Nos agrupamos con la misma finalidad esencial y fundamental. Lo bueno
es que los grupos pueden ser enormemente solidarios. Lo malo, que promueven la
uniformidad de pensamiento y comportamiento. El Elemento consiste en
descubrirte a ti mismo, algo que no podrás hacer si estás atrapado dentro de
una obligación a la que debes amoldarte. No puedes ser tú mismo dentro de un
enjambre.
Cultura: lo apropiado y el tanga
Más allá de las restricciones
sociales específicas que podamos sentir por parte de familiares y amigos, hay
otras implícitas en la cultura general. Defino cultura como los valores y las
formas de comportamiento que caracterizan a grupos sociales diferentes. La
cultura es un sistema de permisos.
Trata de las actitudes y los
comportamientos que son aceptables e inaceptables en las diferentes
comunidades, aquellos que son aprobados y aquellos que no lo son. Si no
entiendes los códigos culturales, puedes parecer abominable.
Siempre recordaré a un hombre que
vimos pavoneándose despacio en una playa de Malibú, California, totalmente
fuera de lugar. La visión de alguien inesperado en una playa llena de
desconocidos acabó creando un profundo vínculo de simpatía. Tenía unos cuarenta
años. Supuse que se trataba de un ejecutivo y que en otro entorno causaría
impresión. Pero no allí, en una tierra que rinde culto al físico y a las cintas
de correr. Era pálido, peludo, las carnes le colgaban por todas partes, y
estaba claro que pasaba los días detrás de un escritorio y las noches sentado
en el taburete de un bar. Todas esas cosas pueden perdonársele a un hombre,
pero no que lleve un tanga de leopardo y de nailon.
El tanga se le pegaba a la ingle
como una máscara de oxígeno. Una goma elástica lo mantenía en su sitio, se le
ceñía a la cintura y se le metía entre las nalgas desnudas. Encantado al
parecer de que todo el mundo lo mirara con cara de estupefacción, se paseaba
por toda la playa. Daba la impresión de que se consideraba la personificación
del atractivo físico y del magnetismo sexual bañado en la brillante luz de la aclamación
popular. Sin embargo, la opinión mayoritaria no era esta. «Al menos podría
haberse depilado», dijo el hombre que estaba a mi lado.
¿Por qué fue esto tan
hipnotizador y divertido para todos nosotros? No solo por el hecho de que
tuviese una opinión tan escandalosamente elevada de su atractivo físico, sino
porque además estaba fuera de lugar. El atuendo y la actitud tal vez
funcionaran en el sur de Francia, pero en Malibú, por varias razones, era un
error total. En las playas californianas existe un código que todos los hombres
sobrentienden. Se trata de una curiosa combinación entre pavoneo y modestia
pública. Los torsos aceitosos y los músculos tensos están bien, pero las nalgas
desnudas no. En todo Estados Unidos existe una intrincada combinación de sensualidad
y mojigatería.
Poco después, mi mujer, Terry, y
yo visitamos Barcelona. Allí hay playas muy cerca del puerto, en el centro de
la ciudad, y todos los días de verano, a la hora del almuerzo, los oficinistas
se echan a la calle y las jóvenes se dirigen a las playas de la ciudad y toman
el sol en topless, muchas veces con tanga. En España esto está totalmente
permitido. Allí sería extraño ver a alguien con unos shorts hasta las rodillas
y una camiseta. Sencillamente, la cultura acepta que las personas anden por la
playa de aquí para allá virtualmente desnudas.
Todas las culturas promueven lo
que yo describiría como un «comportamiento contagioso». Uno de los mejores
ejemplos es el idioma, y en particular los acentos y dialectos. Estos son
maravillosos modelos del impulso de copiar y adaptarse. Sería extraño para
cualquiera que hubiese nacido y crecido en las tierras altas de Escocia o en
los páramos de Montana no hablar el dialecto local del inglés con el acento
propio del lugar. Desde luego, nos quedaríamos pasmados si un niño nacido allí
comenzara a hablar de forma natural francés o hebreo. Pero nos sorprendería lo
mismo si el niño hablase la lengua local con un acento o en un dialecto
totalmente diferente del que habla el resto de la gente. El instinto natural de
los niños es copiar e imitar, y al crecer no solo absorben los sonidos que
escuchan, sino también la sensibilidad que estos expresan y la cultura que
transmiten. Los idiomas son los portadores de los genes culturales. Al aprender
una lengua, el acento y la forma de hablar, aprendemos a pensar, a sentir y a
relacionar.
Las culturas en las que nos
criamos no solo afectan a nuestros valores y puntos de vista. También moldean
nuestro cuerpo y puede que incluso reestructuren nuestra mente. El lenguaje, de
nuevo, es un ejemplo de primera. Cuando aprendemos a hablar, la boca y los
órganos de la voz se adaptan para formar los sonidos que utiliza ese idioma en
concreto. Si creces hablando solo uno o dos idiomas tal vez te sea difícil
físicamente producir los sonidos que requieren otras lenguas y que otras
culturas dan por descontado: esos sonidos guturales del francés, o los
ceceantes del castellano, o los sonidos tonales de algunas lenguas asiáticas.
Para hablar un nuevo idioma tal vez debas reeducar tu cuerpo para conseguir
pronunciar y oír los sonidos nuevos. Pero los efectos de la cultura podrían ir
todavía más allá, hasta introducirse en las estructuras del cerebro.
En los últimos años se ha llevado
a cabo una serie de estudios fascinantes sobre las diferencias en la percepción
visual entre occidentales y asiáticos. Estos estudios sugieren que la cultura
en la que crecemos influye en los procesos básicos a través de los cuales vemos
el mundo circundante. En un estudio semejante se pidió a occidentales y asiáticos
que mirasen una serie de fotografías y describiesen lo que veían en ellas. Las
diferencias fueron notables. En esencia; los occidentales se centran en los
primeros planos de las fotografías y en lo que consideran el tema. Los
asiáticos se centran en la imagen en conjunto, incluidas las relaciones entre
los diferentes elementos. Por ejemplo, una fotografía mostraba una imagen de la
selva con un tigre. Por lo general, cuando se preguntaba a los observadores
occidentales qué veían, decían: «Un tigre». Esto puede parecer razonable a los
lectores occidentales de este libro. Sin embargo, los observadores asiáticos
solían contestar: «Una selva con un tigre», o «Un tigre en la selva». La
diferencia es significativa y guarda relación con mayores diferencias culturales
entre la cosmovisión occidental y la asiática.
A menudo, el arte asiático pone
mucho menos énfasis en el retrato y en el sujeto individual, común en el arte
occidental. En las culturas asiáticas se pone menos énfasis en lo individual y
más en lo colectivo. Desde los antiguos griegos, la filosofía occidental ha
insistido en la importancia del razonamiento crítico, la lógica analítica y la
categorización de ideas y cosas. La filosofía china no se basa tanto en la
lógica y en el razonamiento deductivo, y tiende a hacer hincapié en las
relaciones y el holismo. Estas diferencias en la percepción pueden llevar a
diferencias en la memoria y el juicio. Como mínimo, un estudio indica que cada
cierto tiempo se pueden llegar a producir diferencias estructurales en el
cerebro.
Investigadores de Illinois y
Singapur monitorizaron la actividad cerebral de voluntarios, jóvenes y
ancianos, mientras observaban una serie de imágenes en las que aparecían
diferentes figuras y fondos. Utilizando las imágenes de resonancia magnética
funcional, se centraron en la parte del cerebro conocida como complejo
occipital lateral, que procesa la información visual de objetos. Todos los
participantes jóvenes mostraron una actividad cerebral parecida, pero en las
respuestas neuronales de los observadores mayores occidentales y asiáticos hubo
marcadas diferencias. En los occidentales, el complejo occipital lateral
permanecía activo, mientras que en los participantes asiáticos solo respondía
en grado mínimo.
El doctor Michael Chee, profesor
en el Centro de Neuro- ciencia Cognitiva de Singapur y coautor del estudio,
llegó a la conclusión de que: «Las partes del cerebro implicadas en el
procesamiento del fondo y de los objetos funcionan de modo distinto en los dos
grupos de personas mayores procedentes de orígenes geográficos y, por
deducción, culturales diferentes». Según la doctora Denise, profesora de
psicología en la Universidad de Illinois e investigadora sénior en el proyecto,
estos resultados diferentes pueden deberse a que las culturas de Asia Oriental
«son más interdependientes y las personas pasan más tiempo observando el
entorno y a los demás. Los occidentales se centran en los individuos y en los
objetos más céntricos porque estas culturas son propensas a ser independientes
y a centrarse más en el yo que en los demás». Dice que estos estudios muestran
que la cultura puede esculpir el cerebro.
Descubrir si esto es así y hasta
qué punto, atrae a un campo cada vez más amplio de investigadores. Lo que está
claro es que la cultura no solo influye en lo que pensamos acerca de lo que
vemos, sino en lo que en realidad vemos del mundo. La cultura nos condiciona de
forma imperceptible.
Nadar contra corriente
Como dice el antropólogo cultural
Clotaire Rapaille, todas las culturas tienen un «manual de supervivencia» no
escrito acerca del éxito. Las normas y directrices son transparentes para la
mayoría de nosotros (aunque no para el hombre del tanga), y aquellos que pasan
de una cultura a otra pueden hacerse una idea de las diferentes normas y pautas
de comportamiento con relativa facilidad. Este manual de supervivencia procede
de la adaptación durante generaciones a un determinado clima en el que reside
esa cultura. Además de ayudar a prosperar a los que viven en esa cultura, ese
manual fija también una serie de restricciones. Estas limitaciones pueden
impedir que alcancemos el Elemento porque nuestras pasiones parezcan
incongruentes con la cultura.
Los grandes movimientos sociales
despiertan cuando se rompen los límites. La energía de la música rock, del
hip-hop y de otros grandes cambios dentro de la cultura social procede de los
jóvenes que buscan modos alternativos de ser. La rebelión juvenil se expresa
mediante formas de hablar y códigos de vestuario que suelen ser tan
conformistas y ortodoxos dentro de sus subculturas como reñidos con la cultura
dominante de la que intentan escapar. Es difícil hacerse pasar por hippy si se
lleva un traje de Armani.
Todas las culturas —y
subculturas— personifican sistemas de represión que pueden impedir que cualquiera
alcance su Elemento si su pasión está en conflicto con su entorno. Algunas
personas que nacieron dentro de una determinada cultura acaban adoptando otra
porque prefieren su sensibilidad y su forma de vida; son como travestís
culturales: un francés puede volverse anglofilo, o un estadounidense,
francófilo. Como las personas que cambian de religión, pueden volverse más
celosos de la cultura adoptada que aquellos que nacieron en ella.
Tal vez la cultura urbana no sea
la mejor para alguien que quiera estar a cargo de una tienda pequeña donde
conozca el nombre de todo el mundo. Partes de la cultura de la zona central de
Estados Unidos no son un buen territorio para aquellos que quieren dedicarse a
ejercer la sátira política desde la comedia. Esta es la razón por la que Bob
Dylan tuvo que marcharse de Hibbing, y por la que Arianna Stasinopoulos quiso
marcharse de Grecia. A veces, encontrar el Elemento requiere romper con nuestra
cultura originaria para alcanzar nuestras metas.
Zaha Hadid, la primera mujer que
ganó el premio Pritzker de Arquitectura, creció en Bagdad en la década de los
cincuenta. Entonces Irak era un lugar diferente, mucho más laico y abierto al
pensamiento occidental. En aquel tiempo había muchas mujeres en Irak que
desarrollaban ambiciosas carreras profesionales. Pero Hadid quería ser
arquitecta y no encontró ningún modelo femenino de este tipo en su tierra
natal. Llevada por su pasión, se trasladó primero a Londres y luego a Estados
Unidos, donde estudió con los mejores arquitectos de su tiempo, perfeccionó un
estilo revolucionario y, tras un comienzo difícil —su obra requiere importantes
y arriesgados saltos conceptuales que al principio pocos clientes estaban
dispuestos a dar—, construyó algunas de las estructuras más características del
mundo.
Su obra comprende el Centro
Rosenthal de Arte Contemporáneo en Cincinnati, Ohio, al que el New York Times
llamó «el nuevo edificio más importante de Estados Unidos desde la guerra
fría». Mudarse de su cultura a un ambiente famoso por la innovación dio a Hadid
la oportunidad de volar muy alto. Si se hubiese quedado en Irak tal vez habría
hecho una buena carrera profesional, al menos hasta que las circunstancias
políticas cambiaran para las mujeres, pero no habría encontrado su Elemento en
la arquitectura, porque su cultura originaria simplemente no permitía esa
opción a las mujeres.
El comportamiento contagioso de
los bancos de peces, de los enjambres de insectos y de las multitudes se genera
por la proximidad física. Durante la mayor parte de la historia de la
humanidad, las identidades culturales también se han formado mediante el
contacto directo con las personas que están físicamente más próximas: pueblos
pequeños, la comunidad local. Antiguamente los grandes movimientos de gente se
limitaban a las invasiones, las conquistas militares y el comercio, y estos
eran los principales medios a través de los que se propagaban las ideas y se
imponían nuevos idiomas y modos de vida distintos en otras comunidades.
Todo esto cambió de forma
irreversible aproximadamente en los últimos doscientos años, con el crecimiento
global de las telecomunicaciones. Hoy día tenemos modelos de comportamiento
contagioso que se producen a escala masiva mediante internet. Second Life, que
tiene a millones de personas conectadas a internet en diferentes partes del
mundo, afecta potencialmente a la forma de pensar de cada una de ellas, quienes
asumen nuevos roles e identidades virtuales.
Actualmente muchos de nosotros
vivimos como las muñecas rusas, envueltos en múltiples capas de identidad
cultural. Hace poco, por ejemplo, me divirtió leer que hoy día ser británico
«significa volver a casa conduciendo un coche alemán, detenerse a comprar
cerveza belga y un kebab turco o comida para llevar india, y pasar la tarde
rodeado de muebles suecos mirando programas estadounidenses en una televisión
japonesa». ¿Y qué es lo más británico de todo? «La sospecha ante cualquier cosa
foránea.»
La complejidad y la fluidez de
las culturas contemporáneas puede simplificar el hecho de cambiar de contexto y
de librarse de las presiones del pensamiento grupal y de los sentimientos
estereotipados. También puede propiciar una sensación profunda de confusión e
inseguridad. El mensaje aquí no es tan simplista como «No dejes que nada se
interponga en tu camino». Nuestra familia, nuestros amigos, nuestra cultura y
nuestro lugar dentro de la comunidad humana son importantes para nuestra
realización personal, y tenemos ciertas responsabilidades con todos ellos. El
verdadero mensaje es que cuando buscas el Elemento tienes buenas probabilidades
de enfrentarte a uno o más de los tres niveles de restricción: el personal, el
social y el cultural.
Chuck Close descubrió que para
alcanzar el Elemento a veces es preciso inventar soluciones creativas para
fuertes limitaciones. En algunas ocasiones, tal como aprendimos de Paulo
Coelho, significa mantener tu propia visión y hacer frente a una cruel
negativa. Y a veces, como nos mostró Zaha Hadid, significa distanciarse de la
vida que has conocido y buscar un entorno más apropiado para tu crecimiento.
A fin de cuentas, la pregunta
siempre será: «¿Qué precio estás dispuesto a pagar?». Las recompensas del
Elemento son considerables, pero puede que para recoger los frutos tengas que
hacer frente a una severa oposición.
¿Te sientes afortunado?
Ser bueno en algo y que te
apasione es imprescindible para encontrar el Elemento. Pero no es suficiente.
Llegar hasta allí depende fundamentalmente de la opinión que tengamos de
nosotros mismos y de nuestra vida. El Elemento también es una cuestión de
actitud.
Cuando a los doce años John
Wilson entró en la clase de química en el instituto para chicos de Scarborough
en un lluvioso día de finales de octubre de 1931, no tenía forma de saber que
su vida estaba a punto de cambiar por completo. El experimento que ese día se
hizo en clase consistía en demostrar que al calentar un recipiente con agua el
oxígeno burbujea hasta la superficie, algo que los estudiantes de ese colegio,
y de escuelas de todo el mundo, llevan haciendo desde hace mucho tiempo. Sin
embargo, el recipiente que el profesor le dio a John para que lo calentara no
era como los que habían utilizado los estudiantes de otras partes: contenía por
equivocación algo más volátil que el agua. Resultó que en el recipiente había
una solución líquida errónea porque un ayudante del laboratorio se había
distraído y había colocado una etiqueta equivocada en la botella. Cuando John
lo calentó con un mechero Bunsen, el recipiente explotó: hizo añicos todas las
botellas de cristal cercanas, destruyó una parte de la clase y arrojó sobre los
estudiantes fragmentos de vidrio afilados como hojas de afeitar.
John Wilson salió de allí ciego.
Wilson pasó los siguientes dos
meses en el hospital. Cuando regresó a casa, sus padres trataron de encontrar
una forma de enfrentarse a la catástrofe que había acontecido en sus vidas.
Pero Wilson no consideró catastrófico el accidente. «Ni siquiera entonces me
pareció una tragedia», dijo una vez en una entrevista para el Times de Londres.
Sabía que le quedaba el resto de la vida por delante y no pensaba vivirla de
forma moderada y comedida. Aprendió braille deprisa y siguió su educación en el
reputado Worcester College para ciegos. Allí, no solo destacó como estudiante,
sino que además fue remero, nadador, actor, músico y orador.
Después de Worcester, Wilson pasó
a estudiar derecho en Oxford. Lejos del entorno protegido por los mecanismos de
un colegio para estudiantes ciegos, tuvo que hacer frente a un campus
concurrido y a la actividad que reinaba en las calles de la vecindad. Sin
embargo, en vez de depender de un bastón, confió en un agudo sentido del oído y
en lo que llamaba su «sentido de los obstáculos» para evitar los peligros del
camino. Se licenció en derecho en Oxford y se dispuso a trabajar para el
National Institute for the Blind. No obstante, su verdadera vocación todavía le
estaba esperando.
En 1946, Wilson fue de viaje en
una expedición a los territorios británicos en África y Oriente Próximo. Lo que
encontró allí fue una ceguera galopante. A diferencia del accidente que le costó
la vista, las enfermedades que allí afectaban a tantas personas podían evitarse
con una atención médica adecuada. Para Wilson, una cosa era aceptar su propio
destino y otra muy distinta permitir que aquello continuara sucediendo cuando
podía solucionarse con facilidad. Esto lo movió a la acción.
El informe que Wilson entregó a
su vuelta llevó a la formación de la British Empire Society for the Blind, hoy
llamada Sight Savers International. Wilson fue director de la organización
durante más de treinta años y realizó cosas dignas de mención durante su cargo.
Su trabajo le llevó con
frecuencia a viajar más de noventa mil kilómetros al año, pero lo consideraba
parte esencial de su tarea, ya que creía que tenía que estar presente en
aquellos lugares donde se llevase a cabo el trabajo de su organización. En 1950
vivió junto a su mujer en una choza de barro en una zona de Ghana conocida como
«el país de los ciegos» porque una enfermedad causada por las picaduras de un
insecto había dejado ciego al 10 por ciento de la población. Puso a trabajar a
su equipo en el desarrollo de un tratamiento preventivo de la enfermedad,
común- mente conocida como «ceguera de los ríos». Utilizando el fárma- co
Mestizan, la organización vacunó a los niños de los siete países africanos
golpeados por la enfermedad y casi la erradicó. A principios de los sesenta, la
ceguera de los ríos estaba prácticamente bajo control. No es una exageración
decir que generaciones de niños africanos pueden agradecer el hecho de ver a
los esfuerzos de John Wilson.
Con la dirección de Wilson, la
organización llevó a cabo tres millones de operaciones de cataratas y trató a
otros doce millones de personas que corrían el riesgo de quedarse ciegas.
También administró más de cien millones de dosis de vitamina A para prevenir la
ceguera infantil y distribuyó paquetes para el estudio del braille a personas
afectadas de toda África y Asia. En total, decenas de millones de personas
pueden ver debido al compromiso de John Wilson de prevenir lo evitable.
Cuando Wilson se retiró, él y su
mujer dedicaron sus considerables energías a Impact, un programa de la
Organización Mundial de la Salud que trabaja en la prevención de todo tipo de
enfermedades incapacitantes. Nombrado caballero en 1975, recibió el premio Hellen
Keller, el Albert Schweitzer y el World Humanity Award. Siguió siendo voz
activa y prominente de la causa para la prevención de la ceguera y de todas las
minusvalías evitables hasta su muerte en 1999.
John Coles, en su biografía
Blindness and the Visionary: The Life and Work of John Wilson, escribió: «Se
mire por donde se mire, sus logros pueden compararse con los de los grandes
filántropos». Otras personas los han comparado con los de la Madre Teresa de
Calcuta.
Muchas personas en las
circunstancias en las que se encontró sir John Wilson hubieran lamentado su
existencia. Quizá habrían pensado que estaban malditos por la desgracia y se
habrían desesperado en el intento de hacer algo significativo con su vida. Sin
embargo, Wilson insistía en que la ceguera era «una condenada molestia, no una
enfermedad atroz», y modeló esa actitud de la mejor manera posible.
Perdió la vista, pero encontró
una visión. Demostró que lo que determina nuestra vida no es lo que nos pasa
sino lo que hacemos con lo que sucede.
Actitud y aptitud
Poner ejemplos de personas que
han encontrado su Elemento es un riesgo. Sus historias pueden ser edificantes,
desde luego, pero también deprimentes. Después de todo, estas personas parecen
de algún modo bendecidas: han tenido la suerte de hacer lo que les apasiona y
ser muy buenas en ello. Su buena suerte podría atribuirse fácilmente al azar, y
desde luego muchas personas a las que les encanta lo que hacen dicen que han
tenido suerte (de la misma forma que, a menudo, las personas a las que no les
gusta aquello a lo que se dedican dicen que han tenido mala suerte). Por
supuesto, algunas personas «afortunadas» han tenido la suerte de encontrar lo
que les apasiona y la oportunidad de dedicarse a ello. A algunas personas «con
mala suerte» les han pasado cosas malas. Pero cosas buenas y cosas malas
ocurren siempre. Lo que nos pasa no es lo que marca la diferencia en nuestra
vida. Lo que marca la diferencia es nuestra actitud en cuanto a lo que pasa. El
concepto de suerte es una forma convincente de explicar la importancia de
nuestra actitud a la hora de encontrar o no nuestro Elemento.
Describirnos como personas con
buena o mala suerte Índica que simplemente somos beneficiarios o víctimas del
azar. Pero si estar en tu Elemento fuese solo una cuestión de suerte, todo lo
que podrías hacer es cruzar los dedos y esperar a tener suerte tú también. Pero
se trata de mucho más que de tener buena suerte. El estudio y la experiencia
demuestran que a menudo la gente afortunada provoca su suerte con su actitud.
En el capítulo 3 hablé del
concepto de creatividad. El verdadero mensaje era que todos creamos y
configuramos en gran medida la realidad de nuestra vida. Aquellos que
simplemente esperan a que pasen cosas buenas serán en verdad afortunados si las
encuentran. Todas las personas de las que hablo en este libro han tenido un
papel activo a la hora de «toparse con la suerte». Han llegado a dominar una
combinación de actitud y comportamiento que las ha llevado a tener
oportunidades y que les dio la confianza necesaria para aprovecharlas.
Una de estas es la habilidad para
considerar una situación de formas distintas. Hay una diferencia entre lo que
podemos percibir —nuestro campo de percepción— y lo que en realidad percibimos.
Como dije en el capítulo anterior, existen importantes diferencias culturales
entre la percepción que la gente tiene del mundo que le rodea. Pero puede que
dos personas diferentes con las mismas orientaciones culturales vean la misma
escena de forma totalmente distinta, dependiendo
de sus ideas preconcebidas y su
sentido del deber. El autor de best sellers y conferenciante Anthony Robbins lo
demostró con una sencilla actividad. En sus seminarios de tres días de duración
pide a los miles de personas allí presentes que miren alrededor y cuenten cuántas
prendas de vestir de color verde ven. Les concede unos cuantos minutos y luego
les pregunta sus conclusiones. A continuación, les pregunta cuántas prendas de
vestir de color rojo han visto. La mayoría de las personas ni siquiera llegan a
responder, pues Robbins les había pedido que buscaran prendas de vestir de
color verde y solo se fijaron en esas.
En su libro Nadie nace con
suerte: el primer estudio científico que enseña a atraer y aprovechar la buena
fortuna el psicólogo Richard Wiseman nos explica un estudio que llevó a cabo
con cuatrocientas personas excepcionalmente «afortunadas» y «desgraciadas».
Descubrió que aquellas que consideraban que tenían buena suerte eran propensas
a presentar actitudes y comportamientos parecidos. Sus homologas con mala suerte
tendían a mostrar rasgos opuestos.
Wiseman ha identificado cuatro
principios que caracterizan a las personas afortunadas. Estas tienden a
maximizar las oportunidades. Son expertas en crear, fijarse y actuar de acuerdo
con esas oportunidades cuando surgen. Segundo, suelen ser muy efectivas a la
hora de prestar atención a su intuición y de realizar trabajos (como la
meditación) concebidos para estimular sus habilidades intuitivas. El tercer
principio es que las personas con suerte esperan serlo, crean una serie de
profecías de autorrealización porque se internan en el mundo previendo un
resultado positivo. Por último, la actitud de las personas afortunadas les
permite convertir la mala suerte en buena. No consienten que la mala suerte las
doblegue, y se mueven con rapidez para tomar el control de la situación cuando
la cosa nos les va bien.
El doctor Wiseman realizó un
experimento dirigido a estudiar la percepción de la suerte. Acondicionó un café
cercano con un grupo de actores a los que les había dicho que se comportaran
como la gente suele comportarse en un café. En la acera, justo fuera del café,
puso un billete de cinco libras. Entonces le pidió a uno de sus voluntarios
«con suerte» que fuera hasta el establecimiento. La persona afortunada vio el billete
en el suelo, lo recogió, entró en la cafetería y pidió un café para él y para
el desconocido que estaba en la silla de al lado. Ambos iniciaron una
conversación y acabaron intercambiándose información de contacto.
A continuación, el doctor Wiseman
envió al café a uno de sus voluntarios «sin suerte». Este pasó justo por encima
del billete de cinco libras, pidió un café y no interactuó con nadie. Más
tarde, Wiseman preguntó a los dos individuos si les había ocurrido algo bueno
aquel día. El sujeto afortunado le explicó que había encontrado dinero y había
conocido a alguien. Al sujeto sin suerte no se le ocurrió nada bueno que
explicar.
Una forma de abrirnos a nuevas
oportunidades es hacer esfuerzos deliberados por mirar de un modo distinto las
situaciones ordinarias. Al hacer esto puedes ver que el mundo está lleno de
innumerables posibilidades y aprovechar alguna de ellas si te parece que merece
la pena. Robbins y Wiseman nos muestran que si mantenemos nuestro foco
demasiado ajustado nos perderemos cómo el resto del mundo gira velozmente a
nuestro alrededor.
Otra actitud que lleva a lo que
muchos de nosotros consideraríamos «buena suerte» es la habilidad de
reelaborar: mirar una situación que va mal según lo planeado y convertirla en
algo beneficioso.
Hay muchas probabilidades de que
si las cosas hubieran ido de otra forma yo no estaría escribiendo este libro y,
por tanto, tú no lo estarías leyendo. Tal vez estuviese al frente de un bar en
Inglaterra y obsequiando a todo aquel que quisiera escucharme con anécdotas
acerca de mi brillante carrera profesional como futbolista. Crecí en Liverpool,
en una gran familia de chicos y una hermana. Mi padre fue futbolista y boxeador
aficionado y, como todos en mi familia, sentía devoción por nuestro equipo
local de fútbol, el Everton. El sueño de todas las familias del vecindario era
que alguno de sus hijos jugara en el Everton.
Hasta que tuve cuatro años, en mi
familia todo el mundo daba por hecho que en nuestro clan el futbolista del
Everton sería yo. Era fuerte, muy activo y tenía una habilidad natural para el
fútbol. Esto fue en 1954, el año en que la epidemia de la poliomielitis alcanzó
su punto más crítico en Europa y Estados Unidos. Un día, mi madre vino a
recogerme a la guardería y me encontró aullando por un agudo dolor de cabeza.
De niño nunca lloré demasiado, así que mi sufrimiento le preocupó
profundamente. El médico vino a casa y diagnosticó que tenía gripe. A la mañana
siguiente estaba claro que el diagnóstico no era correcto. Me desperté
totalmente paralizado: no podía moverme.
Pasé las siguientes semanas en la
lista de emergencia en la unidad de aislamiento de la poliomielitis del
hospital local. Había perdido completamente la movilidad de las piernas y de la
mayor parte del cuerpo. Pasé ocho meses en el hospital, rodeado de otros niños
que luchaban contra una parálisis repentina. Algunos de ellos estaban
conectados a un pulmón artificial. Algunos no sobrevivieron.
Muy lentamente, comencé a
recuperar un poco la movilidad de la pierna izquierda y, por suerte, toda la
movilidad de los brazos y del resto del cuerpo. Mi pierna derecha continuó
totalmente paralizada. Con el tiempo, salí del hospital en silla de ruedas y
con dos aparatos ortopédicos; tenía cinco años.
Esto puso punto final a mi soñada
carrera en el fútbol, aunque, viendo cómo ha jugado el Everton últimamente,
puede que todavía pruebe suerte y entre a formar parte del equipo.
Este golpe fue devastador para
mis padres y para el resto de mi familia. Una de sus mayores preocupaciones,
mientras yo crecía, era cómo iba a ganarme la vida. Mi padre y mi madre
admitieron desde un principio que tenía que aprovechar al máximo mis otras
habilidades, aunque en ese momento no estaba muy claro cuáles podían ser. Su
primera prioridad fue que tuviera la mejor educación posible. En el colegio
estaba sometido a una presión añadida para que estudiase y sacara buenas notas
en los exámenes. No fue fácil. Después de todo, era uno más en una extensa
familia muy unida que vivía en una casa pequeña constantemente llena de visitas,
ruido y risas.
Además, la casa estaba en
Merseyside y era a principios de los sesenta. La música rock —la ruidosa música
rock— estaba por todas partes. Mi hermano más cercano, lan, tocaba la batería
en un grupo de música que ensayaba todas las semanas en nuestra casa, justo al
lado de la habitación en la que yo intentaba encontrarle algún sentido al
álgebra y al latín. En la batalla entre los libros y el ritmo por captar mi
atención, los libros estaban perdiendo de mala manera.
A pesar de todo, entendía, tanto
como podía hacerlo un niño, que debía pensar en el futuro y conseguir el máximo
con lo que tenía. El fútbol ya no era una opción, y por mucho que me gustara la
música, yo no tenía ningún talento musical. Con la afable presión de mi padre,
al final conseguí terminar la secundaria. Entré en la universidad y allí
empezaron a tomar forma los intereses que han determinado mi vida.
No sé qué tipo de futbolista
hubiera llegado a ser. Lo que sí sé es que la poliomielitis me abrió muchas más
puertas de las que tan firmemente me cerró aquella vez. A buen seguro que no lo
vi así cuando ocurrió, ni tampoco nadie de mi familia. Pero la habilidad de mis
padres para reconducir la situación haciendo cuanto pudieron para que me
centrara en las tareas escolares, y mi habilidad para darle la vuelta a las
circunstancias, convirtieron un desastre en un conjunto de oportunidades
inesperadas que continúan evolucionando y multiplicándose.
Otra persona a la que se le cerró
una carrera profesional como futbolista tomó una dirección muy distinta. Vidal
Sassoon es uno de los nombres más famosos en el mundo de la peluquería. En los
años sesenta, entre sus clientes se hallaban las mayores estrellas y modelos
icónicos del momento, como Mary Quant, Jean Shrimp- ton y Mia Farrow. Sus creaciones
revolucionarias incluían el estilo Bob, el corte geométrico de cinco puntas y
el estilo de diosa griega, que reemplazaron al peinado con forma de colmena de
los años cincuenta.
El padre de Vidal abandonó a su
madre cuando este era un niño en el East End londinense. Una tía los acogió, y
Vidal y otros seis niños vivieron juntos en su piso de dos habitaciones. Las
cosas se pusieron tan mal que a la larga su madre envió a Vidal y a su hermano
a un orfanato; pasaron cerca de seis años antes de que su madre pudiese volver
a llevárselos a casa. De adolescente, tenía la apasionada ambición de ser
futbolista, pero su madre insistió en que se colocara de aprendiz en una
peluquería. Pensó que sería un trabajo más seguro para él: «Tenía catorce años,
y en Inglaterra, a menos que fueses un privilegiado, era el momento en el que
dejabas el colegio y comenzabas a ganarte la vida. Fui aprendiz de ese
maravilloso hombre llamado Adolph Cohen, en Whitechapel Road, que era
partidario de la disciplina. Tenía catorce años, era 1942, y estábamos en
guerra. Las bombas caían casi todas las noches, la Luftwaffe había convertido
Londres en un infierno, y aun así, teníamos que entrar allí con las uñas
limpias, los pantalones planchados y los zapatos brillantes. Sin duda alguna,
aquellos dos años junto a él me dieron la estructura que mi vida necesitaba.
«Después de aquello me tomé un
tiempo libre porque todavía no estaba seguro de si quería ser peluquero. Me
gustaba tanto el fútbol... Al final, supongo que me decidió la perspectiva de
todas las chicas bonitas y, por supuesto, mi madre. Al principio no pude
encontrar trabajo en un gran salón como Raymond’s, en el West End londinense,
por mi acento cockney. Así eran las cosas entonces».
Durante tres años tomó lecciones
de voz para mejorar su forma de hablar y poder así conseguir trabajo en alguno
de los mejores salones: «Sabía que tenía que aprender a proyectarme a mí mismo,
así que conseguí trabajo por las tardes dando clases en varios salones, y luego
utilizaba las propinas para coger el autobús hasta el West End e ir al teatro.
Llegaba a la primera sesión, veía a los grandes actores shakesperianos como
Laurence Olivier y John Gielgud e intentaba imitar sus voces».
Vidal iba con regularidad a los
muchos museos de arte de Londres y comenzó a educarse y a inspirarse en la
historia de la pintura y de la arquitectura: «Creo, de verdad, que esto fue lo
que me puso en camino. Estaba gestando mi propia visión de la peluquería. En mi
cabeza, las formas siempre eran geométricas. Siempre he trabajado teniendo en
cuenta la estructura ósea a fin de enmarcar a la mujer en vez de hacer
únicamente que quedase “bastante bonita”. Sabía que la peluquería podía ser
distinta, pero costó mucho trabajo y nueve años desarrollar el sistema que
utilizamos en nuestros salones».
En 1954 abrió con un socio un
salón muy pequeño en la tercera planta de un edificio en la moderna Bond
Street, en Londres: «Bond Street fue mágica para mí porque significaba el West
End. Allí era donde antes no había podido conseguir trabajo. El West End
significaba que iba a lograrlo. Estaba decidido a cambiar la forma en que se
hacían las cosas, o eso o dejar la peluquería. Para mí no era un caso de
peinados abombados y arreglos. Se trataba de la estructura y de cómo entrenar
el ojo».
Durante la primera semana solo
ganaron cincuenta libras, pero dos años después habían levantado el negocio
hasta tal punto que pudieron trasladarse al extremo «apropiado» de Bond Street
y competir con los mejores salones: «Londres era un lugar fascinante en la
década de los sesenta. Había una energía increíble. No íbamos a hacer las cosas
como las hicieron nuestros padres. Siempre buscaba formas distintas de
hacerlas. Todo estaba cambiando: la música, la ropa y el arte. Así que para mí
estaba claro que podían hacerse cosas diferentes en el pelo».
Y entonces, un día, llamó su
atención algo que iba a transformar su visión y todo el campo de la peluquería.
«Un sábado vi que uno de los chicos le secaba el pelo a una dienta utilizando
solo un cepillo y un secador, sin rulos. Pensé en ello durante el fin de
semana, y el lunes le pregunté por qué le había secado el pelo de esa manera.
Me dijo que tenía prisa y que no quiso esperar a que la dienta saliera del
secador de pelo. “Con prisa o sin ella —dije— has descubierto algo y vamos a
trabajar en ello.” Así es como empezó el blow drying o secar el pelo con
secador y cepillo.»
Vidal Sassoon iba a revolucionar
la forma de cortar y peinar el pelo, cambió la industria de la peluquería y el
aspecto de las mujeres de todo el mundo: «Siempre tenía la cabeza llena de
formas. Recuerdo que le hice el corte geométrico de cinco puntas a Grace
Coddington y que volé con ella a París en 1964 para mostrárselo a los editores
de las revistas. Sabía que teníamos algo, pero había que verlo, ver cómo se
movía y oscilaba. Todo era cuestión de tijeras. Nuestro lema era “Eliminar lo
superfluo”. Hicimos páginas y páginas para la revista Elle. Iban a presentar
rizos, pero les encantó lo que habíamos hecho. Esto llevó a más sesiones de
fotos y giras. Entonces, en 1965, me invitaron a que hiciera una exhibición en
Nueva York; la cubrieron unos cinco periódicos. Al día siguiente, nos dieron la
primera página de la sección de belleza del New York Times. Las revistas y los
periódicos estaban llenos de fotografías de nuestros nuevos cortes geométricos.
¡Lo habíamos conseguido! Habíamos llevado “el corte Bob” a Estados Unidos».
En 1967 abrió la primera escuela
Sassoon en Londres. Hoy día las hay por todo el mundo. «Mi filosofía siempre ha
sido compartir el conocimiento. Nuestra academia y nuestros centros de
educación están llenos de energía. Esto es lo que ayuda a los jóvenes a dar un
empujón a los límites de su creatividad. Les digo: “Si tienes una buena idea,
ve a por ella, hazlo a tu manera. Sigue un buen consejo, asegúrate de que lo
es, luego hazlo a tu manera”. Hace mucho tiempo que estamos en el circuito, y
para mí “la longevidad es un momento efímero que perdura para siempre”.»
Vidal Sassoon creó un nuevo look
y una nueva manera de aproximarse a la moda y al peinado. No solo aprovechó las
ocasiones que se le presentaron, sino que con su manera de responder a ellas
creó un millón más.
Quizá la actitud más importante
para sembrar la buena suerte es tener un fuerte sentido de la perseverancia.
Muchas de las personas de este libro se enfrentaron a considerables
limitaciones a la hora de encontrar el Elemento y consiguieron hacerlo gracias
a su pura y tenaz determinación. Y en eso nadie como Brad Zdanívsky.
Cuando tenía diecinueve años, a
Brad le apasionaba la escalada. Trepaba a los árboles y a los peñascos desde
niño, y había escalado algunos de los picos más altos de Canadá. Entonces, al
regresar a casa de un funeral durante un largo trayecto en coche, se quedó
dormido al volante y cayó en picado por un precipicio de casi sesenta metros.
El accidente le dejó
tetrapléjico, pero en lo más profundo de su alma seguía siendo escalador.
Recuerda que mientras esperaba en el fondo del precipicio a que llegara ayuda
sabiendo que no podía moverse, se preguntó si un tetrapléjico podría escalar.
Tras ocho meses de rehabilitación, habló con sus amigos escaladores para
diseñar algún tipo de mecanismo que le devolviese a la montaña. Con la ayuda de
varias personas, incluido su padre, creó un dispositivo con dos grandes ruedas
en la parte superior y una más pequeña en la parte inferior. Sentado en este
aparejo, Brad utiliza un sistema de poleas que acciona con los hombros y los
pulgares y que le permite escalar cerca de treinta centímetros de golpe. Es una
técnica terriblemente lenta, pero el ahínco de Zdanivsky se ha visto
recompensado. Antes de su lesión, su meta había sido escalar el Stawamus Chief,
de 610 metros de altura, uno de los monolitos de granito más grandes del mundo.
En julio de 2005 cumplió su objetivo.
Nosotros configuramos las
circunstancias y las realidades de nuestra vida, y también podemos
transformarlas. Las personas que encuentran su Elemento tienen más
probabilidades de desarrollar un juicio más claro acerca de cuáles son las
ambiciones de su vida y ponerse en camino para conseguirlas. Saben que la
pasión y la capacidad son imprescindibles. También saben que nuestra actitud
ante los acontecimientos y ante nosotros mismos es fundamental a la hora de
determinar si vamos a vivir la vida en nuestro Elemento.
Que alguien me ayude
Después de enfermar de
poliomielitis, fui a un colegio especial para niños con minusvalías físicas. En
aquellos tiempos aquel era el procedimiento normal en Gran Bretaña; las
autoridades educativas sacaban de los colegios estatales a cualquier niño con
alguna discapacidad física evidente y los enviaba a alguno de los centros
especiales para minusválidos. Así que a los cinco años de edad me encontré
viajando todos los días en un autobús especial desde nuestro barrio obrero de
Liverpool hasta una pequeña escuela situada en una zona relativamente pudiente.
El colegio Margaret Beavan tenía unos doscientos alumnos de edades comprendidas
entre los cinco y los quince años con varios tipos de minusvalías, incluidas la
poliomielitis, la parálisis cerebral, la epilepsia, el asma y, en el caso de
uno de mis mejores amigos, la hidrocefalia.
No éramos particularmente
conscientes de las minusvalías del otro, aunque muchos llevábamos aparatos
ortopédicos, utilizábamos muletas o estábamos en una silla de ruedas. En aquel
marco, la naturaleza de la minusvalía de cualquiera era más o menos
irrelevante. Como la mayoría de los niños, forjábamos núestra amistad
basándonos en la personalidad. Uno de mis compañeros de clase tenía parálisis
cerebral y espasticidad severa. No podía utilizar las manos y hablaba con una
dificultad tremenda. Solo podía escribir aferrando un lápiz entre los dedos de
los pies y arqueando la pierna sobre el pupitre. A pesar de todo, una vez que
te acostumbrabas a los esfuerzos que hacía para hablar y entendías lo que
decía, era un tipo gracioso y divertido. Disfruté del tiempo que estuve en ese
colegio y pasé por todas las emociones y frustraciones propias de la infancia
que sabía que estaban teniendo mis hermanos y mi hermana en sus colegios
«normales». En todo caso, parecía que a mí me gustaba más mi colegio que a
ellos los suyos.
Un día, cuando tenía diez años,
apareció un visitante en clase. Era un hombre bien vestido, de cara amable y
voz educada. Pasó un rato hablando con el profesor, que me pareció que lo
escuchaba con aire grave. Luego deambuló alrededor de los pupitres y habló con
los niños. Creo que en clase éramos unos doce. Recuerdo que hablé un ratito con
él y que poco después se fue.
Al día siguiente o así recibí el
mensaje de que fuera al despacho del director. Llamé a la enorme puerta y una
voz me pidió que entrara. Sentado al lado del director del colegio se
encontraba el hombre que había estado en mi clase. Me lo presentaron como el
señor Strafford. Más tarde supe que se trataba de Charles Strafford, miembro de
un distinguido grupo de funcionarios públicos del Reino Unido, inspectores de
Su Majestad. El gobierno había designado a estos expertos en educación para
informar de forma independiente sobre la calidad de los colegios de todo el
país. En concreto, el señor Strafford estaba a cargo de los colegios especiales
del noroeste de Inglaterra, incluida Liverpool.
Tuvimos una breve conversación
durante la cual el señor Strafford me hizo algunas preguntas generales acerca de
cómo me iba en el colegio y sobre mis intereses y mi familia. Unos días después
volví a recibir el mensaje de que fuese al despacho del director. Esta vez
acabé en otra sala y conocí a otro hombre que me hizo una serie de preguntas en
lo que más tarde entendí era un test general de coeficiente intelectual. Lo
recuerdo como si fuera hoy porque durante el test cometí un error que me
fastidió de verdad. El hombre leyó una serie de afirmaciones y me pidió que las
comentara. Una de ellas era: «Los científicos estadounidenses han descubierto
un cráneo que creen que perteneció a Cristóbal Colón cuando tenía catorce
años». Me preguntó qué pensaba de ello, y dije que no podía ser el cráneo de
Cristóbal Colón porque no tenía catorce años cuando fue a Estados Unidos.
En cuanto salí de la estancia me
di cuenta de lo absurda que era aquella respuesta y me volví para llamar a la
puerta y decirle a aquel hombre que sabía el verdadero error de la afirmación.
Sin embargo, oí que hablaba con alguien y decidí no interrumpirle. Al día
siguiente lo vi cruzar el patio del recreo y estuve a punto de abordarle para
decirle la respuesta. Pero me preocupaba que sacara la conclusión de que había
hablado con mi padre y que él me había dicho la respuesta. Decidí que corregir
las cosas era una pérdida de tiempo. Cincuenta años después, aquello todavía me
enfada. Ya lo sé; debería superarlo de una vez por todas.
Mi error resultó se-r
intrascendente para lo que fuera que los examinadores estuviesen buscando en
mí. Poco después el colegio me trasladó a una clase diferente de niños, varios
años mayores que yo. Por lo visto, el señor Strafford había hablado con el
director y le dijo que había visto en mí una singular chispa de inteligencia
que el centro no estaba cultivando como debería. Pensó que la escuela podía
plantearme mayores retos y que yo tenía el potencial necesario para pasar un
test conocido entonces como el examen Eleven-Plus.
En aquel tiempo se estudiaba
secundaria en dos tipos de colegios: escuelas de secundaria modernas y escuelas
de gramática. Estas últimas ofrecían una educación académica de mayor prestigio
y eran la ruta principal para alcanzar una carrera profesional y la
universidad. Las escuelas de secundaria modernas ofrecían una educación más
práctica para que los chicos aprendiesen trabajos manuales. El sistema era una
pieza de ingeniería social para proporcionar la mano de obra necesaria a la
economía industrial del Reino Unido. El Eleven-Plus era una serie de tests del
coeficiente intelectual desarrollados para identificar las aptitudes académicas
necesarias en la educación de las escuelas de gramática. Para los niños de
clase obrera pasar el Eleven-Plus era el mejor camino hacia una carrera
profesional y la manera de escapar de una vida dedicada al trabajo manual.
La profesora de mi nueva clase
era la temible señorita York. Era una mujer menuda, de unos cuarenta años, amable,
pero con fama de ser rigurosa y exigente intelectualmente. Algunos profesores
del colegio no contaban con que tuviéramos alguna posibilidad de lograr algo en
la vida. Creo que veían la finalidad del colegio sobre todo como algo pastoral.
La señorita York no. Esperaba de sus alumnos «especiales» lo que podría esperar
de cualquier otro: que trabajasen duro y lo hicieran lo mejor posible. La
señorita York me enseñó implacablemente matemáticas, historia y una variedad de
asignaturas. Cada cierto tiempo me daba antiguos exámenes de Eleven-Plus para
que practicara; me animaba para que destacara en ellos. Sigue siendo una de las
profesoras más impresionantes que he conocido.
Por fin, un día me senté, con un
grupo de niños de mi colegio y otras escuelas especiales de la zona, a hacer el
examen Eleven-Plus. Durante semanas la señorita York, el señor Strafford, mis
padres y yo esperamos con inquietud la llegada del sobre marrón del comité de
educación de Liverpool con el resultado del examen que potencialmente podría
cambiarme la vida. Una mañana de principios de verano de 1961 oímos el ruido
del buzón y mi madre corrió a la puerta principal. Nerviosa por la emoción,
llevó la carta a la pequeña cocina donde estábamos desayunando y me la dio para
que la abriera. Respiré hondo, saqué el pequeño trozo de papel doblado del
sobre con el texto mecanografiado. Lo había conseguido.
Apenas podíamos creerlo. La casa
estalló de alegría. Era el primer miembro de mi familia que pasaba aquel
examen, y el único alumno del colegio que lo aprobó aquel año. Desde ese
momento, mi vida cambió totalmente de dirección. Recibí una beca para el
Liverpool Collegiate, uno de los mejores colegios de la ciudad. De un salto
pasé de la escuela especial a lo mejor de la educación estatal tradicional.
Allí empecé a desarrollar los intereses y las habilidades que han conformado el
resto de mi vida.
Charles Strafford se convirtió en
amigo íntimo de la familia y en asiduo visitante de nuestra casa de Liverpool,
abarrotada y a menudo frenética. Era un hombre refinado y cortés al que le
apasionaba ayudar a que la gente encontrara las oportunidades que merecían. Era
experto en educación, amaba la literatura y la música clásica, tocaba los
timbales, cantaba en coros y dirigía grupos musicales en Merseyside. Tenía un
gusto refinado por los vinos y los buenos brandys, y vivía en una casa en la
ciudad, amueblada con elegancia, en el norte de Inglaterra. Fue comandante
durante la Segunda Guerra Mundial e intervino en la campaña de Normandía. Tenía
una segunda residencia en Ranville, en la región de Calvados, en el norte de
Francia, donde se había convertido en una figura clave de la comunidad local.
Hoy día en Ranville hay una calle con su nombre, la avenida Charles StrafFord.
Durante la época de la
universidad fui a visitarlo; me presentó a la gente del pueblo y me introdujo
en los placeres de la cocina francesa y del calvados, un brandy hecho con
manzana; todo ello se lo agradezco por igual.
Para mí, Charles Strafford fue
una ventana a otro mundo. Su ayuda práctica me abrió el camino desde la última
fila de la educación especial hasta lo que se ha convertido en mi pasión por la
reforma de la educación en gran escala. Fue un modelo inspirador en lo
referente a vislumbrar el potencial de otras personas, crear oportunidades para
ellas y demostrar así lo que pueden llegar a hacer en realidad. Además de mis
padres, fue mi primer verdadero mentor, y me enseñó el inestimable papel que un
mentor desempeña a la hora de ayudarnos a alcanzar nuestro Elemento.
Una relación que te cambia la
vida
A menudo, encontrar nuestro
Elemento requiere de la ayuda y orientación de otras personas. A veces esta
viene de alguien que ve algo en nosotros que nosotros no vemos, como fue el
caso de Gillian Lynne. A veces procede de una persona que hace salir lo mejor
de nosotros, como hizo Peggy Fury con Meg Ryan. En mi caso, Charles Strafford
vio que solo lograría alcanzar todo mi potencial si mis educadores me ofrecían
mayores desafíos, y dio los pasos necesarios para que esto ocurriera.
Entonces no lo sabía, pero la
persona que iba a ser mi mentora durante la mayor parte de mi vida adulta hasta
hoy también estaba entonces en un colegio de Liverpool, a solo unos pocos
kilómetros del mío. Conocí a Terry años después, cuando yo ya andaba cerca de
los treinta años y vivía y trabajaba en Londres. Volví a Liverpool a pasar una
semana y dirigir un curso para profesores. Ella enseñaba teatro en una zona
difícil de la ciudad, de bajos ingresos. Conectamos al instante —y no tuvo nada
que ver con la enseñanza, la educación ni el Elemento— y estamos juntos desde
entonces. Es una de las mejores mentoras que conozco, no solo para mí, sino
para la familia, los amigos y todo el mundo que trabaja con ella y para ella.
Conoce de forma intuitiva el poder y la importancia de los mentores porque
estos han sido muy importantes en su vida. Mientras Charles me aconsejaba a mí,
ella también tuvo su propia mentora durante la infancia. Terry lo explica así:
«Fui a un instituto católico para chicas dirigido por una orden de monjas
conocida como las Hermanas de la Misericordia, un nombre de lo más inapropiado.
Eran los “acelerados años sesenta” pero por allí no había mucha marcha que
digamos; eso sí, rezábamos mucho, y yo en particular rezaba para salir de allí.
Mi única ambición cuando tenía diecisiete años era marcharme de casa, alejarme
de los suburbios, y llegar cuanto antes a las brillantes luces de Londres. A
partir de allí, mi plan era marcharme a Estados Unidos y casarme con Elvis
Presley.
Mis estudios fueron un lamentable
fracaso tras otro, aunque me encantaba actuar y me encantaba leer. Entonces,
durante el último año en el colegio, tuve por primera vez una profesora de
inglés que me motivó, la hermana Mary Columba, una joven pequeñita a la que le
apasionaba W. B. Yeats y enseñar. En el primer seminario, me eligió para que
leyera un poema al resto de la clase, y mientras lo hacía sentí un hormigueo en
los pelillos de la nuca. No he vuelto a leer nada más hermoso o impactante:
Si tuviera los bordados tapices
del cielo, tramados con luz dorada y plateada, el azul y lo tenue y los oscuros
tapices de noche, luz y penumbra, extendería los tapices bajo tus pies. Pero
yo, que soy pobre, solo tengo mis sueños; he extendido mis sueños bajo tus
pies; camina con cuidado porque caminas sobre mis sueños.
Por primera vez quería de verdad
aprender más, y durante los siguientes dos años Mary Columba me llevó a amar a
Dickens y E. M. Foster, a Wilfred Owen, Shakespeare y Synge. Formábamos el
seminario un pequeño grupo de alumnas, y todas nos implicábamos intensamente en
sus clases. Me animó a que escribiera, hizo que diera lo mejor de mí, y con su
orientación fui capaz de desafiar intelectualmente a otras personas y de
brillar.
Aquellos libros me abrieron un
mundo de posibilidades, pero lo que más me intrigaba era lo abierta de mente
que era la hermana Mary. Al fin y al cabo, era una monja católica y allí
estábamos, discutiendo acerca del amor, del sexo y de lo oculto.
Ningún tema era tabú. Pasábamos
horas discutiendo cualquier asunto que surgiera, desde el complejo de Edipo en
Coriolano, hasta la infidelidad en Howards End. Para una chica que apenas había
salido de Liverpool esto era apasionante.
«Aquel año fui su mejor alumna y
aprobé el examen de inglés con cum laude. Seguí su recomendación y continué
estudiando teatro y literatura en la universidad. Desde entonces, nunca volví a
dudar de mi habilidad para el debate. Tengo amigos de por vida entre los
escritores que estudiamos, y sé que sin su maravillosa tutela todavía estaría
buscando a Elvis».
A menudo los mentores aparecen en
la vida de la gente en el momento más oportuno, aunque, tal como vimos con Eric
Drexler y Marvin Minsky, a veces los «tutelados» desempeñan un papel activo a
la hora de escoger a sus mentores. Warren Buffett, un hombre que ha inspirado a
legiones de inversores, señala a Benjamin Graham (conocido como el padre del
análisis de seguridad) como su mentor. Graham fue profesor de Buffett en la
Universidad de Columbia —la única matrícula de honor que concedió durante
veintidós años de docencia fue para Buffett— y le ofreció un trabajo en su
compañía de inversiones. Buffett pasó varios años en ella, hasta que se instaló
por su cuenta. Roger Lowenstein, en su libro Buffett: The Making of an American
Capitalist, escribe: «Ben Graham abrió la puerta: habló a Buffett
personalmente. Le dio las herramientas para que explorase las numerosas
posibilidades del mercado y un método que se adaptaba al carácter de su alumno.
Armado con las técnicas de Graham, Buffett dejó salir al oráculo e hizo uso de
sus talentos naturales. Endurecido por el ejemplo del carácter de Graham,
Buffett sería capaz de trabajar con su característica confianza en sí mismo».
En un campo de acción totalmente
distinto, el cantante Ray Charles fue un ejemplo para innumerables personas por
su admirable talento musical y su habilidad para sobreponerse a la adversidad.
Sin embargo, su historia comienza con un hombre que le enseñó a conectar con la
música que estaba profundamente arraigada en su interior.
En una entrevista con el Harvard
Mentoring Project, Charles recordaba: «Wiley Pittman era todo un personaje. Lo
que quiero decir es que no creo que yo hoy fuese músico si no hubiese sido por
él. Vivíamos en la puerta de al lado a la suya. Él tenía un pequeño café, una
tienda de comestibles, y allí había un piano. Todos los días, sobre las dos o
las tres de la tarde, se ponía a ensayar. Yo entonces tenía tres años y (no sé
por qué le quería tanto, no puedo explicarlo) cada vez que empezaba a practicar
y a tocar aquel boggie woogie (me encantaba aquel sonido de boggie woogie)
dejaba de jugar, no me importaba quién estuviera en el jardín, mis amigos o
quien fuera; los dejaba allí, entraba y me sentaba junto a él para escucharle
tocar.
De vez en cuando yo golpeaba las
teclas del piano con los puños, hasta que él me decía: “Oye, chaval, si tanto
te gusta la música, no aporrees así las teclas”, y él sabía lo mucho que me
gustaba, porque yo dejaba de hacer cualquier cosa que estuviese haciendo para
escucharle.
Así que comenzó a enseñarme a
tocar pequeñas melodías con un solo dedo. Y, claro, ahora me doy cuenta de que
podría haber dicho: “Chaval, déjame en paz, ¿no ves que estoy ensayando?”. Pero
no lo hizo. Me dedicó su tiempo. De alguna forma, en su interior se decía: “A
este chico le gusta tanto la música que voy a hacer todo lo que pueda por
ayudarle y que aprenda a tocar”.» Marian Wright Edelman, fundadora y presidenta
de la Fundación en Defensa de los Niños, halló a su mentor cuando ingresó en el
Spelman College, un lugar que describe como «un instituto para señoritas que
creaba inofensivas jovencitas que acababan casándose con hombres bien situados,
formaban una familia propia y nunca armaban ningún escándalo». Mientras estaba
allí, conoció al profesor de historia Howard Zinn. Eran finales de 1950 y
estaban en el sur de Estados Unidos; a Zinn le pareció interesante motivar a
sus alumnos para que se implicaran activamente en la lucha por los derechos
civiles.
Inspirada por Zinn, Edelman se
comprometió en las primeras protestas por los derechos civiles que abrieron la
puerta a un movimiento nacional. Su papel fundamental como voz por el cambio y
la justicia, y el extraordinario trabajo que ha llevado a cabo a favor de los
niños durante más de tres décadas, halló su camino mediante la tutela de Howard
Zinn.
Encontré las historias de Ray
Charles y Marion Wright Edelman, leyendo una noticia acerca del Mes Nacional de
la Tutela, una campaña orquestada por el Harvard Mentoring Project de la
Harvard School of Public Health, MENTOR National Mentoring Partnership y la
Corporation for National and Community Service. Los patrocinadores de la
campaña (con siete años de antigüedad en enero de 2009) incluyen a muchas
grandes empresas. Además, numerosos medios de comunicación hacen las veces de
socios de diferentes formas, desde ofreciendo cientos de millones de dólares en
anuncios gratuitos hasta incorporar historias sobre tutelas entre los temas
principales de los programas de televisión.
Public Private Ventures, una
organización nacional benéfica, se centró en perfeccionar «la eficacia de las
políticas sociales, de los programas y de las iniciativas de la comunidad,
especialmente aquellas que afectan a los jóvenes», realizaron un importante
estudio de impacto sobre la tutela comenzado en 2004. Emparejando al azar a
1.100 estudiantes, de cuarto a noveno curso, en más de setenta colegios de todo
el país con voluntarios de Big Brothers and Big Sisters de Estados Unidos,
llegaron a una conclusión esperanzadora sobre el valor de tutelar. Los
estudiantes que tuvieron un consejero mejoraron su rendimiento académico en
conjunto, la calidad de su trabajo en clase y la entrega de los deberes.
Asimismo, se metieron en menos problemas en el colegio y faltaron menos a
clase.
Me gustó ver estos resultados,
pero no me sorprendieron en absoluto. Es probable que a muchos de estos
chavales les fuese mejor en el colegio simplemente porque apreciaban que
alguien se interesase por ellos. Esta es una cuestión fundamental y volveré a
ella cuando considere el asunto y los desafíos de la educación. Como mínimo,
una buena tutela eleva la autoestima y la motivación. Pero un mentor tiene un
papel fundamental cuando implica la dirección o inspiración en la búsqueda del
Elemento. Lo que el psicólogo vio en Gillian Lynne y lo que Wiley Pittman vio
en Ray Charles fue la oportunidad de orientar a alguien hacia la realización de
sus sueños. Lo que Howard Zinn vio en Marian Wright Edelman, y Ben Graham en
Warren Buffett, fue un talento excepcional que si se fomentaba podía
convertirse en algo extraordinario. Cuando los mentores cumplen esta función
—ya sea encendiendo la luz a un mundo nuevo o avivando las llamas del interés
en una auténtica pasión— realizan un trabajo sublime.
El papel de los mentores
Los mentores conectan con
nosotros y nos acompañan de múltiples formas y durante diversos períodos.
Algunos están con nosotros durante décadas cumpliendo un papel que puede
evolucionar; tal vez comenzó siendo una relación de profesor-alumno y acabó en
una estrecha amistad. Otros entran en nuestra vida en un momento crucial, se
quedan con nosotros el tiempo necesario para impulsar un cambio trascendental y
siguen adelante. No obstante, los mentores suelen desempeñar alguno de los
cuatro papeles siguientes, si no todos.
El primero es el reconocimiento.
Charles Strafford cumplió esta función en mi vida al identificar aptitudes en
las que mis profesores no se habían fijado. Uno de los principios fundamentales
del Elemento es la tremenda diversidad de nuestros talentos y aptitudes
individuales. Tal como hemos visto antes, el objetivo de algunos tests es
ofrecer a las personas una indicación general de sus puntos fuertes y débiles a
partir de una serie de preguntas estándares. Pero las sutilezas y los matices
de las aptitudes y talentos individuales son más complejos que lo que puede
llegar a detectar cualquier test.
Algunas personas tienen aptitudes
generales para la música, para la danza o para la ciencia, pero lo más
frecuente es que sus aptitudes sean mucho más específicas dentro de una
disciplina determinada. Una persona puede tener una habilidad especial para un
particular estilo de música o para un determinado instrumento: la guitarra y no
el violín; la guitarra acústica y no la guitarra eléctrica. No conozco ningún
test ni programa de ordenador que lleve a cabo estas sutiles distinciones
personales que marcan la diferencia entre un interés y una pasión potencial.
Eso puede hacerlo un mentor que
ya haya encontrado el Elemento en una disciplina en particular. Los mentores
reconocen la chispa de interés o la fascinación, y pueden ayudar a un individuo
a ejercitar los componentes específicos de la disciplina que concuerde con la
capacidad y la pasión de esa persona.
Lou Aronica, coautor de este
libro, pasó los primeros veinte años de su vida profesional trabajando en el
mundo editorial. Su primer trabajo cuando acabó la universidad fue para Bantam
Books, una de las editoriales punteras de Nueva York. Al poco tiempo se fijó en
un hombre marchito como un gnomo que deambulaba por las salas. No parecía que
tuviese ningún trabajo en particular, pero todo el mundo le prestaba mucha
atención. Al final, Lou preguntó acerca del hombre y supo que se trataba de Ian
Ballantine: no solo había fundado Bantam Books y, más tarde, Ballantine Books,
sino que había introducido los libros de bolsillo en Estados Unidos en la
década de los cuarenta. A lo largo de los dos años siguientes, cuando Lou se
cruzaba con Ballantine en el vestíbulo, inclinaba cortésmente la cabeza.; se
sentía un poco intimidado en presencia de un hombre que era una leyenda en la
profesión que había escogido.
Por aquella época, Lou consiguió
su primer trabajo «de verdad» en Bantam, un puesto en el departamento
editorial: debía organizar un programa que conjuntase la ciencia ficción y la
literatura fantástica. Un día, poco después, Lou estaba sentado a su mesa
cuando Ian Ballantine entró pausadamente en su despacho y se sentó. Aquello ya
fue suficiente sorpresa para Lou. Sin embargo, los minutos siguientes le
dejaron atónito. «Ian tenía una forma de hablar peculiar —me contó Lou—. Tenías
la sensación de que cada reflexión era una perla, pero su lenguaje era tan
indirecto que parecía que la perla seguía dentro de la ostra.» Sin embargo, lo
que quedó claro mientras Ballentine hablaba fue que —para sorpresa de Lou— la
leyenda del mundo editorial quería meter a Lou bajo su ala. «En realidad nunca
dijo: “Oye, seré tu mentor”. Ian no hacía afirmaciones de ese estilo. Pero
apuntó que le gustaría pasar por allí de vez en cuando, y yo le dejé bien claro
que podía hacerlo siempre que quisiese, y que estaría encantado de atravesar
medio mundo para encontrarme con él si no tenía ganas de venir hasta mí.»
Durante los años siguientes, Lou
e Ian pasaron mucho tiempo juntos. Ballantine le explicó a Lou muchas cosas
acerca de la historia y, más importante aún, de la filosofía de la industria
editorial. Una de las lecciones que Ballantine le dio fue: «Haz zig cuando todo
el mundo haga zag». Era su forma de decirle que a menudo el camino más rápido
para alcanzar el éxito es ir a contracorriente. Este consejo tocó la fibra
sensible de Lou. «Desde que empecé en el negocio siempre había oído hablar de
las “convenciones” del mundo editorial. Parecía que había muchas reglas sobre
lo que podías y no podías hacer, lo cual no tenía demasiado sentido para mí, ya
que los lectores no leen siguiendo unas normas.» Ian no creía en nada de eso, y
había tenido muchísimo más éxito que las personas que peroraban sobre estas
reglas. «En ese mismo instante decidí llegar a ser un editor que publicase los
libros que amaba teniendo solo ligeramente en cuenta “las normas”.»
Este método le fue muy útil. Lou
editó su primer libro a los veintiséis años y llegó a ser subdirector de Bantam
y, más tarde, editor de Berkley Books y Avon Books, antes de fijar su atención
en la escritura. Con anterioridad a que Ian Ballantine decidiera ser su mentor,
Lou ya sabía que quería hacer carrera dentro del mundo editorial. Pero además
de enseñarle los matices de la industria, Ballentine le ayudó a dar forma e
identificar aquella parte del mundo editorial que le llevó verdaderamente a su
Elemento.
El segundo papel de un mentor es
el de estimular. Los mentores nos llevan a creer que podemos conseguir algo
que, antes de conocerlos, a nosotros nos parecía improbable o imposible. No nos
permiten sucumbir a la falta de confianza en nosotros mismos durante demasiado
tiempo, ni a la idea de que nuestros sueños son inalcanzables. Están cerca para
recordarnos las habilidades que poseemos y lo que podemos llegar a conseguir si
continuamos trabajando duro.
Cuando Jackie Robinson llegó a
Brooklyn para jugar en la Liga Mayor de béisbol con los Dodgers, experimentó,
por parte de aquellos que creían que no se debía permitir a un hombre negro
jugar en una liga de hombres blancos, abusos y penalidades dignos de una
tragedia griega. Robinson resistió, pero llegó un momento en que las cosas se
pusieron tan mal que apenas podía jugar. Las burlas y las amenazas lo ponían
tan nervioso que perdía la concentración y acabó vacilando en la base del
bateador y en el campo de juego. Pee Wee Reese, el mediocampista de los
Dodgers, pidió tiempo muerto, se dirigió hacia Robinson y le dio ánimos diciéndole
que era un gran jugador de béisbol destinado a estar en el Salón de la Fama.
Años más tarde, durante la ceremonia introductoria de Robinson al Salón de la
Fama, Robinson recordó ese momento: «Aquel día salvó mi vida y mi carrera —dijo
Robinson desde el podio en Coopers town—. Había perdido la confianza en mí
mismo y Pee Wee me dio ánimo con sus palabras de aliento. Me dio esperanza
cuando no me quedaba ninguna».
El tercer papel de los mentores
es el dc facilitar. Los mentores pueden ayudarnos a dirigirnos hacia nuestro
Elemento ofreciéndonos consejos y técnicas, allanándonos el camino e incluso
permitiéndonos vacilar un poco; están dispuestos a ayudarnos a que nos
recuperemos y aprendamos de nuestros errores.
Puede que estos mentores sean
contemporáneos nuestros, como fue el caso de Paul McCartney: «Recuerdo un fin
de semana en que John y yo tomamos el autobús y atravesamos la ciudad para ir a
ver a alguien que sabía tocar el acorde Si en la guitarra. Los tres acordes
básicos que tenías que conocer eran el Mi, el La y el Si. Nosotros no sabíamos
producir el Si, pero un chaval sí sabía. Así que cogimos el autobús para ir a
verle, aprendimos el acorde y volvimos a casa. A partir de entonces también
nosotros pudimos tocarlo. Pero en el fondo, los amigos te enseñaban a hacer
cualquier riff. Recuerdo una noche en la que estaba viendo un programa de
televisión llamado ¡Oh Boy!, Cliff Richards y los Shadows tocaron “Move it”.
Tenía un gran riff. Me encantó, pero no sabía cómo tocarlo. Al final lo
conseguí y corrí hasta la casa de John y le dije: “Lo tengo. Lo tengo”. Esta
era nuestra única experiencia educativa: enseñarnos mutuamente a hacer las
cosas.
»Al principio solo copiábamos e
imitábamos a todo el mundo. Yo era Little Richard y Elvis. John era Jerry Lee
Lewis y Chuck Berry. Yo era Phil de los Everly Brothers, y John era Don.
Simplemente imitábamos a otras personas y nos enseñábamos el uno al otro. Esta
fue una cuestión muy importante para nosotros cuando planeamos los principios
del LIPA: el hecho de que es fundamental que los estudiantes estén muy cerca de
la gente que ya ha hecho o está haciendo aquello que los alumnos están
aprendiendo. En verdad, no tienen que explicar un montón de cosas, tan solo
mostrar lo que hacen».
El cuarto papel de los mentores
es el de exigir. Los mentores eficaces nos empujan más allá de lo que nosotros
consideramos que son nuestros límites. Por mucho que no nos dejen sucumbir a la
falta de confianza en nosotros mismos, también nos impiden que hagamos menos de
lo que podemos. Un verdadero mentor nos recuerda que nuestra meta nunca debe
ser «el promedio» de nuestras ambiciones.
James Earl Jones es conocido por
ser un excelente actor y una de las grandes «voces» de los medios de
comunicación actuales. Aun así, si no hubiera contado con la ayuda de un
mentor, la mayoría de nosotros nunca habríamos escuchado su voz. Solo podríamos
imaginar cómo habría sido la voz de Darth Vader si Donald Crouch no hubiese
entrado en la vida de Jones.
De niño, Jones sufría una timidez
abrumadora, en gran parte porque tartamudeaba y le resultaba muy difícil hablar
delante de la gente. Cuando entró en la escuela secundaria, se encontró con que
Crouch — antiguo profesor de universidad que había trabajado con Robert Frost—
era su profesor de inglés. Crouch descubrió que Jones escribía poesía, un hecho
que este se guardaba para sí por miedo a hacer el ridículo delante de los otros
chicos del colegio: «Me preguntó por qué, si amaba tanto las palabras, no podía
decirlas en voz alta —explica Jones en el libro The Person Who Changed My Life:
Prominent Americans Recall Their Mentors—. Un día le enseñé uno de los poemas
que había escrito, y reaccionó diciéndome que era demasiado bueno para que lo
hubiese escrito yo, que debía de haberlo copiado de algún sitio.
Para probar que no lo había
plagiado, quiso que recitara el poema de memoria delante de toda la clase. Hice
lo que me pidió; logré llegar hasta el final sin tartamudear, y desde aquel
momento me obligué a escribir y hablar más. Esto tuvo un fuerte impacto en mí,
y la seguridad en mí mismo fue creciendo a medida que aprendía a expresarme con
comodidad en Voz alta.
«El último día de colegio dimos
la clase fuera, en el césped, y el profesor Crouch me hizo un regalo: una copia
del libro “Confía en ti mismo” de Ralph Waldo Emerson. Para mí fue un regalo de
un valor incalculable porque resumía lo que él me había enseñado: a confiar en
mí mismo. Su influencia fue tanta que se extendió a todos los ámbitos de mi
vida. Él es la razón por la que me convertí en actor».
Los mentores prestan una ayuda
inestimable a la hora de contribuir a que las personas alcancen el Elemento.
Decir que la única manera de alcanzar el Elemento es con la ayuda de un mentor
puede que sea exagerar las cosas, pero solo ligeramente. Todos encontramos en el
camino múltiples obstáculos y límites cuando buscamos lo que tenemos que hacer.
Sin un guía experimentado que nos ayude a identificar nuestras pasiones, que
aliente nuestros intereses, que nos allane el camino y nos dé un empujón para
que saquemos el mejor partido de nuestras habilidades, el camino es
exponencialmente más duro.
La tutela es, desde luego, una
vía de doble sentido. Es tan importante tener un mentor en la vida como cumplir
este papel con otras personas. Incluso es posible que uno descubra que su
verdadero Elemento es ser mentor de otras personas.
Anthony Robbins es uno de los
preparadores personales y mentores de mayor éxito del mundo; a menudo se dice
de él que sentó las bases de la profesión, un sector que está creciendo de
manera exponencial en todo el mundo; se ha convertido en una industria que
mueve muchos millones de dólares. Todo ello habla elocuentemente del deseo de
que nos tutelen y aconsejen y de las importantes funciones que estas personas
pueden desempeñar en la vida de muchos de nosotros. Cada vez hay más gente que
ha descubierto que ser mentor significa estar en el Elemento.
Esto fue lo que le sucedió a
David Neils. Su mentor fue el señor Clawson, un vecino que se dedicaba a hacer
inventos de gran éxito. De niño, Neils solía visitarle mientras Clawson
trabajaba. En vez de echarlo, Clawson le pedía consejo y críticas sobre su
trabajo. Esta interacción hizo crecer la autoestima de Neils: sus opiniones
eran importantes. Ya adulto, Neils fundó el International Telementor Program, una
organización que facilita consejos entre profesionales y estudiantes a través
de medios electrónicos. Desde 1995, el programa ha ayudado a más de quince mil
estudiantes de todo el mundo a recibir orientación profesional. David Neils
hizo del asesoramiento el trabajo de su vida.
Más que héroes
Estoy seguro de que algunos de
los mentores aquí mencionados, incluidos muchos de los Big Brothers and Big
Sisters, se convirtieron en héroes para aquellas personas a las que dieron
consejos. Todos tenemos nuestros héroes personales —un padre, un profesor, un
entrenador, incluso un compañero de clase o de profesión— cuyas acciones
idolatramos. Además, todos tenemos héroes a los que no conocemos personalmente
cuyas hazañas despiertan nuestra imaginación. Consideramos un héroe a Lance
Armstrong por la forma en la que venció una grave enfermedad y llegó a dominar
un deporte muy duro físicamente, y a Nelson Mandela por su papel decisivo para
terminar con el apartheid en Sudáfrica. Al mismo tiempo, siempre asociamos
actos heroicos con determinadas personas: la victoriosa oposición de Rosa Parks
contra la intolerancia, o el primer paso que Neil Armstrong dio en la Luna.
Estas personas nos inspiran y nos
llevan a maravillarnos de los prodigios del potencial humano. Nos abren los
ojos a nuevas posibilidades y avivan nuestras aspiraciones. Puede que incluso
nos empujen a seguir su ejemplo, haciendo que pasemos a dedicarnos al servicio
público, a la exploración, a romper barreras o a reducir las injusticias. De
esta forma, estos héroes desempeñan una función parecida a la de los mentores.
Sin embargo, los mentores hacen
algo más que los héroes en la búsqueda del Elemento. Los héroes pueden estar
lejos y ser inaccesibles. Pueden vivir en otro mundo. Pueden estar muertos. Si
los conocemos, es posible que nos quedemos mudos de asombro y no consigamos
establecer con ellos una relación como es debido. También es posible que los
héroes no sean buenos mentores para nosotros. Puede que sean competitivos o que
se nieguen a tener algo que ver con nosotros. Los mentores son diferentes.
Asumen un lugar personal e insustituible en nuestra vida. Los mentores nos
abren puertas y se implican directamente en nuestro viaje. Nos muestran cuáles
deben ser los siguientes pasos y nos proporcionan el valor para que los demos.
Susan Jeffers es la autora del
libro Aunque tenga miedo, hagalo igual y de muchos otros best sellers. No se
dedicó en serio a escribir hasta que tuvo más de cuarenta años. Cómo lo hizo es
una historia extraordinaria.
¿Demasiado tarde?
A Susan le encantaba leer cuando
era niña. Para ella, el mejor momento del día era aquel en que podía
acurrucarse con un libro en la quietud de su habitación. «Siempre fui curiosa,
y mi padre era muy bueno a la hora de explicar las cosas. A veces profundizaba
tanto en los detalles que yo acababa poniendo los ojos en blanco. Recuerdo que
una vez escuché algo en la radio que no entendí. La palabra era “circuncisión”.
Como era de esperar, ¡no me dio una corta explicación! Era como un profesor.
Creo que se equivocó de profesión. Siempre quiso tener un hijo, así que me
proponía que hiciéramos todas las cosas que habría hecho con un chico. ¡Tuve
que ir a un montón de combates de lucha libre!»
Susan fue la universidad, donde
conoció al que enseguida se convirtió en su primer marido. Dejó la carrera
cuando se quedó embarazada del primero de sus dos hijos. Después de cuatro años
en casa, decidió que tenía que volver a la universidad. Esta decisión le
provocó mucha ansiedad: «Los años que había pasado en casa habían minado mi
confianza y no estaba segura de poder conseguirlo». Con el tiempo se hizo a la
vida universitaria y llegó a licenciarse «summa cum laude». Cuando se enteró de
este honor, comenzó a llamar a todos sus conocidos: «Ai final dejé el teléfono
y me puse a llorar. Me di cuenta de que la única persona con la que quería
hablar era con mi padre, que había muerto unos años antes. Habría estado tan
orgulloso...».
Con el estímulo de uno de sus
profesores, Susan se matriculó en un curso de posgrado y por último se doctoró
en psicología. Luego, en un giro inesperado en el curso de los acontecimientos,
le pidieron que fuera directora ejecutiva del Floating Hospital en Nueva York.
Al principio tuvo dudas; era un trabajo muy importante y no sabía si sería
capaz de asumirlo.
Pero al final aceptó.
Por entonces tenía problemas en
su matrimonio y solicitó el divorcio. Fue una época difícil para Susan: «Ni
siquiera me ayudó tener un doctorado en psicología. Aunque mi trabajo era mucho
más gratificante de lo que hubiera soñado nunca, me sentía muy desdichada.
Pronto me cansé de sentir lástima de mí misma y supe que tenía que encontrar
una nueva forma de “estar” en el mundo. Y así comenzó mi viaje espiritual».
Durante los diez años en los que
dirigió el Floating Hospital, Susan se convirtió en lo que ella llama «adicta a
los talleres». En su tiempo libre, estudió filosofías orientales y asistió a
toda clase de talleres de crecimiento personal y New Age. «Descubrí que la
causa de mi “mentalidad victimista” y de mi actitud negativa era el miedo. Me
impedía responsabilizarme de mi experiencia vital. También me impedía ser una
persona verdaderamente afectuosa. Poco a poco aprendí a abrirme camino a través
del miedo y me desplacé desde la parte más débil de mí hasta la más fuerte. Al final
sentí una sensación de poder como nunca antes había sentido.»
Un día, sentada a su escritorio,
le vino a la mente la idea de pasar por la New School for Social Research,
donde nunca había estado. Como estaba aprendiendo a confiar en su intuición,
decidió que pasaría por allí a echar un vistazo: «Pensé que tal vez tendrían
algún taller que me iría bien hacer. Cuando llegué, miré el directorio y me
fijé en el Departamento de Recursos Humanos, que parecía adecuado a mis intereses. Me dirigí
hacia sus oficinas. En recepción no había nadie. Entonces oí que una mujer del
despacho que tenía a mi derecha decía: “¿Puedo ayudarte en algo?”. Entré y de
repente dije: “Estoy aquí para impartir un curso acerca del miedo”. ¡No tengo
ni idea de dónde vino aquello! Me miró atónita y dijo: “Caramba, he estado
buscando a alguien que quisiera impartir un curso sobre el miedo, hoy es el
último día para incluirlo en el programa y yo tengo que irme dentro de quince
minutos”. Satisfecha con mis credenciales me dijo: “Escribe rápidamente el
título del curso y su descripción en setenta y cinco palabras”. Sin ninguna
premeditación, titulé el curso “Aunque tenga miedo, hágalo igual” y redacté la
descripción. La mujer, encantada, colocó la información sobre el curso en el
escritorio de su ayudante con una nota para que lo incluyera en el programa. Me
dio las gracias efusivamente y se marchó. Me quedé sola pensando: “¿Qué ha
pasado?”. Creía firmemente en la ley de la atracción, pero para mí aquello fue
alucinante».
Durante la primera sesión del
curso, de doce semanas de duración, Susan estuvo muy nerviosa. Las dos horas
fueron bien, pero tuvo que hacer frente a un nuevo temor: «Pensé: “Ya está.
Esto es cuanto sé sobre el tema. ¿Qué enseñaré la semana que viene? ¿Y en las
siguientes diez sesiones?”. Pero cada semana descubría que tenía algo nuevo que
decir. Y mi nivel de confianza aumentó. Me di cuenta de que a lo largo de los
años había aprendido muchísimas cosas acerca de abrirse paso a través del
miedo. Y a mis estudiantes les gustaba. Les asombraba darse cuenta de que si
cambiaban su manera de pensar podían cambiar de verdad su vida. Dar este curso
me convenció de que las técnicas que habían transformado mi vida eran las
mismas que podían transformar la de cualquiera, independientemente de la edad,
el sexo o el entorno».
Con el tiempo, Susan decidió
escribir un libro basado en el curso que. había impartido. Se enfrentó a muchos
obstáculos. Y tras pasar por cuatro agentes literarios y quince negativas
editoriales, guardó de mala gana la propuesta en un cajón. Una de las peores
cartas que recibió decía: «Aunque Lady Di regalara el libro pedaleando desnuda
por la calle en una bicicleta, ¡no lo leería nadie!».
Durante este período, decidió
dejar el Floating Hospital y centrarse en serio en convertirse en escritora.
«Recuerdo que una tarde iba en un taxi y el conductor me preguntó a qué me
dedicaba. Me escuché a mí misma decir: “Soy escritora”. Supongo que hasta aquel
momento pensaba en mí como en psicóloga o gestora, pero ahí estaba: era escritora.»
Después de tres años escribiendo
artículos para revistas, un día rebuscó en el cajón que contenía su propuesta
de libro tantas veces rechazada. «Lo cogí y sentí que tenía entre mis manos
algo que muchas personas necesitaban leer. Así que me propuse encontrar un
editor que creyese en mi libro como creía yo. Esta vez, todo fue bien. Es más,
fue mucho mejor de lo que hubiera soñado nunca.»
Aunque tenga, miedo, hágalo igual
ha vendido millones de ejemplares. Está disponible en cientos de países y se ha
traducido a más de treinta y cinco idiomas. Susan ha escrito otros diecisiete
libros que también han tenido gran aceptación en todo el mundo. Susan era
escritora; el Times de Londres llegó a llamarla «la reina de la autoayuda». Es
una conferenciante muy solicitada; la han invitado a participar en muchos
programas de radio y de televisión internacionales. Sobre Aunque tenga miedo,
hágalo igual, dice: «Mi web recibe e- mails de personas de todas partes del
mundo que me cuentan cómo les ha ayudado mi libro. Algunas incluso le conceden
el mérito de haberles salvado la vida. Estoy tan contenta de no haber
desistido... Mi padre se hubiera sentido realmente orgulloso».
¿Demasiado tarde?
Todos conocemos a personas que se
sienten atrapadas en su vida. Desearían sinceramente hacer algo más
significativo y satisfactorio, pero a los treinta y nueve años o a los
cincuenta y dos o a los sesenta y cuatro, creen que su oportunidad pasó. Tal
vez creas que es demasiado tarde; que es poco realista dar un giro a tu vida en
una nueva dirección. Tal vez creas que perdiste la única oportunidad que
tuviste de seguir los deseos de tu corazón (y ello debido quizá a alguno de los
límites de los que hablamos antes). Tal vez tiempo atrás no tuviste la
suficiente seguridad en ti mismo para perseguir tu anhelo y ahora crees que el
momento ha pasado.
Existen muchísimas pruebas de que
las oportunidades de descubrir nuestro Elemento se dan con mucha más frecuencia
en nuestra vida de lo que creemos. Durante el proceso de escritura de este libro
hemos encontrado literalmente cientos de ejemplos de personas que perseguían su
pasión en un momento tardío de su vida. Por ejemplo, Harriet Doerr, la autora
de best sellers, solo escribía por afición mientras sacaba adelante a su
familia. Cuando tenía sesenta y cinco años volvió a la universidad para sacarse
la licenciatura en historia. Pero con el tiempo los cursos de escritura que
tomó habían mejorado sus habilidades para la prosa y acabó matriculándose en el
programa de escritura creativa de Stanford. En 1983, a los setenta años de
edad, publicó su primera novela, Stones for Ibarra, ganadora del National Book
Award.
Más o menos a la mitad de esa
edad, a los treinta y seis años, Paul Potts todavía parecía atrapado en una
vida oscura y poco satisfactoria. Siempre supo que tenía buena voz, por lo que
había seguido cursos de canto. Sin embargo, un accidente de moto segó su sueño
de subir a un escenario. En lugar de eso, se convirtió en vendedor de teléfonos
móviles en Nueva Gales del Sur y continuó luchando contra el gran problema de
su vida: la falta de confianza en sí mismo. Entonces oyó decir que en la
televisión estaban haciendo audiciones para el concurso de talentos Britain’s
Got Talent, creado por Simon Cowell, del famoso American Idol. Potts tuvo la oportunidad
de cantar «Nessun Dorma» de Puccini en la televisión nacional, y su hermosa voz
fue muy aplaudida e hizo llorar de emoción a uno de los miembros del jurado.
Durante las semanas siguientes, Potts se convirtió en internacional: el vídeo
de su primera actuación se ha descargado en YouTube más de dieciocho millones
de veces. Al final ganó el concurso v tuvo la oportunidad de cantar delante de
la reina. La pérdida de Carphone Warehouse ha sido una ganancia para los
amantes de la ópera de todo el mundo, ya que Potts sacó su primer álbum, One
Chance, a finales de 2007. Cantar ha sido siempre su Elemento. «Mi voz —dijo—
siempre ha sido mi mejor amiga. Si en el colegio tenía problemas con algún
abusón, recurría a mi voz. No sé muy bien por qué la gente se metía conmigo.
Siempre fui un poco distinto. Así que creo que esa era la razón por la que a
veces tenía problemas de falta de confianza en mí mismo. Cuando canto no tengo
ese problema. Estoy en el lugar en el que tengo que estar. Toda mi vida me
sentí insignificante. Después de aquella primera audición, me di cuenta de que
soy alguien. Soy Paul Potts.»
Julia Child, la chef a la que se
le atribuye el mérito de haber revolucionado la cocina casera estadounidense y
de reinventar los programas de cocina en televisión, trabajó primero como
publicista y luego desempeñó varias labores para el gobierno de Estados Unidos.
Cuando andaba por los treinta y pico años, descubrió la cocina francesa y
comenzó a formarse profesionalmente. No publicó Mastering the Art of French
Cuisine hasta que tenía casi cincuenta años, y entonces fue cuando despegó su
celebrada carrera.
A los sesenta y cinco años,
Maggie Kuhn era la organizadora de una iglesia y no tenía ninguna intención de
dejar su trabajo. Desafortunadamente, sus jefes la obligaron a jubilarse.
Enfadada por cómo su jefe le había mostrado la puerta, decidió formar un grupo
de apoyo con amigos que se encontraban en la misma situación. Sus intentos por
sacar adelante los problemas corrientes de los jubilados la llevaron a un
activismo cada vez más comprometido que culminó en la constitución de las
Panteras Grises, un grupo de abogados nacional.
Todos hemos oído hablar de que
los cincuenta son los nuevos treinta y de que los setenta son los nuevos
cuarenta (si el algoritmo se extiende en ambas direcciones, eso explicaría el
comportamiento adolescente de algunos treintañeros que conozco). Pero existen
importantes cambios que deberíamos considerar seriamente. La esperanza de vida
se ha incrementado; en los últimos cien años se ha más que duplicado y sigue
aumentando a un ritmo acelerado. La calidad de la salud de las personas mayores
ha mejorado. Según un estudio de la fundación MacArthur, casi nueve de cada
diez estadounidenses de edades comprendidas entre los sesenta y cinco años y
los setenta y cuatro dicen vivir sin ningún tipo de minusvalía. Muchas personas
mayores del mundo desarrollado cuentan con mucha más estabilidad económica que
en el pasado. En la década de los cincuenta, el 35 por ciento de las personas
mayores estadounidenses vivían en la miseria; hoy esa cifra es del 10 por
ciento.
Estos días se habla mucho acerca
de una «segunda mediana edad». Lo que una vez consideramos mediana edad
(aproximadamente entre los treinta y cinco años y los cincuenta) auguraba un
rápido declive hacia la jubilación y una muerte inminente. Hoy día el final de
esa primera mediana edad indica una serie de puntos de referencia: cierto grado
de realización profesional, hijos que han terminado la universidad, la
indispensable adquisición de capital se ha reducido. Lo que viene tras eso es
un según- do tramo en el que las personas hábiles y que gozan de buena salud
pueden ponerse en marcha para alcanzar otra serie de objetivos. Es aleccionador
o edificante —no estoy seguro de cuál de las dos cosas— escuchar a las
estrellas del rock echar por tierra sus predicciones acerca de lo que estarían
haciendo «cuando tuviesen sesenta y cuatro años» o que todavía intenten
conseguir alguna «satisfacción».
Si en la actualidad tenemos una
completa «mediana edad» extra, a buen seguro que tenemos oportunidades
adicionales de hacer algo más con nuestra vida como parte del paquete. Pensar
que cuando tengamos treinta años debemos haber cumplido nuestros mayores sueños
(o al menos estar en el proceso de cumplirlos) está pasado de moda.
Desde luego, con esto no quiero
decir que todos podemos hacer cualquier cosa en cualquier momento de nuestra
vida. Si estás a punto de cumplir cien años, tienes pocas probabilidades de
clavar el papel principal en El lago de los cisnes, especialmente si no tienes
conocimientos previos de danza. A los cincuenta y ocho, con un sentido del
equilibrio inestable, estoy haciéndome a la idea de que es probable que nunca
gane la medalla de oro en los juegos Olímpicos de invierno en patinaje de velocidad
(en especial porque nunca he visto unos patines de hielo en la vida real).
Algunos sueños son realmente «sueños imposibles». Pero otros muchos no lo son.
A menudo, entender la diferencia es uno de los primeros pasos para encontrar el
Elemento, porque si no ves la posibilidad de que un sueño se haga realidad, es
probable que tampoco veas los pasos necesarios que tienes que dar para
conseguirlo.
Una de las razones fundamentales
que nos llevan a pensar que es demasiado tarde para ser quienes realmente somos
capaces de ser, es la creencia de que la vida es lineal. Como si nos
encontrásemos en una concurrida calle de una sola dirección, pensamos que la
única opción es seguir hacia delante. Si la primera vez desaprovechamos alguna
cosa, no podemos volver sobre nuestros pasos a echar un vistazo porque mantener
el paso con el tráfico requiere de todo nuestro esfuerzo. Sin embargo, en muchas
de las historias de este libro hemos podido ver una clara indicación de que la
vida humana no es lineal. Las exploraciones de Gordon Parks y el dominio de
múltiples disciplinas no eran lineales. Sin duda, Chuck Close no ha vivido una
vida lineal; la enfermedad le obligó a reinventarse.
Por supuesto, la aproximación de
sir Ridley Scott al mundo del cine no fue lineal. Me contó que al comienzo,
cuando dejó la escuela de arte, «no tenía absolutamente ninguna intención de
hacer películas. Las películas eran algo que iba a ver los sábados. Era
imposible pensar en cómo dar ese salto y llegar a la industria del cine a
partir de la vida que estaba llevando. Más tarde decidí que el arte no estaba
hecho para mí. Necesitaba algo más específico. Necesito tener un objetivo,
instrucciones. Así que anduve de aquí para allá, probé otras formas de
prácticas de arte y al final acabé junto al señor Ron Store haciendo
serigrafía. Me encantaba el proceso de impresión. Me encantaba moler piedras
para obtener cada color de la litografía. Todos los días solía trabajar hasta
tarde, iba al pub a tomar un par de cervezas y cogía el último autobús de regreso
a casa. Lo hice durante cuatro años, cinco días a la semana. Me encantaba».
Poco después empezó a trabajar
pluriempleado en la BBC: «Siempre estaba intentando romper los límites de lo
que estuviese haciendo, maximizar los presupuestos. Me enviaron a un viaje de
un año con una beca; cuando regresé, entré directamente a trabajar como
diseñador. Después de dos años en la BBC, me inscribieron en un curso de
dirección».
Sin embargo, de ahí dio otro
salto, esta vez hasta el mundo de la publicidad, porque era «increíblemente
divertido. La publicidad siempre se ha considerado algo sucio respecto al arte,
la pintura, etc.; yo la abracé descaradamente con ambas manos».
La dirección de anuncios
publicitarios le llevó a la dirección de programas de televisión. Fue después
de eso cuando Ridley Scott se vio inmerso en el mundo del cine que acabaría
definiendo el trabajo de su vida. Si en algún momento a lo largo de este viaje
hubiera pensado que tenía que seguir un camino recto en su carrera, nunca
habría encontrado su verdadera vocación.
La vida humana es dinámica y
cíclica. Capacidades diferentes se expresan con más o menos fuerza en distintas
épocas de nuestra vida. Debido a esto, disfrutamos de múltiples oportunidades
para crecer y desarrollarnos de nuevo, así como para revitalizar capacidades
latentes. Harriet Doerr comenzó a explorar su habilidad para la escritura antes
de que la vida le llevara en otra dirección. Esa habilidad estaba esperándole
décadas más tarde cuando volvió a ella. Maggie Kuhn descubrió a la abogada que
llevaba dentro cuando surgió la oportunidad, aunque seguramente había hecho
caso omiso a ese talento hasta entonces.
La edad física es incuestionable
como forma de medir el número de años que han transcurrido desde nuestro
nacimiento, pero es puramente relativa en lo que se refiere a la salud y a la
calidad de vida. Todos envejecemos con el reloj, por supuesto, pero conozco a
muchas personas de la misma edad biológica que se llevan generaciones tanto en
lo emocional como en lo creativo.
Mi madre murió a los ochenta y
seis años de edad, muy rápido y de repente, de un derrame cerebral. Hasta el
final de su vida, siempre aparentó diez o quince años menos de lo que decía su
fecha de nacimiento. Tenía una curiosidad insaciable por las otras personas y por
el mundo que le rodeaba. Bailaba, leía, le gustaban las fiestas y viajaba.
Divertía con su ingenio a todo aquel que conocía, y los inspiraba con su buen
gusto, su energía y su puro placer por la vida a pesar de haber pasado muchas
penalidades, luchas y crisis.
Soy uno de sus siete hijos, y
ella también era una entre siete hermanos, así que cuando nuestra extensa
familia se reunía en algún lugar formábamos un grupo considerable. Mi madre se
ocupó de nosotros durante una época en la que había pocas comodidades modernas
y poca ayuda aparte de la que podía obtener de mala gana por nuestra parte
cuando verdaderamente no le causábamos trabajo. Cuando yo tenía nueve años,
todos tuvimos que hacer frente a una gran catástrofe. Mi padre, que era el
pilar de la familia y a quien le había perturbado tanto que enfermara de
poliomielitis, tuvo un accidente laboral: se rompió el cuello y quedó parapléjico
para el resto de su vida.
Fue un hombre extraordinario, y
continuó estando firmemente en el centro de nuestra familia. Era agudo y
divertido, profundamente inteligente y una inspiración para todo aquel que se
cruzaba en su camino. Así fue también mi madre. Su energía y su pasión por la
vida nunca disminuyeron. Siempre estaba dedicándose a nuevos proyectos y
aprendiendo cosas nuevas. En las reuniones familiares, siempre era la primera
en salir a la pista de baile. Y durante el último año de su vida estudió bailes
de salón y aprendió a hacer casas de muñecas y miniaturas. Siempre hubo, tanto
en mi padre como en mi madre, una clara y considerable diferencia entre su edad
biológica y su verdadera edad.
No son pocas las personas que
consiguen cosas importantes durante los últimos años de su vida. Benjamin
Franklin inventó las lentes bifocales cuando tenía setenta y ocho años. Esa
misma edad tenía la abuela Moses cuando decidió dedicarse en serio a la
pintura. Agatha Christie escribió La ratonera, la obra que lleva más tiempo en
cartelera, cuando tenía sesenta y dos. Jessica Tandy ganó el Oscar a la mejor
actriz a los ochenta años. Vladimir Horowitz dio su última serie de recitales
de piano, con todas las entradas agotadas, cuando tenía ochenta y cuatro.
Compara estos logros con la
renuncia prematura de personas que conozcas de treinta o cuarenta años de edad
que actúan como si su vida se hubiese acomodado en una aburrida rutina y no
vieran oportunidades de cambiar y evolucionar.
Si tienes cincuenta años,
ejercita tu mente y tu cuerpo con regularidad, come bien y manten un entusiasmo
general por la vida; es probable que seas más joven —en términos reales,
físicos— que tu vecino que tiene cuarenta y cuatro años, un trabajo sin
porvenir, come alitas de pollo dos veces al día, le parece demasiado extenuante
pensar y cree que levantar un vaso de cerveza es un ejercicio diario razonable.
El doctor Henry Lodge, coautor de
Younger Next Year, hace una observación tajante: «Resulta que en Estados Unidos
el 70 por ciento de los procesos de envejecimiento no es auténtico
envejecimiento. Simplemente es descomposición. Es podredumbre por las cosas que
hacemos. Todas las enfermedades causadas por nuestro estilo de vida —la
diabetes, la obesidad, las enfermedades cardíacas, muchos tipos de Alzheimer y
de cáncer, y casi todas las osteoporosis— son una forma de descomposición. La
naturaleza no nos reservaba ninguna de estas cosas. Salimos y las compramos».
La gente de realage.com ha ideado
una manera de calcular nuestra «verdadera edad» frente a nuestra edad
biológica. Tiene en cuenta un amplio espectro de factores referentes al estilo
de vida, la genética y el historial médico. Lo fascinante de esto es que su
trabajo indica que de hecho es posible rejuvenecer haciendo mejores elecciones.
Una forma de mejorar nuestra
verdadera edad es cuidarnos físicamente mediante el ejercicio y la
alimentación. Lo sé porque vivo en California, donde todo el mundo parece tener
grandes existencias de lycra y donde los productos lácteos tienen el mismo
prestigio que los cigarrillos. Yo también hago lo posible por llevar una vida
saludable. Intento hacer abdominales todos los días y evitar los postres. Pero
no se trata únicamente de hacer ejercicio y comer bien.
Uno de los preceptos
fundamentales del Elemento es la necesidad de volver a conectar con nosotros
mismos y de vernos holísticamente. Uno de los mayores obstáculos para estar en
nuestro Elemento es creer que de algún modo nuestra mente existe de manera
independiente de nuestro cuerpo, como los inquilinos en un apartamento; o que
nuestro cuerpo solo es el medio de transporte de nuestra cabeza. Los datos de
las investigaciones y del sentido común no indican solo que nuestra salud
física afecta a nuestra vitalidad intelectual y emocional, sino que nuestra actitud
puede afectar a nuestro bienestar físico. Pero igual de importante es el
trabajo que se realiza para mantener la mente joven. La risa tiene gran impacto
en el envejecimiento, así como la curiosidad intelectual. La meditación también
puede proporcionar importantes beneficios al organismo.
La respuesta a la pregunta «¿Es
demasiado tarde para que yo encuentre el Elemento?» es simple: no, claro que
no. Incluso en aquellos casos en los que la degradación física propia de la
edad hace que ciertos logros sean imposibles, el Elemento todavía está al
alcance. Nunca ganaré la medalla de oro en patinaje de velocidad, pero si el
deporte significara tanto para mí (no es el caso), podría encontrar la forma de
lograr entrar en esa tribu, tal vez utilizando las habilidades que ya tengo y
aquellas que podría adquirir, y hacer una contribución significativa en ese
mundo.
Mantenerse flexibles ante las
cosas
En realidad, todo se reduce a
nuestra capacidad de continuar desarrollando nuestra creatividad y nuestra
inteligencia a medida que entramos en nuevas etapas de la vida. Evidentemente,
esto ocurre de forma espectacular cuando somos jóvenes. El cerebro de los bebés
es muy activo y enormemente versátil. Es un fermento de potencial. Tiene cerca
de cien mil millones de neuronas, y puede realizar una variedad casi infinita
de conexiones posibles, construir lo que los científicos llaman «caminos
neuronales» a partir de lo que encontramos en el mundo. Nuestro cerebro está
hasta cierto punto programado por nuestra genética, pero nuestras experiencias
afectan profundamente a nuestra evolución como individuos y al desarrollo de
nuestro cerebro.
Pensemos por ejemplo en cómo
adquirimos el lenguaje. Aprender a hablar es uno de los logros más asombrosos
en la vida de un niño. Para la mayoría de nosotros esto sucede durante los
primeros años de vida. Nadie nos enseña a hablar; desde luego, nuestros padres
no lo hacen. No pueden porque el lenguaje hablado es demasiado complejo,
demasiado sutil y está lleno de demasiadas variaciones para que alguien pueda
enseñarlo como es debido a un niño.
Los padres y las demás personas
orientan y corrigen a los niños pequeños mientras aprenden a hablar, por
supuesto, y tal vez los animen y aplaudan. Pero los recién nacidos no aprenden
a hablar mediante la instrucción. Aprenden por imitación e inferencia. Todos
nacemos con una profunda e instintiva capacidad para el lenguaje que se activa
casi tan pronto como empezamos a respirar.
Los bebés reconocen de manera
instintiva significados e intenciones en los sonidos y los tonos de voz que
oyen de las personas que los rodean. Los bebés nacidos dentro de un grupo
familiar en el que hay perros como mascotas responderán a los ruidos y gruñidos
que haga ese perro. Sin embargo, no confunden este sonido con el lenguaje
humano. La mayoría de los niños no optan por los ladridos como forma de
comunicarse, con la posible excepción de los terribles primeros y últimos años
de la adolescencia.
No parece que haya ningún límite
aparente en nuestra capacidad para adquirir el lenguaje. Los niños que nacen en
familias plurilingües son propensos a aprender cada uno de esos idiomas. No
alcanzan un punto de saturación y dicen: «Por favor, no dejes entrar a la
abuela. No puedo con otro dialecto». Los niños pequeños tienden a aprender
todas las lenguas a las que están expuestos y a pasar de una a otra sin ningún
esfuerzo. Recuerdo que hace unos años conocí a tres hermanos en edad escolar
cuya madre era francesa, su padre estadounidense y vivían en Costa Rica.
Dominaban el francés, el inglés y el castellano, así como una amalgama que
habían creado con las tres lenguas y que utilizaban exclusivamente entre sí.
Por otra parte, si has nacido en
una familia monolingüe, lo más probable es que no busques aprender otros
idiomas, al menos hasta que tengas que escoger uno en el colegio. Aprender una
lengua nueva en ese momento es algo mucho más difícil porque ya se han allanado
numerosos caminos neuronales en lo concerniente al lenguaje (en otras palabras,
se han tomado un gran número de decisiones del tipo SÍ-NO acerca de cómo llamar
a un determinado objeto, cómo construir frases e incluso cómo poner la boca al hablar).
Intentar hablar una lengua extranjera por primera vez durante la treintena es
aún más difícil.
La neurocientífica Susan
Greenfield explica la asombrosa capacidad de un cerebro joven a través de la
fábula de un niño italiano de seis años ciego de un ojo. La causa de su ceguera
era un misterio. Los oftalmólogos consideraban que su ojo era perfectamente
normal. Con el tiempo descubrieron que cuando era un bebé había recibido un tratamiento
por una ligera infección. El tratamiento había incluido que llevase ese ojo
tapado durante dos semanas. Este hecho no habría supuesto una gran diferencia
para el ojo de un adulto. Pero en un recién nacido el desarrollo de los
circuitos neuronales que van del ojo al cerebro es un proceso crítico y
delicado. Al no haber utilizado las neuronas que prestaban servicio al ojo
tapado durante ese crucial período de desarrollo, el cerebro las trató como si
no existieran. «Por desgracia —dijo Greenfield—, el cerebro malinterpretó el
vendaje del ojo como una indicación de que el niño no iba a utilizarlo durante
el resto de su vida.» El resultado fue que se quedó permanentemente ciego de
ese ojo.
Los cerebros jóvenes están en un
proceso constante de evolución y cambio, y son mu y reactivos a su entorno.
Durante las primeras etapas de su desarrollo, nuestro cerebro experimenta un
proceso que los científicos cognitivos llaman «poda neuronal». Esencialmente,
este proceso consiste en recortar caminos neuronales que en el inconsciente
decidimos tendrán poco valor para nosotros a largo plazo. Desde luego, esta
poda es diferente en cada persona, pero es una parte muy necesaria en nuestro
desarrollo. Presta la misma función en nuestro cerebro que la poda en un árbol:
deshacerse de las ramas innecesarias para dejar permitir un crecimiento continuo
e incrementar la fuerza del conjunto. Cierra los caminos que nunca volveremos a
utilizar para posibilitar la expansión de los caminos que utilizaremos
regularmente. Como consecuencia, las enormes capacidades naturales con las que
nacemos se forman y moldean, se dilatan o limitan, mediante un proceso de
constante interacción entre los procesos biológicos internos y nuestras
verdaderas experiencias en el mundo.
La mejor noticia en todo esto es
que el desarrollo físico del cerebro no es un sencillo proceso lineal de un
solo sentido. Nuestro cerebro no deja de evolucionar cuando conseguimos las
primeras llaves de un coche (aunque a las compañías aseguradoras les gustaría
plantearlo así). Gerald Fischbach, neurobiólogo de Harvard, ha realizado una
importante investigación sobre el recuento de las células del cerebro y ha
determinado que conservamos la gran mayoría de las células cerebrales hasta el
final de nuestra vida. El cerebro medio contiene más neuronas de las que podría
llegar a utilizar durante toda una vida aun a pesar del aumento de la esperanza
de vida.
Por otro lado, la investigación
indica que, siempre y cuando sigamos utilizando nuestro cerebro de forma
activa, al envejecer continuamos construyendo caminos neuronales. Esto no solo
nos proporciona un potencial continuo para el pensamiento creativo, sino
también un aliciente adicional para continuar esforzándonos al máximo. Existen
pruebas sólidas que apuntan a que las funciones creativas del cerebro
permanecen llenas de fuerza hasta el final de la vida: podemos recobrar y
renovar muchas de nuestras aptitudes latentes ejercitándolas adrede. Al igual
que el ejercicio físico tonifica nuestros músculos, el ejercicio mental infunde
nueva fuerza a nuestras capacidades creativas. Hoy día se están realizando exhaustivas
investigaciones relacionadas con la neurogénesis, la creación de nuevas células
cerebrales en los adultos. Cada vez resulta más evidente que, al contrario de
lo que se ha creído durante más de un siglo, el cerebro continúa produciendo
células nuevas, y ciertas técnicas mentales (como la meditación) pueden llegar
a acelerar el proceso.
Podemos admirar el extraordinario
trabajo efectuado a una edad avanzada por gente como Georgia O’Keefe, Albert
Einstein, Paul Newman e I. M. Pei, pero no deberíamos considerarlo admirable
porque lo hicieran a una edad avanzada. Estas personas eran sencillamente
triunfadoras. Lo que hicieron a edades avanzadas no debería sorprendernos más
que lo que hacían frecuentemente.
Antes mencioné que es poco
probable que una persona centenaria protagonice El lago de los cisnes. No es
imposible, solo poco probable. La razón, desde luego, es que, al menos hasta
que la medicina dé varios saltos hacia delante, algunas de nuestras capacidades
sí se deterioran con la edad, en especial las relacionadas con la actividad
física. Negar esto no tiene mucho sentido, aunque algunos lo intentemos desesperadamente
hasta el punto de pasar vergüenza en público.
Sin embargo, no sucede lo mismo
con todas nuestras capacidades. Como una buena rueda de Parmigiano Reggiano,
algunas mejoran con el tiempo. Al parecer existen temporadas de posibilidad en
la vida de todos nosotros, y varían según lo que estemos haciendo. Se dice que
nuestras habilidades matemáticas, por ejemplo, tienden a aumentar y alcanzar su
máximo nivel durante la veintena y la treintena. No me refiero a la habilidad
de calcular la cuenta de la compra o las probabilidades de que tu equipo gane
la Super Bowl. Hablo del tipo de matemática superior realizada por los
matemáticos de categoría mundial, los Terence Taos del mundo. La mayoría de los
genios matemáticos han llevado a cabo su trabajo más original cuando el resto
de nosotros acabamos de firmar nuestra primera hipoteca: algo que probablemente
no haríamos si las matemáticas se nos dieran mejor. Lo mismo puede decirse de
aprender las habilidades técnicas que se requieren para tocar un instrumento
musical.
Pero en otros sentidos y en otras
áreas, la madurez puede ser una auténtica ventaja, especialmente, por ejemplo,
en el arte. Muchos escritores, poetas, pintores y compositores han creado su
mejor obra a medida que su comprensión y sensibilidad se hacían más profundas
con la edad. Lo mismo puede decirse de disciplinas tan diversas como el
derecho, la cocina, la enseñanza y el paisajismo. De hecho, en cualquier
disciplina en que la experiencia desempeñe un papel significativo, la edad es
una ventaja en vez de un impedimento.
De ello se deduce que el
«demasiado tarde» llega en diferentes momentos, dependiendo de adonde te lleve
la búsqueda del Elemento. Si es hacia la gimnasia internacional, tal vez cuando
tengas quince años sea ya demasiado tarde. Si es hacia el desarrollo de un
nuevo estilo de cocina de fusión, es posible que el «demasiado tarde» no llegue
nunca. La mayoría de nosotros ni siquiera estamos cerca del «demasiado tarde».
Comprometidos para siempre
Una de las consecuencias del
hecho de que consideremos que nuestra vida es lineal y unidireccional es que
conduce a una cultura (esto es cierto en la mayoría de las culturas occidentales)
en la que se segrega a la gente en función de la edad. Enviamos a los más
pequeños al jardín de infancia y a preescolar, como un grupo. Educamos a los
adolescentes en lotes. Metemos a la gente mayor en residencias para ancianos.
Hay buenas razones para todo esto. Al fin y al cabo, tal como Gail Sheehy
advirtió hace décadas, en nuestra vida hay tramos previsibles, y tiene sentido
crear entornos en los que la gente pueda experimentar esos períodos de forma
óptima.
Sin embargo, también hay buenas
razones para cuestionar las rutinas de lo que en realidad equivale a una
discriminación por la edad. Un ejemplo edificante es un programa educativo
único e incomparable en la escuela Jenks del distrito de Tulsa, en Oklahoma.
El estado de Oklahoma tiene un
programa de lectura aclamado internacionalmente que proporciona clases de
lectura a niños de entre tres y cinco años de edad. El distrito de Jenks ofrece
una versión muy especial del programa. La idea surgió cuando el dueño de otra
institución en Jenks — situada enfrente de una de las escuelas de primaria— se
acercó al supervisor de los colegios. Había oído hablar acerca del programa de
lectura y se preguntaba si su institución podría ayudar de alguna forma. El
supervisor respondió positivamente a la idea y, después de aclarar algunas
dificultades burocráticas, aceptó la ayuda de la otra institución.
La otra institución es el Grace
Living Center, una residencia para ancianos.
Durante los meses siguientes, el
distrito estableció una clase de preescolar y de jardín de infancia en el Grace
Living Center. La clase, rodeada por paredes de cristal transparente (con una
abertura en la parte de arriba para que se filtren los sonidos de los niños),
está situada en el vestíbulo del edificio principal. Los niños y sus maestros
acuden allí todos los días como si fuese una clase cualquiera. Como está en el
vestíbulo, los residentes pasan por allí por lo menos tres veces al día a las
horas de las comidas.
Cuando la clase se inauguró, los
residentes se paraban a mirar a través de las paredes de cristal. Los maestros
les dijeron que los niños estaban aprendiendo a leer. Varios residentes
preguntaron si podían ayudar. Los docentes se alegraron de tener ayuda, y
rápidamente sentaron las bases de un programa llamado Compañeros de Libro. El
programa empareja a un anciano de la residencia con uno de los niños. Los
adultos escuchan a los niños leer, y les leen.
El programa ha obtenido
resultados asombrosos. Uno de ellos es que la mayoría de los niños del Grace
Living Center superan a otros niños del distrito en los exámenes estándares de
lectura. Más del 70 por ciento salen del programa a los cinco años leyendo al
mismo nivel que los niños de tercero o más. Pero aprenden mucho más que a leer.
Mientras se sientan con sus Compañeros de Libro, tienen conversaciones
enriquecedoras con los adultos acerca de gran variedad de temas, y en especial
sobre los recuerdos que los mayores tienen de su infancia en Oklahoma. Los
niños preguntan cosas sobre cómo eran los iPods cuando los adultos eran pequeños,
y estos les explican que su vida era diferente de la de los niños de ahora.
Esto conduce a historias acerca de cómo vivían y jugaban hace setenta, ochenta
e incluso noventa años. Los niños adquieren una historia social de su ciudad
natal de una textura asombrosa a partir de personas que han visto la evolución
de la urbe durante décadas. Los padres están tan satisfechos del beneficio
extracurricular que hoy día las plazas se rifan debido a que la demanda de las
sesenta mesas disponibles es muy grande.
Pero en el Grace Living Center ha
ocurrido algo más: la medicación ha caído en picado. Muchos de los residentes
que participan en el programa han dejado o reducido los fármacos. ¿Por qué?
Porque han vuelto a la vida. En lugar de pasar los días esperando lo inevitable,
tienen una razón para levantarse por la mañana y una emoción renovada por lo
que ese día pueda traerles. Viven, literalmente, más tiempo porque han vuelto a
conectar con su energía creativa.
Los niños aprenden algo más. De
vez en cuando los maestros tienen que explicarles que uno de los Compañeros de
Libro no podrá volver a acudir, que esa persona ha muerto. Los niños asimilan
así a una edad muy temprana que la vida tiene sus ritmos y sus ciclos, y que
incluso las personas cercanas a ellos forman parre de ese ciclo.
En cierto modo, el Grace Living
Center ha recuperado una relación antigua y tradicional entre distintas
generaciones. Entre los muy niños y los muy viejos siempre ha habido una
conexión casi mística. Parecen entenderse de una forma básica, con frecuencia
tácita. A menudo, en Occidente mantenemos separadas a estas generaciones. El
programa Compañeros de Libro muestra de forma simple pero profunda la vía de
enriquecimiento que se abre cuando las generaciones se encuentran. También enseña
que la gente mayor puede recobrar energías perdidas hace mucho tiempo si las circunstancias
son idóneas y la inspiración está allí.
Hay tiempo
Lo que todos —desde Susan Jeffers
hasta Julia Child, pasando por los Compañeros de Libro— nos enseñan es que pueden
pasar cosas extraordinarias que mejoren nuestra vida cuando dedicamos tiempo a
salir de nuestra rutina, a reconsiderar nuestra trayectoria ya recuperar las
pasiones que dejamos atrás (o que nunca llegamos a perseguir) por una cosa o
por otra. En cualquier período de nuestra vida podemos tomar nuevas
direcciones. Tenemos la capacidad de descubrir nuestro Elemento prácticamente a
cualquier edad. Como Sophia Loren dijo una vez: «Existe la fuente de la
juventud: se trata de tu mente, de tus talentos, de la creatividad que lleves a
tu vida y a la de aquellos a los que amas. Cuando aprendas a conectar con esa
fuente, habrás vencido realmente a la edad».
Gabriel Trop es un estudiante
brillante. Cuando le conocí se encontraba en Berkeley haciendo un doctorado en
literatura alemana. Ese trabajo significa mucho para él, pero no es la única
cosa que le apasiona. También siente una atracción arrolladora por la música.
«Si perdiera el uso de mis manos —me dijo—, mi vida se acabaría.»
A cualquier precio
A pesar de todo, Gabriel nunca ha
considerado la idea de convertirse en músico profesional. De hecho, durante
mucho tiempo no quiso tener nada que ver con la música. En los primeros años de
secundaria, Gabriel miraba con lástima a los estudiantes de música, que cargaban
con los voluminosos instrumentos dentro de su funda de un lado a otro del
campus y acudían al instituto antes que todo el mundo para asistir a los
ensayos. Aquello no era para él, en especial lo de acudir al instituto tan
pronto. Se prometió en secreto evitar la música.
Sin embargo, un día que estaba al
piano, tocando las teclas ociosamente en la clase de música que formaba parte
del plan de estudios del instituto, se dio cuenta de que tenía facilidad para
distinguir las melodías. Con un mal presentimiento, también se percató de que
le gustaba hacerlo. El profesor de música se había acercado como si tal cosa
para escuchar y Gabriel intentó que no se notara lo mucho que estaba
disfrutando. No debió de hacerlo demasiado bien, porque el profesor le dijo que
tenía buen oído y le propuso que fuera al almacén de música para ver si alguno
de los instrumentos que había allí le atraía.
Un amigo de Gabriel tocaba el
violoncelo, razón por la que decidió probar uno de los que había en el almacén.
Descubrió que le encantaba la forma y el tamaño del instrumento, así como el
sonido profundo y armonioso que despedía al puntear las cuerdas. Uno de los
violoncelos en concreto tenía «un maravilloso olor a barniz de colegio».
Decidió romper su promesa y darle una oportunidad. Cuando empezó a practicar,
lo hizo de manera despreocupada, pero enseguida descubrió que le encantaba y
que cada vez pasaba más tiempo haciéndolo.
De ahí en adelante, Gabriel
practicó tan a menudo y con tanta intensidad que en un par de meses ya tocaba
razonablemente bien. En un año se convirtió en el violoncelista principal de la
orquesta del instituto. Esto quería decir, desde luego, que llegaba al centro
muy temprano, arrastrando el voluminoso instrumento de su funda de un lado a
otro del campus ante la compasiva mirada de los que no eran músicos.
A Gabriel también le encantan la
literatura, el alemán y el trabajo académico. En algún momento tuvo que tomar
una dura decisión y elegir entre la música y la vida académica como eje
principal de su vida. Después de una larga lucha interior, escogió la
literatura alemana porque pensó que le permitiría dedicar tiempo al violoncelo,
mientras que, si elegía el mundo de la música, apenas le quedaría tiempo para
estudiar a fondo la poesía alemana: «Escogí la literatura porque me pareció
compatible con la intensidad de interpretar música; si hubiese elegido ser
músico profesional tendría que haber abandonado casi por completo mi pasión por
la literatura. Así que este arreglo fue el que encontré para seguir siendo un
entregado violoncelista y mantener un alto grado de implicación con el estudio
literario».
Gabriel ensaya cuatro horas al
día y sigue actuando (hace poco interpretó un concierto para cello con la
Orquesta Sinfónica de la Universidad de Berkeley, en California). No sabe cómo
podría sobrevivir sin una inmersión regular en la práctica y el disfrute de la
música. Dice que llamar «hobby» a esto sería ridículo. La música es fundamental
en su vida, y es en ella donde ha encontrado su Elemento.
En el sentido más genuino de la
palabra, Gabriel es un músico aficionado. Y no querría que fuese de otra
manera.
Por amor al arte
A un nivel muy básico, los
profesionales de cualquier campo son aquellas personas que se ganan la vida en
ese campo, mientras que los aficionados no. Pero a menudo los términos
«aficionado» y «profesional» implican algo más: algo acerca de la calidad y la
pericia. Con frecuencia las personas piensan que los aficionados pertenecen a
una especie de segunda clase, aquellos que realizan una actividad muy por debajo
de un nivel profesional. Los aficionados son aquellos que gesticulan como locos
en las producciones de teatro locales, que puntúan más de cien en el curso de
golf o que escriben bonitas historias sobre mascotas en el periódico gratuito
de la ciudad. Cuando llamamos a alguien «principiante», utilizamos la palabra
en sentido peyorativo. Estamos apuntando que el asunto del que estamos hablando
no se acerca en modo alguno a lo profesional, que el esfuerzo es un tanto
vergonzoso.
A veces es perfectamente razonable
trazar distinciones bien definidas entre los profesionales y los aficionados.
Al fin y al cabo, pueden darse diferencias enormes entre ellos. Si tuviese que
hacerme una vasectomía, preferiría con mucho ponerme en manos de alguien que
hiciera este tipo de cosas para ganarse la vida en lugar de en las manos de
alguien que lo hiciera de vez en cuando por afición. Pero a menudo las
diferencias entre profesionales y aficionados tienen menos que ver con la
calidad que con la elección. Muchas personas, como Gabriel, actúan a nivel
profesional en los campos de especializadon que aman, pero escogen no ganarse
la vida de esa manera. No son profesionales en ese campo porque no se ganan la
vida con eso. Son, por definición, amateurs (aficionados). Pero no hay nada de
«aficionado» en su habilidad.
La palabra «amateur» deriva de la
palabra latina «amator», que significa «amante», amigo devoto, o alguien que
busca ávidamente un objetivo. En el sentido original de la palabra, un amateur
es alguien que hace algo por amor al arte. Los amateurs hacen lo que hacen
porque les apasiona, no porque les permita pagar las facturas. En otras
palabras, los verdaderos aficionados son aquellas personas que han encontrado A
Elemento en alguna actividad fuera de su trabajo.
En «La revolución pro-am», un
informe para el think tank británico Demos, Charles Leadbeater y Paul Miller
subrayaron que era cada vez más frecuente un tipo de amateur que trabaja con
estándares muy altos y consigue progresos a veces mayores que los que llevan a cabo
los profesionales: de ahí el término «pro-am». En muchos casos, la nueva
tecnología está proporcionando aparatos antes inasequibles para el amateur:
chips, CCD para telescopios, herramientas profesionales para los músicos,
avanzados softwares de edición para los ordenadores personales, etc. Leadbeater
y Miller señalan el surgimiento del hip-hop, un género musical que comenzó con
la distribución de cintas de elaboración casera.
En esta línea, indican que el
sistema operativo Linux es una obra en colaboración creada por una gran
comunidad de programadores durante su tiempo libre. La campaña de abolición de
la deuda externa, que tuvo como resultado la disminución en miles de millones
de dólares de la deuda de países del Tercer Mundo, comenzó a partir de las
peticiones de personas que no tenían ninguna experiencia profesional en hacer
de «lobby». Un astrónomo amateur tiene el crédito de haber descubierto una
supernova utilizando un telescopio de veinticinco centímetros.
«Un “pro-am” se dedica como
amateur a una actividad determinada sobre todo por amor al arte, pero tiene un
nivel profesional —dicen Leadbeater y Miller—. Los “pro-ams” tienen pocas
posibilidades de obtener más que una pequeña parte de sus ingresos mediante su
pasatiempo, pero se dedican a él con la entrega y el compromiso de un
profesional. Para los “pro-ams”, el tiempo libre no es consumismo pasivo sino
activo y participativo; supone desarrollar habilidades y un conocimiento
acreditado públicamente, a menudo construido durante una larga carrera
profesional que les ha supuesto sacrificios y frustraciones.»
Leadbeater y Miller llaman
«pro-ams» a «un nuevo híbrido social»; indican que practican su pasión fuera del
lugar de trabajo, pero con una energía y dedicación que se dan pocas veces en
aquellas actividades que se realizan durante el tiempo libre. Los «pro-ams»
encuentran vigorizante este nivel de intensidad, que a menudo ayuda a compensar
trabajos poco estimulantes.
Algunas personas hacen realmente
un trabajo extraordinario como amateurs. Arthur C. Clarke fue un escritor de
ciencia ficción de gran éxito editorial, autor, entre otras novelas, de 2001:
Una odisea espacial y El jardín de Rama. Había empezado su carrera de escritor
siendo oficial de la Real Fuerza Aérea británica. Mientras estaba allí, observó
a los científicos en la división radar de las Fuerzas Aéreas y le fascinó su
trabajo. En 1945 publicó un artículo en la revista Wireless World titulado
«Transmisiones extraterrestres: ¿pueden las estaciones espaciales dar cobertura
mundial?». En él propuso el uso de satélites situados en órbitas
geoestacionarias para la transmisión de señales de televisión alrededor del
mundo.
La mayoría de los científicos
descartaron esa propuesta como otra obra de ciencia ficción. Sin embargo,
Clarke tenía gran interés en el tema y lo estudió a fondo. Su tesis estaba bien
fundada técnicamente y, como ahora sabemos, fue totalmente profética. En la
actualidad, la órbita geoestacionaria específica que propuso Clarke se conoce
como la órbita Clarke y la utilizan cientos de satélites. Si bien Clarke se
ganó la vida en la estratosfera de la lista de los libros más vendidos del New
York Times, fue la obra que realizó como amateur (en especial una carta a los
editores de Wireless World que precedía a su artículo) la que figura en el
Museo Nacional del Aire y del Espacio.
Susan Hendrickson no ha tenido
nunca una profesión fija. Abandonó la escuela secundaria, se convirtió en
experimentada submarinista, aprendió por sí misma a identificar especímenes
marinos raros, se convirtió en experta en encontrar fósiles de insectos
atrapados en ámbar, y ha llevado una vida polifacética como exploradora y
aventurera. En 1990, Hendrickson se unió a una expedición arqueológica en
Dakota del Sur dirigida por el Black Hills institute of Geological Research. El
trabajo avanzó muy despacio. El grupo examinó seis afloramientos y no hizo
ningún descubrimiento significativo. Pero un día, mientras el resto del equipo
estaba en la ciudad, Hendrickson decidió explorar el único afloramiento del que
tenían un plano. Allí descubrió unos huesecillos. Esos huesos llevaron hasta el
fósil más grande y completo de Tyrannosaurus rex jamás descubierto y una de las
pocas hembras que se han encontrado hasta el momento. Hoy día el esqueleto se
exhibe en el Field Museum de Chicago. Su nombre, Tyrannosaurus Sue, se lo debe
a la arqueóloga aficionada que la desenterró.
En su libro The Amateurs, David
Halberstam escribe sobre cuatro atletas que intentaron ganar el oro olímpico en
1984. A diferencia del atletismo en pista o de los jugadores de baloncesto que
podían canjear un éxito olímpico por grandes contratos profesionales (entonces
el Comité Olímpico no dejaba que los jugadores de la NBA participasen) o
acuerdos promocionales, los sujetos a los que Halberstam siguió —remeros— no
tenían ninguna oportunidad de ganar dinero con sus victorias. Lo hacían
simplemente por amor al deporte y porque se sentirían realizados si conseguían
ser los mejores.
El libro presta mayor atención a
Christopher «Tiff» Wood. Halberstam llama a Wood «la personificación del
amateur. Había dejado a un lado su carrera profesional y su matrimonio a cambio
de intentar sobresalir en un deporte que importaba poco a sus compatriotas y
que no tenía, por tanto, absolutamente ninguna remuneración en publicidad». A
los treinta y un años, Wood era demasiado mayor para este tipo de deporte (al
menos a nivel olímpico), pero tenía una misión. Había sido suplente en los
Juegos de 1976 y no llegó a competir. Era el capitán del equipo que tenía que
ir a Moscú en 1980, pero como protesta contra la invasión soviética de
Afganistán, Estados Unidos decidió que no acudiría a esos juegos.
Para Wood, los Juegos Olímpicos
de 1984 eran la última oportunidad de conseguir una medalla de oro. Dentro de
la pequeña pero entregada comunidad del remo se había convertido en algo
parecido a un hijo predilecto. Resulta que Tiff Wood no consiguió el oro. Sin
embargo, este hecho es solo parte de la historia. Lo que destaca en la
descripción que Halberstam hace de Wood y de los otros remeros es la pasión y
la satisfacción asociadas a una actividad puramente amateur. Tiff Wood
descubrió el Elemento en sus logros no profesionales. Su trabajo solo era un
trabajo. El remo era su vida.
Estar en tu Elemento no quiere
decir necesariamente dejar todo lo demás y dedicarte a ello a tiempo completo
todos los días. Para algunas personas, en ciertas etapas de su vida,
simplemente no es práctico dejar su trabajo o sus obligaciones para ir en busca
de lo que les apasiona. Otras personas escogen no hacerlo por un montón de
razones. Mucha gente se gana la vida haciendo una cosa, y luego saca tiempo y
espacio en su vida para hacer lo que de verdad le gusta. Algunas personas hacen
eso porque emocionalmente es más coherente. Otras, porque sienten que no tienen
más opción que perseguir sus pasiones «de manera adicional».
Hace un par de años adquirí un
coche en un concesionario de Santa Mónica. No resultó fácil. Hubo un tiempo en
que la única decisión que tenías que tomar al comprar un coche era si comprarlo
o no. Ahora tienes que pasar un examen interminable cipo test para elegir entre
cientos de acabados, adornos y accesorios que se interponen entre tú y la
versión que en realidad quieres. Este tipo de decisiones me superan. Necesito
ayuda para decidir qué me pongo por la mañana, donde las opciones son muchas
menos y los riesgos, mucho menores. Cuando por fin me decidí, el vendedor Bill
y yo nos habíamos hecho amigos y estábamos planeando nuestra reunión anual.
Mientras esperábamos el papeleo
final —otro largo proceso— le pregunté a qué se dedicaba cuando no estaba
trabajando. Sin vacilar, me contestó que era fotógrafo. Le pregunté qué
fotografiaba, dando por hecho que se refería a bodas familiares y mascotas. Me
dijo que era fotógrafo deportivo. Le pregunté qué deportes cubría. «Solo
surf>, dijo. Me intrigó y le pregunté por qué. Me explicó que de joven había
sido surfista y que le encantaba la belleza y la dinámica de ese deporte. Después
del trabajo, los fines de semana y durante las vacaciones —siempre que podía—
se iba a la playa de Malibú a tomar fotografías. Llevaba años haciéndolo y
había acumulado cámaras, trípodes y lentes valorados en miles de dólares.
Cuando disfrutaba de unas vacaciones más largas, viajaba hasta Hawái y
Australia para captar la gran ola con la cámara.
Me interesé por si había
publicado alguna de sus fotografías. Me dijo que sí, y abrió el cajón de su
escritorio. Estaba lleno de revistas de surf de gran calidad. En todas había
fotografías suyas. Su trabajo era muy,
muy bueno.
Quise saber si alguna vez había
pensado en ganarse la vida con ese trabajo. «Me encantaría — dijo—, pero no
pagan demasiado bien.» A pesar de todo, la fotografía del surf era su pasión, y
una de las cosas que hacía que su vida mereciese la pena. Mientras miraba esas
asombrosas fotografías profesionales, le pregunté qué pensaba de ellas su jefe.
«Él no sabe nada de esto —me dijo Bill—. No tiene nada que ver con cómo hago mi
trabajo, ¿no?»
En eso no estoy seguro de que
tuviera razón. En realidad, creo que su afición podría tener mucho que ver con
cómo Bill desempeñaba su trabajo, como es probable que sea el caso de todas las
personas que descubren el Elemento en una ocupación no relacionada con su
empleo. Supongo que la satisfacción y emoción que Bill encontró fotografiando
surfistas hizo que le fuera mucho más fácil de lo que él pensaba ser eficiente
en el trabajo, relativamente aburrido, de ayudar a los clientes a escoger entre
docenas de muestras de pintura, opciones de acabados y decisiones acerca de los
complementos. El desahogo creativo que encontró en la fotografía hizo que fuera
mucho más paciente y atento en su trabajo diario.
La necesidad de un desahogo de
este tipo se manifiesta de muchas formas. Una que me parece fascinante es la
creación de una banda de rock de empresa. A diferencia del equipo de softball
de la compañía, que tiende a hacer su alineación con los jóvenes de la
mensajería, estas bandas suelen tener una alineación de altos ejecutivos (a
menos que alguien de la mensajería sea un buen bajista) que soñaron con ser
estrellas del rock antes de dedicarse a otras profesiones. La pasión con la que
tocan muchos de estos músicos aficionados muestra que semejante pasatiempo
ofrece un grado de realización que no encuentran en su trabajo por mucho éxito
que hayan alcanzado en él.
Desde hace cuatro años se
organiza en Nueva York una especie de festival de rock organizado a beneficio
de la institución benéfica A Leg to Stand On. Lo que distingue a este concierto
benéfico de todos los demás es que cada miembro de cada una de las bandas (a
excepción de un par de semiprofesionales) está en el negocio de los fondos de
cobertura. Una de las notas de prensa de la empresa de fondos de cobertura
Rocktoberfest afirma: «Durante el día, la mayoría de los intérpretes
administran dinero, pero cuando apagan las pantallas de los mercados, comienza
la música».
Tim Seymour, uno de los
intérpretes, observó: «Hacia las once de la noche todo el mundo está pensando o
en el viaje en tren de las cuatro de la mañana siguiente o en el hecho de que
los mercados de Tokio están abiertos». Pero mientras dura el espectáculo es una
pura juerga, con gerentes versionando éxitos musicales, vistiendo escasa ropa y
haciendo las veces de coro. El contraste entre el trabajo diario y esto es
impresionante y, según todo indica,
liberador para los que participan.
Transformación
Encontrar el Elemento es imprescindible
para alcanzar una vida equilibrada y satisfactoria. También puede ayudarnos a
entender quiénes somos en realidad. En la actualidad tendemos a identificarnos
con nuestro trabajo. A menudo la primera pregunta en una fiesta o reunión
social es: «¿A qué te dedicas?». Respondemos obedientemente con una descripción
de primera sobre nuestra profesión: «Soy profesor», «Soy diseñador», «Soy
chófer», Es posible que si no tienes un trabajo remunerado te sientas algo
incómodo y necesites dar una explicación. A muchos de nosotros nuestro trabajo
nos define incluso ante nosotros mismos e incluso si el trabajo que hacemos no
expresa quiénes sentimos que somos en realidad. Esto puede ser especialmente
frustrante si tu trabajo no te satisface. Si en tu trabajo no encuentras el
Elemento, es aún más importante que lo descubras en otra parte.
En primer lugar, puede enriquecer
todo lo demás que hagas. Hacer lo que te encanta y que se te da bien, aunque
sea durante un par de horas a la semana puede ayudarte a que todo lo demás sea
más llevadero. Pero en algunas circunstancias puede conducirte a
transformaciones que no imaginabas posibles.
Khaled Hosseini emigró a Estados
Unidos en 1980, se licenció en medicina en los noventa e inició su carrera
profesional practicando medicina interna en la zona de la bahía de San
Francisco. Sin embargo, en el fondo sabía que quería ser escritor y contar la
historia de su vida en el Afganistán anterior a la invasión soviética. Mientras
ejercía de médico, comenzó a trabajar en una novela acerca de dos niños de
Kabul. Esa novela se convirtió en el libro Cometas en el cielo, que ha vendido
más de cuatro millones de ejemplares y que recientemente ha dado lugar a una
película.
La búsqueda por parte de Hosseini
de sus intereses más profundos, incluso mientras trabajaba duro en otra
profesión, lo transformó de forma radical. El éxito de Cometas en el cielo le
ha permitido tomarse un largo período sabático y dedicarse plenamente a la
escritura. Publicó su segunda novela, Mil soles espléndidos, en 2007. En una
entrevista reciente dijo: «Disfrutaba ejerciendo la medicina y siempre me sentí
muy honrado con que los pacientes confiaran en mí para que los cuidara a ellos
y a sus seres queridos. Pero escribir siempre había sido mi sueño, desde que
era niño. Me siento increíblemente afortunado y privilegiado porque la
escritura sea, por lo menos por ahora, mi medio de vida. Es un sueño hecho
realidad».
Como Khaled Hosseini, la medicina
fue la primera profesión de Miles Waters. Comenzó a ejercer de dentista en
Inglaterra en 1974. Pero como a Hosseini, a Waters le apasionaba un campo de
especialización totalmente distinto. En el caso de Waters se trataba de la
música popular. Había tocado en bandas de música en el colegio y había escrito
canciones. En 1977 fue reduciendo
progresivamente su dedicación al trabajo de dentista para así tener más tiempo
para componer canciones. Le llevó varios años hacer pequeñas incursiones, pero
a la larga escribió varios éxitos musicales y comenzó a ganarse la vida en el
campo de la música. Dejó la odontología durante un tiempo y se dedicó por
completo a escribir y producir; colaboró en el álbum de Jim Capaldi (de la
legendaria banda de rock Traffic), que contiene trabajos de Eric Clapton, Steve
Winwood y George Harrison. Se ha movido en los mismos círculos que Paul
McCartney y David Gilmour, de Pink Floyd. Hoy día, va y viene entre la música y
la odontología; mantiene la consulta, pero sigue componiendo y produciendo.
John Wood amasó una fortuna como
director comercial de Microsoft. Sin embargo, durante un viaje al Himalaya
encontró una escuela en un pueblo pobre que tenía cuatrocientos cincuenta
estudiantes pero solo veinte libros, ninguno de ellos infantil* Wood le preguntó
al director cómo se las arreglaba la escuela con semejante escasez de libros;
la respuesta del director impulsó a Wood a ayudarle: empezó a reunir libros y
fondos para este y otros colegios; trabajaba en ello por las noches y los fines
de semana mientras se ocupaba de su trabajo diario, enormemente exigente. Por
último, dejó Microsoft por su verdadera vocación: Room to Read, una
organización sin fines lucrativos cuyo objetivo es extender la alfabetización a
los países pobres. Varios de sus colegas de Microsoft pensaron que había
perdido el juicio. En una entrevista, Wood lo explicaba así: «Para muchos de
ellos era incomprensible. Cuando se enteraron de que dejaba aquello para hacer
cosas como entregar libros cargados sobre los lomos de los burros, pensaron que
estaba loco». Room to Read no solo ha transformado a Wood, sino a miles y miles
de personas. Esta organización sin ánimo de lucro ha creado más de cinco mil
bibliotecas en seis países y tiene el proyecto de expandirse hasta alcanzar las
diez mil bibliotecas en quince países en 2010.
Más allá del tiempo libre
Hay una importante diferencia
entre tiempo libre y entretenimiento. En un sentido general, ambos conceptos
indican procesos de regeneración física o mental. Pero tienen connotaciones
distintas. Generalmente se piensa en el tiempo libre como aquello opuesto al
trabajo. Sugiere algo pasivo, que no requiere esfuerzo. Tendemos a pensar en el
trabajo como algo que nos quita energía. El tiempo libre es lo que tenemos para
volver a acumularla.
El tiempo libre ofrece un
respiro, un receso pasivo de los desafíos del día, una oportunidad de descansar
y recargarnos. El entretenimiento conlleva un tono más activo: recrearnos
literalmente a nosotros mismos. Sugiere actividades que requieren de un
esfuerzo físico o mental pero que incrementan nuestra energía en vez de
agotarla. Yo asocio el Elemento mucho más con el entretenimiento que con el
tiempo libre.
Suzanne Peterson es directora
gerente de una firma de preparadores y profesora de gestión empresarial en el
Centro para un Liderazgo Responsable en la Escuela de Dirección y Liderazgo
Global de la Universidad estatal de Arizona- Es, también, una bailarina de
campeonato, ganadora dos veces del Holiday Dance Classic en Las Vegas y del
campeonato latino Hodanta US Open Pro-Am en 2007, entre otros.
Suzanne tomó algunas clases de
baile cuando era adolescente, pero nunca lo consideró seriamente como una
posible salida profesional. Suzanne sabía que quería ser ejecutiva desde que
estaba en la escuela secundaria: «No crecí sabiendo exactamente a qué quería
dedicarme, pero sabía que quería llevar trajes de chaqueta, hablar a grandes
grupos de gente, conseguir que me escuchasen y tener un alto cargo. Por alguna
razón, siempre me sentí capaz de llevar trajes de chaqueta. Y me gustaba la
idea de presentarme ante grupos de gente y tener algo importante que decir.
Cuando era joven, el baile no era una pasión, era algo que hacía porque ¿qué
otra cosa hacen las chicas por afición si no quieren jugar al fútbol ni al
béisbol?».
Su redescubrimiento del baile y
la intensa emoción que le acompañó llegó casi de forma accidental: «Solo estaba
buscando un hobby y mi éxito y motivación acabaron sacando lo mejor de mí.
Tenía unos veintiséis años y estaba en la escuela de posgrado. En ese momento,
la salsa y el swing se estaban poniendo de moda, así que simplemente iba al
estudio de baile y observaba. Imitaba lo que hacían los profesores. Lenta pero
segura, empecé a tomar clases en grupo y luego algunas particulares. Lo
siguiente que sé es que ahora ocupa una parte enorme de mi vida. Así que en
realidad no fue una progresión basada en la creencia de que tuviese el talento
necesario y, en cierto modo, el nivel de habilidad básico para ello. Pero a lo
mejor mi lado académico me permitió estudiarlo y concentrarme en él como hacía
con cualquier otro tema.
Y lo estudiaba literalmente como
cualquier otra ciencia académica. Con una visualización enorme. Me sentaba en
los aviones y me imaginaba participando en todos los bailes. Así que cuando no
podía ensayar físicamente, lo hacía mentalmente. Podía sentir la música. Podía
sentir las emociones. Podía ver las expresiones faciales. Y al día siguiente
llegaba al estudio de baile y lo hacía mejor. Y mi pareja de baile decía:
“¿Cómo has mejorado tanto de un día para otro? ¿No estabas volando a
Filadelfia?”, y yo contestaba: “Oh, ensayé en el avión”. Y literalmente llegaba
a practicar hasta dos horas ininterrumpidas en mi cabeza.
«Afronté el baile como afronto mi
carrera profesional: das el 110 por ciento de ti misma y te sientes fuerte y
poderosa. Y me di cuenta de que cuando haces eso en el baile es demasiado.
Pierdes tu feminidad y de repente te ves reflejada en la cara de todo el mundo.
El lado empresarial es poder y confianza y todas esas cosas. Y el baile es vulnerabilidad
y sensualidad, todo suave. Voy del uno al otro y los disfruto por igual».
De hecho, Suzanne parece haber
encontrado su Elemento de múltiples formas. Le encanta su profesión, y le
encanta lo que hace como entretenimiento: «Si realmente estoy enseñando algo
sobre liderazgo que me apasione, tengo exactamente la misma sensación, solo que
es una emoción distinta. Quiero decir que me siento segura y poderosa, muy
conectada con la audiencia, y quiero marcar la diferencia. Y luego, en el
baile, me siento más vulnerable, un poco menos segura. Pero ambos son escapes
en diferentes sentidos y siento que me sumerjo totalmente en ellos y que me emocionan
profundamente».
Sin embargo, su vida ha ganado
sentido porque ha escogido una ocupación recreativa con la que no solo se entretiene,
sino que se siente realizada: «Me ha enseñado más sobre comunicación de lo que
nunca aprendí estudiando la materia. Te das cuenta del efecto que tienes sobre
otra persona. Si estás de mal humor, esa persona lo sabe solo con tocarte la
mano. De la misma forma, puedo sentir en mi cabeza la perfecta conexión que se
da en una asociación, la perfecta comunicación. Me siento muy feliz. Es una
experiencia fluida. Me refiero a que es una completa liberación. No pienso en
nada. No pienso ni en las cosas buenas de mi vida, ni en las malas. La verdad, no
me distraería ni una ráfaga de ametralladora. Es realmente asombroso».
La hermana de Suzanne, Andrea
Hanna, trabaja en Los Ángeles como secretaria ejecutiva. Al igual que Suzanne,
ha encontrado una ocupación fuera de su trabajo que añade dimensión a su vida.
«Antes de mi último año en el
instituto no me gustaba escribir —me contó—. Mi profesora de inglés nos pidió
que escribiésemos un ensayo convincente de ingreso a la universidad sobre lo
que quisiéramos. Como me sucedía con la mayoría de los deberes escolares, me
aterrorizaba la idea de sentarme a escribir un ensayo de cinco párrafos que
simplemente iba a acabar cubierto de bolígrafo rojo. Aun así, finalmente me
senté y escribí acerca de lo poco preparada que me sentía para comenzar la universidad,
pero de lo emocionada que estaba de empezar un nuevo período en mi vida. Era el
primer ensayo que escribía para el colegio con sentido del humor. También se
trataba del primer ensayo en el que podía escribir acerca de algo en lo que era
una experta: sobre mí misma. Para mi sorpresa, a mi profesora le encantó y lo
leyó en clase. También lo inscribió en un concurso de escritura. Gané el primer
premio y me pidieron que lo leyera delante de un gran grupo de escritoras
profesionales. ¡Incluso publicaron mi fotografía en el periódico! Fue muy
emocionante y me dio más confianza en mí misma al entrar en la universidad.
Siempre me han dicho que tengo
una voz de escritora muy potente. La gente siempre me dice: “Puedo oírte
mientras te leo”. En la universidad empecé a enviar a mis amigos el ocasional
e-mail cómico que resumía nuestros fines de semana. Convertía a cada uno de mis
amigos en un personaje y adornaba la historia lo justo para provocar las risas
que quería. Mis e- mails comenzaron a circular entre grupos de amigos y al poco
tiempo acabé recibiendo la respuesta de alguien a quien no conocía diciéndome
lo bueno que era lo que yo escribía. Sentaba muy bien ser tan buena en algo que
yo hacía de forma tan natural.
El verano entre mi segundo y
tercer año de universidad conseguí trabajo como recepcionista en una emisora de
radio. Al cabo de un mes comencé a escribir espacios publicitarios divertidos
para la emisora. Al jefe de la emisora le encantaron mis ideas y las sacó al
aire. Todos mis amigos sintonizaban la emisora para escuchar mis anuncios
cómicos, muchos de los cuales protagonizaba yo misma. Sentaba muy bien oír mi
trabajo producido y provocar la reacción que yo había buscado conseguir.
A medida que se reconocía mi
trabajo, comencé a darme cuenta de que tenía talento para algo que quizá podría
llegar a ser una carrera profesional. Entré en la industria del entretenimiento
nada más acabar la universidad. Tuve varios empleos en los que trabajaba para
guionistas de televisión y productores de cine, aprendiendo los trucos del oficio.
Tras años de llevar cafés y de lavar los coches de los ejecutivos, comprendí
que muchos de estos “trabajos ideales” eran algunos de los menos creativos. En
cierto momento soñé con llegar a ser guionista de Saturday Night Live, pero
para mí los plazos límites semanales y los ambientes con un alto grado de
estrés le quitaban todo el disfrute. Comencé a pensar: ¿por qué un sueldo
confirma mi talento? Al fin y al cabo, simplemente me encanta hacer reír a la
gente y si uno de mis sketches, relatos o emails divertidos hace que alguien se
monde de risa, bueno, eso es más que suficiente para mí. Comencé a ser mucho
más feliz cuando llegué a esta conclusión.
«Cuando pienso en ello, creo que
la principal razón por la que disfruto escribiendo comedia es porque al hacerlo
me siento ocurrente e inteligente. Me pasé muchos años sintiéndome una tonta
debido a que nunca sobresalí en el colegio. Escribir me da confianza y me hace
sentir que crezco como persona.»
El objetivo de este tipo de
esparcimiento es llevar un equilibrio adecuado a nuestra vida: un equilibrio
entre ganarse la vida y vivir la vida. Tanto si podemos pasar la mayor parte de
nuestro tiempo en nuestro Elemento como si no, es esencial para nuestro
bienestar que conectemos de algún modo y en algún momento con nuestras
verdaderas pasiones. Cada vez es más la gente que lo hace a través de redes,
clubes y festivales, formales e informales, para compartir y celebrar los
intereses creativos que tienen en
común. Estos incluyen coros, festivales de teatro, clubes de ciencia y
campamentos de música. La felicidad personal procede tanto de la realización emocional
y espiritual que esto pueda conllevar como de las necesidades materiales que
podamos satisfacer con el trabajo.
El estudio científico de la
felicidad es un campo relativamente nuevo. En cierto modo comenzó con un falso
arranque con Abraham Maslow, hace seis décadas, cuando apuntó que pasamos
demasiado tiempo intentando entender la psicología de nuestros rasgos positivos
en vez de centrarnos exclusivamente en lo que nos hace estar mentalmente
enfermos. Por desgracia, a la mayoría de sus contemporáneos les inspiraron poco
sus palabras. Sin embargo, el concepto adquirió mucha fuerza cuando Martin
Seligman se convirtió en presidente de la American Psychological Association y,
acuñando el término psicología positiva, anunció que el objetivo de su mandato
de un año de duración era promover la investigación sobre lo que hacía que los
seres humanos llegaran a alcanzar el éxito. Desde entonces, los científicos han
dirigido docenas de estudios sobre la felicidad. El doctor Michael Fordyce, en
su libro Human Happiness, escribió: «Las personas felices parecen divertirse
mucho más que lo que jamás nos divertiremos el resto de nosotros. Disfrutan de
muchas más actividades que hacen por diversión, y pasan mucho más tiempo, de un
determinado día o semana, haciendo actividades divertidas, emocionantes y
agradables».
Descubrir el Elemento no te
asegura que te hagas rico. Es posible que en realidad ocurra todo lo contrario,
ya que explorar tus pasiones puede llevarte a dejar atrás esa carrera
profesional como intermediario de inversiones para hacer realidad tu sueño de
abrir una pizzería. Tampoco promete hacerte más famoso, más popular, ni
siquiera que tu familia te valore más. Estar en el Elemento, incluso durante
una parte del tiempo, puede aportar nueva riqueza y equilibrio a la vida de
cualquiera.
El Elemento consiste en una
concepción más dinámica y orgánica de la existencia humana, en la que las
diferentes partes de nuestra vida no se ven como si estuviesen cerradas
herméticamente, la una separada de la otra, sino interactuando e influyéndose
entre sí. Estar en nuestro Elemento en cualquier momento de nuestra vida puede
transformar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Tanto si lo hacemos a
tiempo completo o parcial, puede tener un efecto en toda nuestra vida y en la
de aquellos que nos rodean.
El novelista ruso Aleksandr
Solzhenitsyn lo vio con claridad: «Si quieres cambiar el mundo, ¿por quién
empiezas? ¿Por ti, o por los demás? Creo que si empezamos por nosotros mismos y
hacemos las cosas que necesitamos hacer y llegamos a ser la mejor persona que
podamos llegar a ser, tenemos más oportunidades de cambiar el mundo para bien».
Conseguir el objetivoII
A muchas de las personas que
hemos conocido en este libro no les fue demasiado bien en el colegio, o como
mínimo no estaban a gusto allí. Desde luego, a mucha gente le va bien en la
escuela y le encanta lo que esta le ofrece. Pero demasiadas personas se gradúan
o la dejan pronto sin estar seguras de cuáles son sus verdaderos talentos y sin
saber qué dirección deben tomar a continuación. Hay demasiada gente que siente
que en los colegios no valoran aquello en lo que son buenos.
Demasiadas personas creen que no
son buenas en nada.
A veces, dejar el colegio es lo
mejor que le puede pasar a una mente privilegiada. Sir Richard Branson nació en
Inglaterra en 1950. Fue al colegio Stowe, donde era muy popular, hacía amigos
con facilidad y destacaba en deporte. De hecho, era tan bueno que se convirtió
en el capitán del equipo de fútbol y de criquet. También mostró un temprano
olfato para los negocios. Cuando tenía quince años ya había puesto en marcha
dos empresas: una vendiendo árboles de Navidad y la otra vendiendo periquitos
australianos. Ninguna de las dos tuvo un éxito especial, pero sin duda Richard
estaba capacitado para este tipo de cosas.
Con lo que no parecía tener mucha
afinidad era con el colegio. No sacaba buenas notas, y no le gustaba nada
asistir a clase, intentó salir airoso, pero simplemente el instituto y él no
eran compatibles. A los dieciséis años decidió que había tenido suficiente y lo
dejó para siempre.
La experiencia de Richard en el
instituto desconcertaba a sus profesores. Estaba claro que era inteligente,
trabajador, agradable y capaz de utilizar bien la cabeza, pero estaba igual de
claro que no tenía ningunas ganas de avenirse a las normas de la escuela.
Cuando el director de su instituto se enteró de que Richard iba a dejarlo dijo:
«Cuando tenga veintiún años, Richard estará en la cárcel o será millonario, y
no tengo ni la más remota idea de si pasará una cosa o la otra».
En el mundo real, Richard tuvo
que encontrar algo que hacer con su vida. El deporte no era una opción; no
estaba lo suficientemente cualificado para ser un deportista profesional. Sin
embargo, había otra cosa que le apasionaba como mínimo tanto, y tenía el fuerte
presentimiento de que era algo que se le daba muy bien: llegaría a ser
empresario.
Richard Branson comenzó pronto su
primera verdadera empresa, una revista llamada Student. A esta le siguió en
1970 una empresa de venta de discos por correo que a la larga se convirtió en
una cadena de tiendas de música; puede que las conozcas como Virgin Megastores.
Esta fue la primera de sus empresas con el nombre Virgin. Y desde luego no fue
la última. Poco después de poner en marcha las tiendas, creó Virgin Records.
Luego, en 1980, emprendió un nuevo negocio con Virgin Atlantic Airways; comenzó
la línea aérea sin realizar prácticamente ningún desembolso económico y con un
747 que alquilaba a Boeing.
Hoy día su imperio también
incluye Virgin Cola, Virgin Trains, Virgin Fuel y una de sus aventuras más
ambiciosas: Virgin Galactic, la primera tentativa comercial de enviar personas
al espacio. Su decisión de abandonar el instituto y hacerse empresario fue
acertada. Y la profecía del director de su colegio se cumplió: a los veintiún
años, Branson era millonario.
Con el tiempo, Branson supo que
una de las razones por las que no le fue bien en la escuela fue que tenía
dislexia. Entre otras cosas, esta le causaba serios problemas para entender las
matemáticas. Incluso hoy día, a pesar de los miles de millones que mueve,
todavía se pierde ante una hoja de pérdidas y beneficios. Durante mucho tiempo,
ni siquiera pudo entender la diferencia entre ingresos netos y brutos. Un día,
presa de la desesperación, su director financiero se lo llevó aparte después de
un consejo de administración de Virgin y le dijo; «Richard, piénsalo de esta
forma: si vas a pescar y lanzas una red al mar, todo lo que cojas en la red es
tuyo. Ese es tu beneficio neto. Todo lo demás es bruto».
«¡Por fin he entendido la
diferencia!», dijo Richard.
Su espíritu extravagante, su
capacidad empresarial y su enorme éxito en tantos campos le valió el título de
sir en 1999. Nada de todo esto parecía ni remotamente posible cuando se
esforzaba por sacar aprobados en el colegio. Pero quizá debería haberlo sido.
«El hecho es —me contó— que todos
los grandes empresarios de mi generación tuvieron que esforzarse de verdad en
el colegio y estaban deseando dejarlo y hacer algo con su vida.»
A Paul McCartney el colegio no le
parecía tan poco interesante como a Richard Branson. En realidad, Paul
consideró seriamente la posibilidad de hacerse profesor hasta que en lugar de
eso decidió convertirse en Beatle. Aun así, una de las asignaturas que siempre
le dejó indiferente fue la música: «No me gustaba la música en el colegio
porque en realidad no nos enseñaban nada. En clase éramos trece adolescentes de
Liverpool. El profesor de música entraba, ponía un viejo LP de música clásica
en aquel plato giratorio antiguo y se marchaba. Pasaba el resto de la clase en
la sala de reuniones fumando un cigarrillo. Así que en cuanto se marchaba,
apagábamos el gramófono y colocábamos a un chico en la puerta. Sacábamos las
cartas y los cigarrillos y nos pasábamos la clase jugando a las cartas. Era
estupendo. Para nosotros las clases de música eran las clases en las que
jugábamos a las cartas. Cuando el profesor estaba a punto de volver, poníamos
de nuevo el disco, casi al final de todo. Nos preguntaba qué nos había
parecido, y decíamos: “¡Ha sido genial, señor!”. De verdad que no tengo ningún otro
recuerdo de las clases de música en el colegio.
De veras. Eso era todo lo que
hacíamos.
«El profesor de música fracasó
por completo a la hora de enseñarnos algo sobre música. Me refiero a que en sus
clases tenía a George Harrison y a Paul McCartney y no consiguió que nos
interesáramos por la música. Tanto George como yo acabamos el colegio sin que
nadie pensara nunca que tuviésemos ningún tipo de talento para la música. Por
aquel entonces la única forma de demostrarlo era formar parte de algún pequeño
grupo musical o algo así. A veces la gente sacaba las guitarras al final del
trimestre. John formó parte de uno de esos grupos en su colegio. Pero por lo
demás nadie se fijaba en si te interesaba la música. Y nadie nos enseñó nada
sobre ella».
Encontrar nuestro Elemento es
fundamental para nosotros como individuos y para el bienestar de nuestra
comunidad. La educación tendría que ser uno de los procesos principales que nos
llevara hasta el Elemento. Sin embargo, con demasiada frecuencia sirve para lo
contrario. Y este es un asunto que nos afecta seriamente. En muchos sistemas
educativos, los problemas se están agravando. ¿Qué podemos hacer?
Esa cosa menospreciada
Recibo muchísimos e-mails de
estudiantes de todo el mundo. El siguiente pertenece a un estudiante de
diecisiete años de New Jersey que vio la conferencia que di en la TED
ConferenceII en 2006 (TED son las siglas de Tecnología, Entretenimiento y
Diseño):
Aquí estoy, sentado en silencio
en mí habitación, incapaz de dormir. Son las seis de la mañana y se supone que
me encuentro en la época de mi vida que tiene que transformarme para siempre.
En unas semanas me habré graduado y la universidad parece ser el mayor tema de
mi vida ahora mismo... y lo odio. No es que no quiera ir a ia universidad, es
solo que acaricio la idea de hacer otras cosas que no repriman mis ideas.
Estaba muy seguro de lo que quería hacer y a lo que quería dedicar todo mi
tiempo, pero parece ser que, según todos los que me rodean, para tener éxito en
la vida es fundamental sacarse un doctorado o conseguir un trabajo aburrido. A
mí no me parece buena idea dedicar todo tu tiempo a algo aburrido o carente de
sentido. Esta es la única oportunidad de mi vida... Esta es la única vida que
voy a tener, y si no tomo una decisión drástica, nunca tendré posibilidad de
hacerlo. Odio que mis padres, o sus amigos, me miren de forma rara cuando les
digo que quiero hacer algo totalmente distinto al trillado trabajo relacionado
con la medicina o los negocios.
Por casualidad, encontré un vídeo
en el que salía un tipo hablando acerca de ideas que hace tiempo me rondan por
la cabeza y me puse totalmente eufórico... Si en el futuro todo el mundo
quisiera ser farmacéutico, tal vez trabajar en el campo de la medicina no se considerará
una profesión tan prestigiosa. No quiero dinero, no quiero tener un coche
asquerosamente «caro». Quiero hacer algo significativo con mi vida, pero raras
veces consigo el apoyo de nadie. Solo quiero decirle que ha hecho que vuelva a
creer que mis sueños pueden hacerse realidad. Como pintor, dibujante, compositor,
escultor o escritor, le doy las gracias de verdad por darme esperanzas. Mi
profesor de arte siempre se queda mirándome cuando hago algo diferente. Una vez
derramé el agua donde se limpian los pinceles por encima de un cuadro del que
mi profesor había dicho que estaba «completo y listo para ser evaluado». ¡Madre
mía!, cómo le hubiera gustado ver la cara que puso. Está claro que en el
colegio te ponen límites, y yo lo que quiero es liberarme y plasmar las ideas
que se me ocurren a las tres de la mañana. Odio dibujar simples zapatos viejos
o árboles y no me gusta la idea de obtener una licenciatura en arte. ¿Desde
cuándo se tiene que «evaluar» el arte? Me apuesto algo a que, si Pablo Picasso
hubiese entregado una de sus obras a su vieja profesora de arte, esta habría
puesto el grito en el cielo y le habría suspendido. Le pregunté a mi profesor
si podía incorporar la escultura al lienzo, entrelazarlos y hacer que mi
escultura diera la impresión de que la pintura estaba viva y acercándose poco a
poco al espectador... ¡Su respuesta fue que no estaba permitido! Voy a hacer un
AP Art Studio durante mi último año y ¿me dicen que no puedo hacer arte
tridimensional? ¡Es de locos! Necesitamos que personas como usted vengan a New
Jersey y den un par de conferencias acerca de esa cosa menospreciada llamada
creatividad.
Me duele que cada vez que digo
que quiero ser artista, lo único que recibo a cambio sean risas o caras serias.
¿Por qué uno no puede hacer aquello que le apasiona? ¿Acaso la felicidad está
en una mansión, una televisión de pantalla gigante, mirar pasar rollos de papel
llenos de números mientras te encoges de miedo cuando S&P baja un punto?...
Este mundo se ha vuelto un lugar superpoblado, temible y competitivo. Gracias
por los diecinueve minutos y veintinueve segundos de pura verdad. ¡Gracias de
corazón!
Este estudiante clama contra dos
cosas que la mayoría de las personas descubren con el tiempo en su educación: una
es la jerarquía de disciplinas en los colegios, de la que hablamos en el primer
capítulo; la otra es que la conformidad tiene mayor valor que la diversidad.
Conformidad o creatividad
La educación pública ejerce una
presión implacable sobre sus alumnos para que se conformen. Las escuelas
públicas no se crearon solo en interés del industrialismo: se crearon a imagen
del industrialismo. En muchos sentidos, se las diseñó para respaldar a la
cultura de fábrica, y es lo que reflejan. Esto es particularmente cierto en los
centros de enseñanza secundaria, donde los sistemas escolares basan la
educación sobre los principios de una cadena de montaje y la eficiente división
del trabajo. Las escuelas dividen el plan de estudios en segmentos
especializados: algunos profesores instalan matemáticas en los estudiantes, y
otros instalan historia. Organizan el día entre unidades estándares de tiempo
delimitadas por el sonido de los timbres: muy parecido al anuncio del principio
de la jornada laboral y del final de los descansos de una fábrica. A los
estudiantes se los educa por grupos, según la edad, como si lo más importante
que tuviesen en común fuese su fecha de fabricación. Se los somete a exámenes
estandarizados y se los compara entre sí antes de mandarlos al mercado. Soy
consciente de que esta no es una analogía exacta y de que pasa por alto muchas
de las sutilezas del sistema educativo, pero se acerca bastante.
Este sistema ha tenido muchas
ventajas y muchos éxitos. Ha funcionado bien para muchas personas cuyo
verdadero punto fuerte es el trabajo académico convencional, y la mayoría de
las personas que pasan trece años de su vida en la educación pública saben cómo
mínimo leer y escribir, y son capaces de dar el cambio de un billete de veinte.
Pero el porcentaje de personas que no terminan sus estudios, sobre todo en
Estados Unidos, es extraordinariamente alto, y el nivel de descontento entre
los estudiantes, los profesores y los padres es aún más elevado. Cada vez más,
la estructura y el carácter de la industria educativa chirrían bajo la tensión
del siglo XXI. Un fuerte síntoma del problema es el valor a la baja de los
títulos universitarios.
Cuando era estudiante, los de mi
edad y yo escuchábamos constantemente la historia de que si trabajábamos duro y
lo hacíamos bien —y, por supuesto, si íbamos a la universidad y obteníamos un
título— tendríamos un trabajo seguro de por vida. Por aquel entonces, la idea
de que una persona que tuviera un título universitario no conseguiría un
trabajo era absurda. Si una persona con estudios universitarios no tenía
trabajo era porque no quería.
Cuando acabé la universidad en
1972, no quería tener un trabajo. Había ido al colegio desde los cinco años y
deseaba darme un respiro. Quería encontrarme a mí mismo, por lo que decidí ir a
la India; pensé que tal vez yo estaba allí. Resultó que no fui a la India. Solo
llegué hasta Londres, donde hay un montón de restaurantes indios. Pero nunca
dudé de que en cuanto quisiera tener un trabajo, lo conseguiría.
Hoy día esto no es así. Los
estudiantes ya no tienen un trabajo garantizado cuando acaban la universidad
dentro del campo para el que están capacitados. Muchos estudiantes licenciados
en las mejores universidades se encuentran haciendo trabajos relativamente no
cualificados o volviendo a casa para lograr descifrar cuál es el siguiente paso
que deben dar. De hecho, en enero de 2004 el número de licenciados
universitarios estadounidenses sin empleo superaba el número de los parados que
no habían completado sus estudios. Es difícil creer que esto sea posible, pero
lo es.
Los problemas para los
licenciados universitarios se dan en muchos lugares del mundo. Un informe de la
Asociación de Reclutadores de Jóvenes Graduados del Reino Unido observaba que
en 2003 había un 3,4 por ciento menos de puestos de trabajo para universitarios
que el año anterior. Una media de cuarenta y dos personas solicitaba cada una
de las vacantes, frente a las treinta y siete del año anterior, lo que
significa que la pelea por un buen trabajo es cada vez más desesperada, incluso
si se tiene una preparación de alto nivel. China, que presume de tener la
economía que más rápido crece del mundo, se ha encontrado con que muchísimos de
sus licenciados (se estima que el 30 por ciento de los más de tres millones que
se licencian todos los años) no tienen trabajo. ¿Qué pasará cuando comience la
desaceleración de su economía?
Sin embargo, todavía es cierto
que a cualquiera que entre en el mercado laboral le irá mejor si tiene un
título universitario que si no lo tiene. Un informe reciente de la Oficina del
Censo de Estados Unidos indica que los licenciados pueden esperar ganar
aproximadamente un millón de dólares más a lo largo de toda su vida que las
personas que solo cuentan con la titulación secundaria. Y aquellas que poseen
títulos profesionales pueden llegar a ganar tres millones más.
Pero el hecho es que ahora un
título universitario no tiene el mismo valor que tuvo antaño. Antiguamente un
título universitario era un pasaporte para encontrar un buen trabajo. Hoy día,
en el mejor de los casos, es un visado. Solo te proporciona una permanencia
provisional en el mercado de trabajo. Esto no se debe a que la calidad de los
títulos universitarios sea inferior que antes. Eso es muy difícil de medir,
sobre todo porque ahora hay muchas más personas que tienen una licenciatura. En
la época industrial, la mayoría de la gente hacía trabajos manuales; solo una
minoría iba a la universidad y descubrió que sus títulos académicos eran como
el billete dorado de Willy Wonka en el filme Charly y la fábrica de chocolate.
En el presente, cuando hay tantas personas con título universitario, una
carrera de cuatro años se parece más al papel brillante que envuelve las
tabletas de chocolate.
¿Por qué ahora hay muchos más graduados
universitarios? La primera razón es que, por lo menos en el mundo desarrollado,
las nuevas economías del siglo XXI se guían cada vez más por las innovaciones
en las tecnologías digitales y en los sistemas de información. Dependen menos
del trabajo manual y más y más de lo que mi tío solía llamar «trabajo de
cabeza». Así que una educación de alto nivel es fundamental para cada vez más
personas.
La segunda razón es simplemente
que en el mundo hay más gente ahora que antes. La población mundial, tal como
apunté anteriormente, se ha duplicado en los últimos treinta años de tres a
seis mil millones de personas, y es probable que alcance los nueve mil millones
para la mitad del siglo XXI. Juntando estos factores, algunas estimaciones
señalan que en los próximos treinta años habrá más personas que se licencien en
la universidad que el número total de licenciados desde el comienzo de la
historia.
Según la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en la década que va de 1995 a
2005, el porcentaje de licenciados en los países más poderosos económicamente
creció el 12 por ciento. Más del 80 por ciento de los jóvenes australianos se
licencian en la universidad actualmente, y casi el mismo porcentaje se registra
en Noruega. Más del 60 por ciento de los estudiantes estadounidenses obtienen
un título universitario. En China, más del 17 por ciento de los estudiantes en
edad universitaria van a la universidad, y este porcentaje está aumentando
rápidamente. Hace poco tiempo estaba cerca del 4 por ciento.
Una de las consecuencias de este
enorme crecimiento en la enseñanza superior es que la competencia para entrar
en muchas universidades — incluso en las que no son de primera fila— es cada
vez más intensa. Esta presión está llevando a la creación de una nueva
profesión de orientadores comerciales y de cursos preparatorios para la
universidad repletos de gente. Esto es especialmente cierto en Japón, donde
existen las escuelas preparatorias por todo el país. En realidad, hay cadenas
de ellas. En estos cursos se enseña a los preescolares, a veces de incluso un
año de edad, a prepararse para los exámenes de acceso a prestigiosos colegios
de primaria (el primer paso necesario para conseguir un puesto en una
universidad japonesa de alto nivel). En ellas, los niños hacen ejercicios de
literatura, gramática, matemáticas y de una amplia variedad de otras materias
para obtener cierta ventaja en la «competición». ¡Basta de recreo y de trabajos
manuales! Está comúnmente aceptado que el futuro de un potencial ejecutivo
japonés se ha determinado en gran parte cuando entra en primero.
En Estados Unidos y en otras
partes del mundo sucede lo mismo. En ciudades como Los Ángeles y Nueva York hay
una encarnizada competición para obtener plaza en determinados jardines de
infancia. Se entrevista a los niños a los tres años de edad para ver si son un
material adecuado. Doy por hecho que serios grupos de expertos examinan
rápidamente los currículums de estos niños, y evalúan sus logros: «¿Quieres
decir que esto es todo? Hace treinta y seis meses que rondas por aquí y ¿esto
es todo lo que has hecho? Se diría que te has pasado los seis primeros meses
sin hacer nada, excepto estar tumbado y gorjear».
En todo el mundo existen escuelas
preparatorias. En Inglaterra, estas se centran en conseguir que los niños pasen
los exámenes de acceso a la universidad, como los cursos de preparación para el
SAT en Estados Unidos. En la India las escuelas preparatorias, conocidas como
seminarios, ayudan a los estudiantes a pasar competitivos tests. En Turquía, el
sistema dershane empuja a sus alumnos a llegar lejos con extensos programas que
los estudiantes tienen que seguir los fines de semana y después del colegio
durante la semana.
Es difícil creer que un sistema
educativo que ejerza este tipo de presión en los niños beneficie a nadie: ni a
los niños ni a la sociedad. La mayoría de los países están haciendo grandes
esfuerzos para reformar la educación. Desde mi punto de vista, enfocan las
cosas exactamente desde el punto de vista equivocado.
Reformar la educación
Casi todos los sistemas
educativos públicos de la Tierra están en proceso de reforma: en Asia, América,
Europa, África y Oriente Próximo. Hay dos razones principales. La primera es
económica. Todas las regiones del mundo están enfrentándose al mismo desafío
económico: cómo educar a su población para que encuentre trabajo y cree riqueza
en un mundo que está cambiando más rápido que nunca. La segunda razón es
cultural. Las sociedades de todo el mundo quieren aprovecharse de la globalización,
pero no quieren perder su identidad en el proceso. Por ejemplo, Francia quiere
seguir siendo francesa, y Japón, japonesa. Las identidades culturales siempre
están evolucionando, pero la educación es una de las vías por las que las
comunidades intentan controlar la velocidad del cambio. Por eso siempre hay
semejante interés en el contenido de los planes educativos.
El error que cometen muchos
políticos es creer que la mejor manera de afrontar el futuro de la educación es
mejorar lo que se hizo en el pasado. Hay tres sistemas principales en la
educación: el plan de estudios, que es lo que el sistema escolar espera que el
alumno aprenda; la pedagogía, el proceso mediante el cual el sistema ayuda a
los estudiantes a hacerlo, y la evaluación, el proceso de medir lo bien que lo
están haciendo. La mayoría de los movimientos de reforma seII centra en el plan
de estudios y en la evaluación.
Normalmente, los políticos
intentan controlar el plan de estudios y especificar exactamente lo que los
estudiantes tienen que aprender. Al hacerlo, tienden a consolidar la vieja
jerarquía de las asignaturas, poniendo gran énfasis en las disciplinas que
están en lo alto de la jerarquía existente (la vuelta a los orígenes de la que
hablamos antes). En la práctica, esto quiere decir que empujan a otras
disciplinas —y a los estudiantes que sobresalen en ellas— aún más allá de los
márgenes educativos. Por ejemplo, en Estados Unidos más del 70 por ciento de
las escuelas han recortado o eliminado el programa en arte a raíz del programa
No Dejar Atrás a Ningún Niño.
A continuación, ponen gran
énfasis en la evaluación. Esto no es algo malo en sí mismo. El problema es el
método utilizado. Normalmente, los movimientos de reforma educativa se atienen
cada vez más a los tests estandarizados. Uno de los efectos principales es que
se pone freno a la innovación y a la creatividad en la educación, las mismas
cosas que hacen que los colegios y los estudiantes prosperen. Varios estudios
muestran el impacto negativo sobre la moral de los alumnos y de los profesores
de los ilimitados exámenes estandarizados. También hay montones de pruebas
anecdóticas.
Hace poco un amigo me contó que
su hija de ocho años comentó en octubre que su maestra «no les había enseñado
nada» desde el comienzo del curso escolar. La niña dijo esto porque su colegio
insistía en que el profesor se centrara en la preparación del próximo examen
estandarizado a nivel estatal. A la hija de mi amigo le parecía aburrido el
repaso interminable para la realización de esos exámenes, y hubiese preferido
que en vez de eso su maestra «enseñara». Curiosamente, cuando mi amigo y su
mujer tuvieron el encuentro semestral con la profesora, esta se quejó
amargamente de que tenía que pasar mucho menos tiempo del que deseaba con un
programa de lectura que le encantaba porque la administración del colegio le
obligaba a preparar a sus alumnos para los exámenes de la circunscripción que
tienen que hacerse todos los trimestres. La creatividad de los buenos profesores
queda así suprimida.
Tercero, los políticos penalizan
a los colegios que tienen «deficiencias». En el caso de No Dejar Atrás a Ningún
Niño, los colegios que fracasan a la hora de cumplir las líneas directrices
durante cinco años seguidos, sin tener en cuenta por ejemplo las circunstancias
socioeconómicas, se enfrentan al cese de los profesores y directores, al cierre
de las escuelas y a la toma de posesión de los centros por parte de
organizaciones privadas o del Estado. Estas escuelas ponen el máximo empeño en
ajustarse a la jerarquía y a la cultura de estandarización, el miedo las
abstiene a realizar prácticamente ningún esfuerzo en favor de la creatividad o
de la adaptación a las necesidades y habilidades específicas de sus alumnos.
Permitidme que hable con
claridad. No es que esté en contra de las pruebas estandarizadas. Si decido
hacerme un reconocimiento médico, quiero que me hagan algunas pruebas
estandarizadas. Quiero saber cuáles son mis niveles de azúcar y de colesterol
comparados con los de los demás. Quiero que mi médico utilice una prueba
estándar y una escala estándar, y no alguna que se le haya ocurrido en el coche
de camino al trabajo. Pero las pruebas en sí mismas solo son útiles como parte
de un diagnóstico. El médico tiene que saber qué hacer con los resultados en mi
caso particular, y decirme qué debo hacer según mi fisiología específica.
En la educación pasa lo mismo.
Los exámenes estandarizados, si se utilizan correctamente, pueden proporcionar
información fundamental para mantener y mejorar la educación. El problema se
origina cuando estas pruebas se convierten en algo más que una simple
herramienta educativa y se vuelven el centro de la educación.
Cualesquiera que sean las
repercusiones en la educación, las pruebas estandarizadas son actualmente un
gran negocio. El motivo de la creciente confianza en los exámenes
estandarizados es que estos reportan cuantiosos beneficios. Según la Government
Accounting Office (GAO), en Estados Unidos cada estado se iba a gastar entre mil
novecientos y cinco mil trescientos millones de dólares entre 2002 y 2008 para
cumplir los exámenes exigidos por el programa No Dejar Atrás a Ningún Niño.
Esta cantidad solo incluye los costes directos. Los costes indirectos podrían
multiplicarla por diez. La mayor parte de ese dinero va a parar a las compañías
privadas de pruebas que crean, administran y califican los exámenes. Las
pruebas estandarizadas han pasado a ser una industria floreciente. Utilizando
las cifras de la GAO, estas compañías de pruebas podrían generar más de cien
mil millones de dólares durante siete años.
Te habrás dado cuenta de que
todavía no he mencionado la enseñanza. La razón es que, por lo general, los
políticos no parecen entender su importancia fundamental a la hora de
incrementar los estándares en la educación. Lo que yo creo firmemente, a partir
de las décadas de trabajo que he realizado en este campo, es que la mejor
manera de mejorar la educación no es centrarse en el plan de estudios ni en la
evaluación, aunque ambos sean importantes. El método más eficaz para mejorar la
educación es invertir en la mejora de la enseñanza y en la situación de los
buenos profesores. No hay ningún colegio en ningún lugar del mundo que no tenga
magníficos profesores trabajando en él. Pero hay un montón de escuelas faltas
de dinero y con las estanterías llenas de planes de estudio y pilas de exámenes
estandarizados.
El hecho es que, dado los
desafíos a los que nos enfrentamos, la educación no necesita que la reformen:
necesita que la transformen. La clave para esta transformación no es
estandarizar la educación sino personalizarla: descubrir los talentos
individuales de cada niño, colocar a los estudiantes en un entorno en el que
quieran aprender y puedan descubrir de forma natural sus verdaderas pasiones.
La clave está en adoptar los principios fundamentales del Elemento. Algunas de
las innovaciones en educación más estimulantes y de mayor éxito en el mundo
ilustran el verdadero poder de este enfoque.
Transformar la educación
Durante la primera parte de mi
trayectoria profesional, trabajé especialmente en el campo del teatro en la
educación. Lo hice porque siempre me impresionó profundamente el poder que
tiene el teatro para fortalecer la imaginación de los niños y estimular un
fuerte sentido de colaboración, autoestima y sensación de comunidad en las
clases y escuelas. Los niños aprenden mejor cuando aprenden el uno del otro y
cuando los profesores aprenden junto a ellos. Como mencioné antes, cuando
conocí a mi mujer y compañera, Terry, estaba enseñando teatro en una escuela
elemental de Knowsley, una zona difícil y de bajos ingresos de la ciudad de
Liverpool. A pesar de todo, el colegio estaba consiguiendo resultados asombros.
Las razones eran sencillas. Primero, el colegio estaba dirigido por un director
motivador que entendía la clase de vida que llevaban los niños. También
entendía los verdaderos procesos mediante los cuales se los podía estimular para
que aprendieran. Segundo, contrató a profesores, como Terry, que sentían
verdadera pasión por sus disciplinas y que estaban dotados de un talento
especial para relacionarse con los niños. Esta es la historia de Terry acerca
de la metodología del colegio: «Creo firmemente que cuando el teatro está
correctamente integrado dentro del pían de estudios, esa actividad puede
transformar la cultura de un colegio. Lo sé por experiencia propia, ya que fui
profesora en una de las zonas más pobres de Liverpool. De hecho, en el colegio
teníamos ropa limpia para que los niños la llevasen mientras estaban en clase.
Se la ponían por la mañana, cuando llegaban al colegio, y se la quitaban cuando
se iban a casa. Descubrimos que, si les dábamos la ropa, al cabo de una semana
estaba en el mismo mal estado que el resto de sus cosas o que desaparecía
misteriosamente.
Algunos de los niños vivían
circunstancias terribles en su casa. Recuerdo que, durante una de las clases de
escritura creativa, una de las niñas escribió una historia en la que hablaba
sobre bebés muertos. Nos llamó la atención la intensidad del relato, y el
colegio contactó con los servicios sociales para que comprobaran qué estaba
pasando en su casa. Descubrieron que el cadáver de su hermana, prematura, se
estaba pudriendo bajo su cama. Teníamos clases atestadas de niños y todo tipo
de problemas sociales imaginables, pero también contábamos con un grupo de
magníficos profesores comprometidos y con un director visionario.
El director creía que debíamos
dar lo mejor de nosotros mismos y que la enseñanza tenía que centrarse en los
niños. Convocó una reunión de profesores para discutir cómo podíamos rediseñar
los días de clase y pidió que cada uno de nosotros hablara acerca de la materia
en la que estábamos especializados y de qué era lo que más nos gustaba enseñar.
Por aquel entonces era común que los niños pasasen todo el día con el mismo
profesor. Tras unos meses de reuniones se nos ocurrió un plan. Por la mañana
impartiríamos lectura, escritura y matemáticas, por la tarde enseñaríamos
nuestra asignatura favorita. Esto quería decir que en el transcurso de una
semana cada profesor daría clases a todo el colegio.
Como profesora de teatro, mi
trabajo consistía en ver los temas que cada grupo estuviese estudiando y darles
vida en el vestíbulo. Otro profesor enseñaría arte; otro, geografía; otro,
historia, y así sucesivamente. Luego escogíamos los temas para cada curso.
Cuando los niños de diez años leyeron la historia de la Revolución francesa,
construyeron una guillotina con la ayuda del profesor de ciencias, y luego montamos
juicios, celebramos ejecuciones, e incluso dijimos algunas palabras en francés.
También “decapitamos” a algunos profesores.
Cuando estudiamos el tema de la
arqueología en los tiempos romanos, representamos versiones adaptadas de Julio
César. Como se sentían cómodos con el procedimiento, cuando era el momento de
llevar a escena las obras del colegio los niños se sentían seguros de sí mismos
y estaban deseando implicarse, actuar, coser los trajes, construir los
decorados, escribir, cantar y bailar. Ansiaban ir a clase. Era tan divertido y
satisfactorio ver cómo los niños desarrollaban habilidades sociales e
interactuaban...
«Utilizaban su imaginación como
no lo habían hecho antes. Niños que nunca habían sobresalido en nada, de
repente comprendieron que podían brillar. Niños que no podían estarse quietos
en la silla ya no tenían por qué hacerlo, y bastantes descubrieron que podían
actuar, entretener, escribir, debatir, ponerse en pie con aplomo y dirigirse a
todo un grupo. La calidad de todo su trabajo mejoró de manera espectacular.
Teníamos mucho apoyo por parte de los padres, y los miembros del consejo
utilizaron el colegio como modelo. Todo ocurrió gracias al director de la
escuela, Albert Hunt, un hombre fantástico».
Paul McCartney, a diferencia de
su experiencia en las clases de música, tuvo una vivencia maravillosa con el
profesor que le introdujo en la obra de Chaucer, ya que eligió hacerlo de una
forma que sabía que llegaría a los adolescentes: «El mejor profesor que he
tenido fue el de inglés, Alan Dunbar. Era genial. Yo me portaba bien con él
porque entendía la mentalidad de los chicos de quince y dieciséis años. Hice
inglés avanzado con él.
Estábamos estudiando a ChaucerII
y era imposible seguirlo. Shakespeare ya era difícil, pero Chaucer era peor.
Era como si fuese una lengua extranjera. Ya sabes, “Cuando cae en abril la
lluvia ansiada” y ese tipo de cosas. Pero el señor Dunbar nos dio una
traducción al inglés moderno de Neville Coghill, con la versión original de
Chaucer en una página y la versión moderna en la página opuesta, para que
pudiésemos entender la historia y saber de qué trataba en realidad.
«Y nos dijo que Chaucer era en
verdad un escritor muy popular en su época y bastante obsceno. Sabía que esto
nos interesaría, y así fue. Nos dijo que leyéramos El cuento del molinero. Nos
parecía increíble lo obsceno que era. El trozo en el que ella saca el trasero
por la ventana y él habla acerca de besar una barba... Ahí yo ya estaba
enganchado. Realmente consiguió que me interesara la literatura. Entendió que
para nosotros la clave estaba en el sexo, y así era. Cuando utilizó esa clave,
me quedé pillado».
En todo el mundo se están
utilizando modelos educativos inspiradores. En la ciudad de Reggio Emilia, en
el norte de Italia, apareció a principios de la década de los sesenta un método
innovador de educación preescolar. Conocido actualmente como el enfoque Reggio,
este programa considera que los niños pequeños son curiosos intelectualmente,
imaginativos y tienen un magnífico potencial. El plan de estudios está dirigido
a los niños; los maestros enseñan sus lecciones según lo que dicten los
intereses de los alumnos. El decorado de las clases es de vital importancia y
se considera una herramienta de enseñanza fundamental. Los profesores dividen
las clases en áreas de juego y las llenan con mesas de trabajo y múltiples
entornos donde los niños pueden interactuar, resolver problemas y aprender a
comunicarse con eficacia.
Los colegios de Reggio dedican
mucho tiempo al arte; creen que los niños aprenden múltiples «lenguajes
simbólicos» a través de la pintura, la música, los títeres, el teatro y otras
formas de arte, y que de este modo exploran sus habilidades en todas las formas
en las que aprenden los seres humanos. Un poema del fundador, Loris Malaguzzi,
lo explica así:
El niño está hecho de cien.
El niño tiene cien lenguajes cien
manos cien pensamientos cien modos de pensar de jugar, de hablar.
Cien, siempre cien modos de
escuchar de maravillarse de amar cien alegrías para cantar y entender cien
modos de descubrir de inventar cien modos de soñar.
El niño tiene cien lenguajes y
cientos más, pero le roban noventa y nueve.
La escuela y la cultura separan
la cabeza del cuerpo.
Le dicen al niño: que piense sin
manos, que trabaje sin cabeza, que escuche y no hable, que entienda sin alegría,
que ame y se asombre solo en Pascua y Navidad.
Le dicen al niño: que descubra un
mundo que ya existe y de cien le quitan noventa y nueve.
Le dicen al niño: que el trabajo
y el juego la realidad y la fantasía la ciencia y la imaginación el cielo y la
tierra la razón y los sueños son cosas que no están unidas.
Le dicen, en resumen, que el cien
no existe.
Pero el niño exclama:
¡Qué va, el cien existe!
Los profesores de Reggio
organizan el año escolar alrededor de proyectos semanales a corto plazo, y
proyectos anuales a largo plazo, en los que los alumnos hacen descubrimientos a
partir de una variedad de perspectivas, aprenden a formular hipótesis,
descubren cómo colaborar entre sí; y todo ello dentro del contexto de un plan
de estudios que se parece mucho a un juego. Los profesores se consideran a sí
mismos investigadores para los niños, les ayudan a explorar más cosas de
aquello que les interesa y creen que ellos también aprenden junto a sus
alumnos.
Durante las últimas dos décadas,
los colegios de Reggio han recibido considerables elogios y ganado el premio
LEGO, el premio Hans Christian Andersen y un galardón de la Fundación Kohl. En
la actualidad en todo el mundo (también en treinta estados estadounidenses) hay
escuelas que utilizan el método Reggio.
La ciudad de Grangeton es muy
diferente de Reggio Emilia. De hecho, técnicamente no es una ciudad. En realidad,
se trata de un hábitat dirigido por alumnos de la escuela elemental de Grange,
en Long Eaton, Nottinghamshire, en el centro de Inglaterra. La ciudad tiene
alcalde y ayuntamiento, un periódico, un estudio de televisión, un mercado y un
museo, y los niños son los encargados de todo eso. El director del colegio,
Richard Gerver, cree que «aprender tiene que significar algo para los jóvenes».
Así que cuando el comité escolar le contrató para que transformara el alicaído
colegio, tomó la drástica decisión de crear Grangeton. El objetivo era motivar
a los niños a aprender relacionando las clases con un lugar del mundo real.
«Mis palabras clave son “experimental” y “contextual”», me contó Gerver.
Gerver modificó íntegramente el
plan de estudios del colegio, y lo hizo trabajando dentro del conjunto de
directrices creadas por el National Testing. En Grange, los estudiantes
participan en un trabajo en clase riguroso, pero este les llega de tal modo que
les permite entender las aplicaciones prácticas. Las matemáticas cobran más
sentido cuando se administra una caja registradora y se hace una estimación de
las ganancias. La capacidad de saber leer y escribir adquiere un significado
adicional cuando se pone al servicio de un guion cinematográfico original. La
ciencia cobra vida cuando los alumnos utilizan la tecnología para hacer
programas de televisión. La apreciación de la música alcanza una nueva
finalidad cuando los niños tienen que decidir la lista de canciones que
transmitirá la emisora de radio. La educación cívica tiene sentido cuando el
alcalde debe tomar decisiones. Gerver suele llevar a profesionales de la
industria a Grangeton para que ayuden a los alumnos en la formación técnica. La
BBC está activamente implicada.
Los niños de más edad ejercen los
cargos de mayor responsabilidad (y su plan de estudios está mucho más inclinado
hacia el modelo Grangeton), pero los más pequeños adoptan un papel activo en
cuanto comienzan el colegio. Así lo explica Gerver: «En ningún momento les
transmitimos el mensaje de que les estamos enseñando para que aprueben un
examen. Aprenden porque pueden apreciar cómo avanza su comunidad en Grangeton:
los exámenes son un modo de evaluar su proceso hacia ese fin. Se trata de
ofrecer a los niños una perspectiva totalmente distinta de por qué están aquí».
En Grange la asistencia es muy
superior a la media nacional y los alumnos rinden de un modo ejemplar en los
exámenes nacionales. En 2004, el 91 por ciento de los estudiantes demostraron habilidad
en inglés (treinta319 puntos más con respecto a los resultados de 2002, el año
antes de que empezara el programa), el 87 por ciento presentaron destreza en
matemáticas (un incremento de catorce puntos), y el ciento por ciento mostraron
un gran dominio en ciencias (un aumento de veinte puntos). «El proyecto ha
tenido un gran impacto en su actitud —dijo Gerver—. Allí donde los alumnos
estaban des motivados y carecían de brillo, en particular los chicos y los
potenciales estudiantes con buenas notas, ahora hay verdadera emoción y compromiso.
Este ethos o rasgo distintivo se ha introducido en las clases de una manera
espectacular, donde los profesores han adaptado y desarrollado su docencia y
enseñanza para llegar a ser más experimentales y contextúales. Los niños se
muestran más seguros de sí mismos y, como consecuencia, más independientes.
Estudiar en Grange tiene una finalidad real para los niños, y sienten que
forman parte de algo muy emocionante. El efecto también ha calado en el cuerpo
docente y en los padres, que han empezado a contribuir muchísimo en el ulterior
desarrollo del proyecto.»
Un reciente informe de Ofsted, la
agencia de inspección escolar británica, decía de Grange: «A los alumnos les
encanta ir al colegio, hablan con gran entusiasmo acerca de las muchas experiencias
emocionantes que tienen a su disposición, y las emprenden con ilusión, emoción
y confianza».
En el estado de Oklahoma existe
un programa innovador llamado escuelas «A» que se fundamenta en otro programa
de enorme éxito que comenzó en Carolina del Norte. Escuelas «A» actualmente
vigente en más de cuarenta colegios de Oklahoma, resalta el arte como el medio
para enseñar una amplia variedad de disciplinas dentro del plan de estudios.
Los alumnos pueden escribir canciones de rap para que les ayuden a entender los
temas más destacados en las obras de la literatura. Pueden realizar collages de
diferentes tamaños que les permitan apreciar las aplicaciones prácticas de las
matemáticas. Las representaciones teatrales pueden caracterizar momentos clave de
la historia, mientras que los movimientos de danza aclaran ciertos puntos
elementales de la ciencia. Varios de los colegios tienen «informadores»
mensuales que combinan los espectáculos en vivo con las cuestiones académicas.
Las escuelas «A» animan a los
profesores a que utilicen herramientas educativas como trazar mapas, redes
temáticas (establecer relaciones entre diferentes asignaturas), el desarrollo
de cuestiones fundamentales, la creación y uso de unidades temáticas
interdisciplinarias y la integración interdisciplinaria. Basan el plan de
estudios en el aprendizaje a través de la experiencia. Utilizan herramientas de
valoración enriquecedoras para ayudar a los alumnos a mantener una comprensión
continua de lo que están haciendo. Estimulan la colaboración entre profesores
de diferentes disciplinas, entre estudiantes, y entre el colegio y la
comunidad. Construyen una infraestructura que sostiene el programa y su
característico modo de abordar los planes de estudio exigidos por el estado.
Todo ello mientras fomentan un ambiente en el que los alumnos y los profesores
pueden sentirse entusiasmados con el trabajo que estén llevando a cabo.
Las escuelas que forman parte del
programa «A» abarcan extensos grupos demográficos. Hay colegios urbanos y
rurales, grandes y pequeños, en zonas adineradas y en aquellas con problemas
económicos. Sin embargo, de forma habitual, las escuelas «A» muestran
acentuadas mejoras en los tests estandarizados y a menudo superan las
calificaciones de los exámenes que se realizan en colegios con las mismas
características demográficas pero que no utilizan el programa «A». La escuela
elemental Linwood, en la ciudad de Oklahoma, ha ganado dos veces el Oklahoma
Title I Academic Achievement Award (premio al logro académico).
Educación elemental
El tema fundamental de este libro
es que nos urge hacer un uso más completo de nuestros recursos naturales. Algo
imprescindible para alcanzar nuestro bienestar y la salud de nuestra comunidad.
Se supone que la educación es el proceso que desarrolla todos los recursos.
Pero, por todas las razones que he expuesto, a menudo no lo es. Muchas de las
personas de las que he hablado en este libro afirman que durante su
escolarización no descubrieron realmente sus verdaderos talentos. No es una
exageración decir que muchas de ellas no hallaron sus verdaderas habilidades
hasta que dejaron el colegio: hasta que superaron la educación recibida. Como
dije al principio, no creo que los profesores sean la causa del problema. Se
trata de un problema común a la naturaleza de nuestros sistemas educativos. De
hecho, los verdaderos desafíos a los que se enfrenta la educación solo se
solucionarán confiriendo el poder a los profesores creativos y entusiastas y
estimulando la imaginación y la motivación de los alumnos.
Las ideas y los principios
fundamentales del Elemento tienen consecuencias para cada una de las áreas
educativas. El plan de estudios de la educación del siglo xxi debe
transformarse radicalmente. He descrito la inteligencia como diversa, dinámica
y singular. He aquí lo que esto significa para la educación. Primero, tenemos
que suprimir la actual jerarquía de las asignaturas. Dar mayor importancia a
unas asignaturas que a otras solo consolida los anacrónicos supuestos del
industrialismo y ofende el principio de diversidad. Demasiados estudiantes
pasan por una educación en la que se marginan o desatienden sus talentos
naturales. El arte, las ciencias, las humanidades, la educación física, las
lenguas y las matemáticas tienen idénticas y centrales contribuciones que hacer
en la educación de un alumno.
Segundo, tenemos que cuestionar
la idea de las «asignaturas». Durante generaciones hemos fomentado la creencia
de que el arte, las ciencias, las humanidades y el resto son totalmente
diferentes entre sí. Pero la verdad es que tienen mucho en común. Hay mucha
técnica y objetividad en el arte, de la misma forma que hay pasión e intuición
en las ciencias. El concepto de asignaturas separadas que no tienen nada en
común falta al principio de dinamismo.
Los sistemas escolares no deben
basar sus planes de estudio en la idea de asignaturas distintas y separadas
entre sí, sino en la idea mucho más fértil de disciplinas. Las matemáticas, por
ejemplo, no son solo un conjunto de información que se tiene que aprender, sino
un esquema complejo de ideas, habilidades prácticas y conceptos. Es una disciplina,
o más bien un conjunto de disciplinas. Y lo mismo puede decirse del teatro, el
arte, la tecnología, etc. El concepto de disciplina posibilita un plan de
estudios fluido y dinámico que sea interdisciplinario.
Tercero, el plan de estudios
tiene que ser personalizado. El aprendizaje acontece en la mente y el alma de
los individuos, no en las bases de datos de exámenes tipo test. Dudo que haya
muchos niños que salten de la cama por la mañana preguntándose qué pueden hacer
para mejorar su calificación en lectura. El aprendizaje es un proceso personal,
sobre todo si nos interesa acercar a la gente al Elemento. Los procesos
educativos actuales no tienen en cuenta los estilos individuales de aprendizaje
ni el talento. De ese modo, ofenden el principio de individualidad.
Muchas de las personas cuyas
historias he contado en este libro estarían de acuerdo con todo esto. Para
ellos, la liberación llegó cuando encontraron aquello que les apasionaba y
pudieron dedicarse a ello. Como dice Don Lipski: «Lo principal es animar a los
niños a que
sigan cualquier cosa que los
entusiasme. Cuando me interesé por la magia, recibí gran estímulo y apoyo. Me
dediqué a la magia de la misma forma que ahora hago trabajos de arte. Un niño puede
estar obsesionado con el béisbol, no lo practique y sepa todas las estadísticas
de los jugadores y quién tendría que ser vendido a qué equipo. Tal vez parezca
algo inútil, pero a lo mejor ese niño acabará siendo el presidente de un equipo
de béisbol. Si un niño es el único de la clase aficionado a la ópera, se le
tendría que dar validez y estímulo. Sirva para lo que sirva, el entusiasmo es
el aspecto principal que debe desarrollarse».
El Elemento tiene consecuencias
para la enseñanza. Demasiados movimientos de reforma educativos están diseñados
para que la educación esté a prueba de profesores. Los sistemas de mayor éxito
del mundo toman la posición contraria. Invierten en profesores. La razón de
ello es que las personas tienen más éxito cuando hay otras que entienden sus
talentos, desafíos y habilidades. Este es el motivo por el que la tutela es una
fuerza tan útil en la vida de tantas personas. Los grandes profesores siempre
han entendido que su verdadero papel no es enseñar una asignatura, sino
instruir a los alumnos. La tutela y el entrenamiento son el pulso vital de un
sistema educativo vivo.
El Elemento tiene consecuencias
en las evaluaciones. La cultura y las pruebas estandarizadas están
estrangulando constantemente a la educación. La ironía es que estas pruebas no
están aumentando los estándares excepto en algunas zonas muy determinadas y a
costa de lo que en realidad más importa en educación.
Para tener un poco de
perspectiva, comparemos los procesos de control de calidad en educación con los
de un campo totalmente distinto: la restauración. Este negocio tiene dos
modelos distintos de control de calidad. El primero es el modelo de comida
rápida. En este, la calidad de la comida está garantizada porque todo está
estandarizado. Las cadenas de comida rápida especifican exactamente de qué se
compone el menú de todas sus tiendas de distribución. Especifican qué tiene que
haber en las hamburguesas o en los nuggets, el tipo de aceite en el que tienen
que freírse, el panecillo en el que tienen que servirse, cómo se tienen que
hacer las patatas fritas, lo que tiene que haber en las bebidas, y exactamente
cómo tienen que servirse. Especifican la decoración del espacio y cómo se tiene
que vestir el personal. Todo está estandarizado. A menudo todo es horrible y a
fin de cuentas malo para ti. Muchas clases de comida rápida están contribuyendo
a la extensión generalizada de la obesidad y de la diabetes en todo el mundo.
Pero por lo menos la calidad está garantizada.
El otro modelo de control de
calidad en el mundo de la restauración es la guía Michelin. En este modelo, las
guías establecen un sistema de criterios específicos de excelencia, pero no
explican con todo detalle cómo los restaurantes tienen que cumplir esos
criterios. No dicen qué tiene que haber en el menú, cómo tiene que ir vestido
el personal, o cómo tienen que estar decorados los locales. Todo eso lo elige
cada restaurante. Las guías solo establecen los criterios, y depende de cada
restaurante cumplirlos de la forma que consideren mejor. Luego se los juzga no
según estándares impersonales, sino según la valoración de expertos que saben
qué buscan y cómo es en realidad un gran restaurante. El resultado es que todos
los restaurantes de la guía Michelin son fantásticos. Y todos son únicos y
diferentes entre sí.
Uno de los problemas esenciales
de la educación es que la mayoría de los países someten a sus colegios al
modelo de control de calidad de las cadenas de comida rápida cuando, en lugar
de eso, deberían adoptar el modelo Michelin. El futuro de la educación no está
en estandarizar sino en personalizar; no en promover el pensamiento grupal y la
«despersonalización», sino en cultivar la verdadera profundidad y el dinamismo
de las habilidades humanas de todo tipo. En el futuro, la educación tiene que
ser Elemental.
Los ejemplos que acabo de exponer
indican el camino hacia la clase de educación que necesitamos en el siglo XXI.
Algunos se fundamentan en principios que los visionarios académicos llevan
promoviendo desde hace generaciones: principios a menudo considerados
excéntricos, incluso heréticos. Y así eran entonces. La forma de ver las cosas
de esos visionarios iba por delante de su tiempo (de ahí que los describa como
visionarios). Pero el momento oportuno ha llegado. Si vamos a tomarnos en serio
la transformación de la educación, tenemos que entender la época en la que
vivimos y seguir la nueva corriente. Podemos nadar en ella hacia el futuro o
hundirnos de vuelta al pasado.
Los riesgos difícilmente podrían
ser mayores para la educación y para todos los que pasan por ella.
Encontrar el Elemento en ti mismo
es imprescindible para que descubras lo que de verdad puedes hacer y quién eres
en realidad. En cierto modo, se trata de una cuestión muy personal. Te
concierne a ti y a las personas que conoces y por las que sientes cariño. Pero
aquí también se esconde una gran controversia. El Elemento tiene poderosas
implicaciones a la hora de decidir cómo dirigir nuestros colegios, negocios,
comunidades e instituciones. Los principios básicos del Elemento están
arraigados en una concepción orgánica más amplia del crecimiento y el
desarrollo humanos.
Epílogo
Antes afirmé que no vemos el
mundo directamente. Lo percibimos a través de marcos de ideas y creencias que
hacen las veces de filtros sobre lo que vemos y cómo lo vemos. Algunas de estas
ideas están tan profundamente arraigadas en nosotros que ni siquiera somos
conscientes de ellas. Nos llegan como simple sentido común. Sin embargo, a
menudo aparecen en las metáforas e imágenes que utilizamos para pensar acerca
de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.
El gran físico sir Isaac Newton
formuló sus teorías en los albores de la Edad Mecánica. El universo le parecía
un enorme reloj mecánico, con ciclos perfectos y ritmos regulares. Desde
entonces, Einstein y otros han demostrado que el universo no se parece en
absoluto a un reloj; sus misterios son más complejos, sutiles y dinámicos de lo
que nunca será nuestro reloj favorito. La ciencia moderna ha cambiado las
metáforas, y al hacerlo ha cambiado nuestra comprensión del funcionamiento del
universo.
Sin embargo, en la actualidad
todavía utilizamos habitualmente metáforas mecanicistas y tecnológicas para
describirnos a nosotros mismos y a nuestras comunidades. A menudo oigo hablar a
la gente acerca de la mente como de un ordenador; acerca de inputs y outputs
mentales, de «descargar» sus sentimientos o de estar «conectados» o
«programados» para comportarse de cierto modo.
Si trabajas en cualquier tipo de
organización, puede que alguna vez hayas visto un organigrama empresarial.
Normalmente estos consisten en una serie de recuadros en los que se indica el
nombre o la función de los trabajadores y en dibujos de líneas rectas que
muestran la jerarquía entre ellos. Estos organigramas suelen parecer dibujos
arquitectónicos o diagramas de un circuito eléctrico, y refuerzan la idea de
que los organismos son realmente como mecanismos, con partes y funciones que
solo contactan entre sí en cierto modo.
El poder de las metáforas y de
las analogías es que indican las similitudes, y sin duda hay ciertas semejanzas
en la forma de funcionar de los ordenadores sin vida y las mentes vivas. No
obstante, está claro que nuestra mente no es un sistema en estado sólido dentro
de una caja de metal que se apoya sobre los hombros. Y las organizaciones
humanas no son en absoluto como mecanismos; están formadas por personas con
vida que se rigen por sentimientos, principios y relaciones. Los organigramas
nos muestran la jerarquía, pero no captan cómo se siente la organización ni
cómo funciona en realidad. El hecho es que las organizaciones y las
colectividades humanas no son como los mecanismos: se parecen mucho más a los organismos.
La crisis climática
Hace poco estuve en un museo de
historia natural. Es un lugar fascinante. Hay salas dedicadas a diferentes
especies de criaturas. En una de ellas había una exposición de mariposas,
maravillosamente ordenadas con gracia en vitrinas de cristal, prendidas por el
cuerpo con alfileres, etiquetadas con gran minuciosidad y muertas. El museo las
clasificó por especies y tamaños, las más grandes en la parte superior y las
más pequeñas en la inferior. En otra sala había escarabajos clasificados del
mismo modo, por especie y tamaño, y en otra había arañas. Ordenar estos
animales por categorías y exhibirlos en vitrinas separadas es una manera de
pensar sobre ellos, y es muy instructivo. Pero no es así como están en el
mundo. Cuando sales del museo, no ves a las mariposas volando en formación: las
más grandes delante y las pequeñas detrás. No ves a las arañas corriendo en
columnas disciplinadas, donde las más pequeñas cubren la retaguardia, en tanto
que los escarabajos mantienen una respetuosa distancia. En su estado natural,
estos animales tropiezan entre sí. Viven en ambientes complicados e interdependientes,
y su suerte está relacionada con la del otro.
Pasa exactamente lo mismo con las
comunidades humanas, las cuales se enfrentan al mismo tipo de crisis que en la
actualidad afrontan los ecosistemas del medio ambiente natural. La analogía
aquí es fuerte.
Las relaciones de los sistemas
vivos y nuestro fracaso general a la hora de entenderlos era el tema de Primavera
silenciosa, el contundente libro de Rachel Carson publicado en septiembre de
1962. Sostenía que los productos químicos y los insecticidas que los
agricultores utilizaban para mejorar las cosechas y destruir las plagas estaban
teniendo consecuencias inesperadas y catastróficas. Al calar en la tierra,
estos productos químicos tóxicos contaminaban las redes fluviales y destruían
la vida marina. Asimismo, al matar insectos indiscriminadamente, los
agricultores alteraban los delicados ecosistemas de los que dependían muchas
otras formas de vida, incluidas las plantas que propagaban los insectos y los
innumerables pájaros que se alimentaban de insectos. Al morir los pájaros, se
silenciaron sus cantos.
Rachel Carson fue uno de los
muchos precursores que ayudaron a cambiar nuestro modo de ver la ecología y el
mundo natural. Desde el principio de la era industrial, los seres humanos
parecen ver la naturaleza como un depósito infinito de recursos útiles para la
producción industrial y la prosperidad material. Hemos extraído minerales de la
tierra, perforado capas de piedra para obtener petróleo y gas, y talado los
bosques para conseguir pastos. Todo esto parecía relativamente sencillo. El lado
negativo es que trescientos años después el mundo natural jadea y nos
enfrentamos a la gran crisis del aprovechamiento de los recursos naturales de
la Tierra.
Las pruebas que demuestran esto
son tan contundentes que algunos geólogos dicen que estamos entrando en una
nueva era geológica. El último período glacial acabó hace ya diez mil años. Los
geólogos llaman Holoceno al período comprendido entre la era glacial y la
actualidad. Algunos llaman Antropoceno a la nueva era geológica, del griego
anthropos, que significa «hombre». Dicen que el impacto de la actividad humana
sobre la geología y los sistemas naturales de la Tierra ha dado lugar a esta
nueva era geológica. Los efectos comprenden la acidificación de los océanos,
nuevos modelos de sedimentos, la erosión y corrosión de la superficie de la
Tierra, y la desaparición de miles de especies de animales y plantas. Los
científicos creen que esta crisis es real y que tenemos que plantearnos hacer
un cambio profundo durante las siguientes generaciones si queremos evitar una
catástrofe.
Con una crisis climática
probablemente ya tengas bastante. Pero creo que hay otra igual de urgente y
cuyas consecuencias son tan trascendentales como la que estamos observando en
el mundo natural. No hablo de la crisis de los recursos naturales. Me refiero a
una crisis de recursos humanos. Es la otra crisis climática.
La otra crisis climática
La perspectiva global del mundo
occidental dominante no se basa en ver sinergias y conexiones sino en hacer
distinciones y ver diferencias. Este es el motivo por el que prendemos
mariposas con alfileres en vitrinas separadas de las de los escarabajos, y
enseñamos asignaturas separadas en los colegios.
Gran parte del pensamiento
occidental da por hecho que la mente está separada del cuerpo y que los seres humanos
están de algún modo separados del resto de la naturaleza. Puede que esta sea la
razón por la que tanta gente no parece entender que aquello que introduce en su
cuerpo afecta a su funcionamiento y a la forma en la que piensa y siente. Puede
que sea el motivo por el que tantas personas no parecen entender que la calidad
de su vida depende de la calidad del medio ambiente, y de lo que introducen y
sacan de él.
La proporción de enfermedades
físicas que nos auto infligimos a causa de una mala nutrición y de los
trastornos alimentarios es un ejemplo de la crisis de los recursos humanos.
Deja que te dé algunos ejemplos más. Estamos viviendo en una época en la que
cientos de millones de personas logran llegar al final del día gracias a
medicamentos que se venden con receta para tratar depresiones y otras
enfermedades emocionales. Los beneficios de las compañías farmacéuticas están
subiendo vertiginosamente, mientras que la energía de sus consumidores continúa
bajando en picado. La dependencia de los medicamentos de venta sin receta y del
alcohol, especialmente entre los jóvenes, también está aumentando a gran
velocidad. Así como el índice de suicidios. Todos los años hay más muertes por
suicidio en todo el mundo que por causa de los conflictos armados. Según la
Organización Mundial de la Salud, hoy día el suicidio es la tercera causa más
alta de muerte entre jóvenes de quince a treinta años.
Lo que es cierto en las personas
es desde luego cierto en nuestras comunidades. Vivo en California. En 2006, el
estado de California gastó tres mil quinientos millones de dólares en el
sistema universitario del estado y nueve mil novecientos millones de dólares en
el sistema penitenciario. Me resulta difícil creer que haya tres veces más
criminales potenciales en California que potenciales licenciados
universitarios, o que las crecientes masas de gente en las cárceles de todo el
país nacieran simplemente para estar en ellas.
No creo que haya tantas personas
malvadas por naturaleza deambulando por ahí, ni en California ni en ningún otro
lugar. Según mi propia experiencia, la mayoría de las personas tienen buenas
intenciones y quieren que su vida tenga una finalidad y un sentido. Sin
embargo, hay muchísimas personas que viven en malas condiciones, y eso puede
acabar con sus esperanzas y objetivos. En ciertos aspectos, estas condiciones
cada vez son más desafiantes.
A comienzos de la Revolución
Industrial, apenas había gente en el mundo. En 1750, vivían en el planeta mil
millones de personas. Había que contar a toda la población humana para llegar a
esos mil millones. Sé que parecen muchas personas, y hemos dicho que el planeta
es relativamente pequeño. Pero es lo suficientemente grande para que mil
millones de personas se extendieran con razonable comodidad.
En 1,930 había dos mil millones
de personas. Solo hicieron falta ciento ochenta años para que la población se
doblara. Pero todavía quedaba espacio de sobra para que la gente se moviera con
holgura. Solo hicieron falta cuarenta años más para llegar a los tres mil
millones. Cruzamos ese umbral en 1,970, poco después del verano del amor, que
estoy seguro fue una coincidencia. Después de esto el crecimiento fue
espectacular. La Nochevieja de 1,999 estábamos compartiendo el planeta con
otros seis mil millones de personas. La población humana se ha duplicado en
treinta años. Algunas estimaciones apuntan a que alcanzaremos los nueve mil
millones a mediados del siglo XXI.
Otro factor es el crecimiento de
las ciudades. De los mil millones de personas que vivían en la Tierra en los
albores de la Revolución Industrial, solo el 3 por ciento residía en la ciudad.
En 1,900, el 12 por ciento de los casi dos mil millones de personas vivía en la
ciudad. En 2,000, casi la mitad de los seis mil millones de personas habitaba
en la ciudad. Se estima que en 2,050 más del 60 por ciento de los nueve mil
millones de seres humanos serán urbanos. En 2,020 puede que haya más de
quinientas ciudades en la Tierra cuya población superará el millón de habitantes,
y más de veinte megaciudades cuyas poblaciones superarán los veinte millones.
El Gran Tokio ya tiene una población de treinta y cinco millones de personas.
Esto es, más que la población total de Canadá, un territorio cuatro mil veces
mayor.
Algunas de estas ciudades enormes
estarán en los llamados países desarrollados. Estarán bien planificadas, con
centros comerciales, puestos de información e impuestos sobre la propiedad.
Pero el crecimiento real no está ocurriendo en esas partes del mundo. Está
sucediendo en el llamado mundo en vías de desarrollo: zonas de Asia, de América
del Sur, de Oriente Próximo y África. Muchas de estas ciudades de crecimiento
descontrolado serán en su mayoría barrios de chabolas, construidos por sus
moradores y con escasas condiciones de salubridad, poca infraestructura y
apenas ningún servicio de apoyo social. Este enorme crecimiento de las
dimensiones y la densidad de las poblaciones humanas del mundo entero presenta
grandes desafíos. Requiere que afrontemos la crisis de los recursos naturales
con urgencia, Pero también exige que nos enfrentemos a la crisis de los
recursos humanos y que enfoquemos de una manera diferente las relaciones entre
ambas. Todo esto indica la pujante necesidad de que surjan nuevas formas de pensar
y nuevas metáforas sobre las comunidades humanas y de cómo proliferan o decaen.
Durante más de trescientos años,
las imágenes del industrialismo y el método científico han dominado el
pensamiento occidental. Es hora de cambiar de metáforas. Tenemos que ir más
allá de las metáforas lineales y mecanicistas y llegar a metáforas más
orgánicas del crecimiento y el desarrollo humanos.
Un organismo vivo, como una
planta, es complejo y dinámico. Cada uno de sus procesos internos afecta a, y
depende de, los demás, pues sostienen la vitalidad de todo el organismo. Esto
también es cierto en los hábitats en los que vivimos. La mayoría de los seres
vivos solo pueden florecer en ciertos tipos de ambientes, y las relaciones
entre ellos a menudo son muy especializadas. Las plantas sanas y fructíferas
toman los nutrientes que necesitan de su medio ambiente. Sin embargo, al mismo
tiempo, su presencia ayuda a sostener el medio ambiente del que dependen. Hay
excepciones, como los cipreses de Lyland, que parecen tomar posesión de todo lo
que se ponga por delante. ¿Entiendes la idea? Lo mismo puede decirse de todas
las criaturas y los animales, nosotros incluidos.
Los agricultores basan su
subsistencia en las cosechas. Pero los agricultores no hacen que las plantas
crezcan. No sujetan las raíces, pegan los pétalos ni pintan las frutas de
colores. La planta crece sola. Los agricultores y los jardineros proporcionan
las condiciones para que crezcan. Los buenos agricultores saben cuáles son
estas condiciones; los malos no. Entender los elementos dinámicos del
crecimiento humano es tan fundamental para mantener las culturas humanas en el
futuro como la necesidad de entender los ecosistemas del mundo natural de los
que dependemos.
Apuntar alto
El Valle de la Muerte, uno de los
lugares más calurosos y secos del planeta, se encuentra a unos cientos de
kilómetros de mi casa en Los Ángeles. Pocas cosas crecen en el Valle de la
Muerte, de ahí su nombre. La razón es que allí no llueve mucho. Cerca de cinco
centímetros cúbicos al año por término medio. Sin embargo, durante el invierno
de 2004 - 2005 sucedió algo asombroso. Cayeron más de dieciocho centímetros
cúbicos de lluvia, algo que hacía generaciones que no pasaba* Luego, en la
primavera de 2,005, ocurrió algo aún más extraordinario. Flores primaverales
cubrieron todo el suelo del valle. Fotógrafos, botánicos y simples turistas
recorrieron Estados Unidos para ver este espectáculo admirable, algo que
probablemente no volverían a ver. El Valle de la Muerte estaba lleno de brotes
nuevos y rebosantes de vida. Al final de la primavera, las flores se
marchitaron y volvieron a deslizarse bajo la calurosa tierra del desierto, a la
espera de las siguientes lluvias, cuando quisieran volver.
Desde luego, lo que esto demostró
fue que el Valle de la Muerte no estaba muerto. Estaba dormido. Solo estaba
esperando las condiciones de crecimiento adecuadas. Cuando estas llegaron, la
vida regresó al corazón del valle.
Lo mismo sucede con los seres
humanos y las comunidades. Para crecer, necesitamos que se den las condiciones
correctas en nuestros colegios, negocios y comunidades, así como en nuestra
vida personal. Si las condiciones son las adecuadas, las personas crecen en
sinergia con la gente que les rodea y con los entornos que forman. Si las
condiciones son malas, las personas se protegen, a sí mismas y a sus
ansiedades, de los vecinos y del mundo.
Algunos elementos para nuestro
desarrollo están en nuestro interior. Incluyen la necesidad de desarrollar
nuestras aptitudes naturales únicas y nuestras pasiones personales.
Encontrarlas y alentarlas es el camino más seguro de garantizar nuestro
crecimiento y nuestra realización como individuos.
Si descubrimos el Elemento en
nosotros mismos y animamos a los demás a que encuentren el suyo, las
oportunidades para el crecimiento serán infinitas. SÍ dejamos de hacerlo, puede
que salgamos adelante, pero nuestra vida será más aburrida. Este no es un
argumento nacido en la costa Oeste, de California, aunque es allí donde vivo
ahora. Creo en ello durante los fríos y húmedos días de diciembre en
Inglaterra, cuando puede que sea más difícil que aparezcan estos pensamientos.
Esta no es una nueva forma de ver las cosas. Es un punto de vista antiguo sobre
la necesidad de que exista equilibrio y realización en nuestra vida, así como
de que haya sinergia con la vida y aspiraciones de otras personas. Es una idea
que se pierde con facilidad en nuestras actuales formas de existencia.
Las crisis en el mundo natural y
humano están relacionadas entre sí. Joñas Salk fue el científico pionero que
elaboró la vacuna contra la poliomielitis. Como alguien que contrajo la polio
en la década de los cincuenta, siento cierta afinidad con lo que fue la pasión
de su vida. Al final de su vida, Salk hizo una observación provocadora que
abordaba las dos formas de crisis climáticas: «Es interesante pensar que, si
desaparecieran todos los insectos de la faz de la Tierra, todas las demás
formas de vida acabarían al cabo de cincuenta años». Entendió, como Rachel
Carson, que los insectos que pasamos tanto tiempo intentando erradicar son
hilos fundamentales de la intrincada red de la vida en la Tierra. Y añadió:
«Pero si todos los seres humanos desapareciésemos de la Tierra, todas las demás
formas de vida florecerían al cabo de cincuenta años».
Lo que quiso decir es que en la
actualidad nos hemos convertido en el problema. Nuestra extraordinaria
capacidad de imaginación ha dado lugar a los mayores logros humanos: nos ha
llevado de las cuevas a las ciudades, de los pantanos a la Luna. Pero hoy día
corremos el riesgo de que nuestra imaginación nos falle. Hemos llegado lejos,
pero no lo suficiente. Todavía somos demasiado intolerantes y pensamos
demasiado a fondo acerca de nosotros mismos como individuos y como especie, y
muy poco acerca de las consecuencias de nuestras acciones. Para aprovechar al
máximo nuestro tiempo juntos en este pequeño y abarrotado planeta, tenemos que
desarrollar — consciente y rigurosamente— nuestras facultades creativas dentro
de un marco diferente del designio de la humanidad. Miguel Ángel dijo una vez:
«El mayor peligro para la mayoría de nosotros no es que nuestras aspiraciones
sean muy altas y las desaprovechemos, sino que son demasiado humildes y las
alcanzamos». Tenemos que aspirar alto y estar decididos a lograrlo.
Para hacerlo, todos nosotros
individualmente y todos nosotros juntos, tenemos que descubrir el Elemento.
El elemento, de Ken Robinson y
Lou Aronica